📑DESCARGAR FICHA DE LECTURA: LEEMOS CUENTOS DE HORACIO QUIROGA – PRÁCTICA 02📖
Atendiendo a la importancia de practicar la comprensión de lectura, les compartimos esta ficha de lectura de dos cuentos de HORACIO QUIROGA📖👇
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Todo el día, sentados en el patio, en un banco
estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la
lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca
abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por
un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí
se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se
ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz
enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban
horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían
asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo,
alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo
de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas
colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En
todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de
cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido
un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta
orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un
porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa
honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo
amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas
posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el
hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad.
La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el
vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana
siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención
profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros
paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el
instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso,
colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta,
sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un
caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero
no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame:
¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije
lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que
no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento,
Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del
abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo
más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su
amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa
reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones
del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía
idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda
desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre
todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no
alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e
inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas
del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la
santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el
proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba
a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del
limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo,
abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al
fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los
obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se
reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí
bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener
nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la
aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente
otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese
ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron.
Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía
en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias
que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los
otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos.
Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que
acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los
muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera
oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo
inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una
sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así?
—alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la
culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero
yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo,
entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo
de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las
manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron
otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble
arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la
angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin
embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña
llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba
siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su
solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a
cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la
paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.
Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y
al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se
siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del
todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la
infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los
cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de
comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban
todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De
este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas
que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún
escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir
la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo
fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio?
¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo
hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo
tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti…
¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste;
pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has
tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—.
¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres
sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido
hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo
que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor
culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia,
hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la
mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con
todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera,
la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta
se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin
duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de
almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una
gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas
de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al
animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este
buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como
respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros
pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí.
¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada,
podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos
eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los
monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le
digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas,
brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La
sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar
el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de
enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en
todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a
hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y
el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su
cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar,
eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no
alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico
hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente,
vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en
puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos
tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse
más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado;
una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de
su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada
línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que
habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro
lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la
pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró
imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y
cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno
de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los
otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se
había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por
segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la
voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más.
Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su
sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón
siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado
hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de
sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su
vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro.
Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de
sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él
con un ronco suspiro.
Cuentos de amor de
locura y de muerte,
1917
1. ¿Cuál era el deseo de los
padres?
2. ¿Cuál era el problema
de los padres?
3. ¿Qué pasó cuando nació
la niña sana?
4. ¿Cuál es el gran miedo
de los padres con respecto a Bertita?
5. ¿Por qué es importante
la sirvienta en este cuento?
6. ¿Por qué Bertita
decide regresar sola a casa?
7. ¿Qué sucede al final
del cuento? ¿Por qué crees que sucede?
8. ¿Qué acciones de los
padres nos demuestran que ellos no aman a sus hijos?
9. En tu opinión, ¿quién
son los culpables de que los idiotas cometan un crimen? ¿Por qué?
10. ¿Crees
que, si los padres hubieran dado más amor a sus hijos, a pesar de sus
discapacidades, no hubieran asesinado a su hermana?
11. ¿Cuál
crees que es el mensaje de este cuento? Explica
12. ¿Con
qué palabra calificarías a los padres? Explica tu respuesta en 3 líneas
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento cuyo tema gire en torno a
una tragedia. No olvides ser creativo y original.
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril-
vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad
en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas
de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra,
los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo
el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta
que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero
ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole
los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose,
y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo
levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de
calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y
sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta.
Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia
no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el
dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas
sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer
cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La
joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra
a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto,
sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo
aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra,
volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se
serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola
temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un
antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los
ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí
delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora,
sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron
largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su
médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y
tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de
anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas
alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en
la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no
la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama,
ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente
por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se
oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los
eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró
después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el
almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su
vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta
después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo
dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin
dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente.
Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de
un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror
con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el
fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un
animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en
cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las
sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La
remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el
medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes.
La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Por qué se dice al inicio del cuento que
luna de miel de Alicia fue "un largo escalofrío"?
2. ¿Cuáles son las diferencias más marcada
entre Alicia y Jordán?
3. A qué hace referencia esta expresión:
"severidad en ese rígido cielo de amor". Explícala.
4. Infiere: ¿Qué significa la expresión
"echar un velo"?
5. ¿Cuál era la enfermedad que había contraído
Alicia? ¿Cuál había sido la causa?
6. ¿Qué dijo el médico cuando el caso de
Alicia empeoró?
7. Infiere: ¿Por qué Alicia no quiso que le
tocaran la cama ni el almohadón?
8. ¿Cuál había sido la verdadera causa de la
muerte de Alicia?
9. ¿Quién crees que tuvo la culpa de la muerte
de Alicia? ¿Por qué?
10. ¿Qué piensas de la actitud de Jordán para
con Alicia? ¿Crees que le prestó la debida atención?
11. ¿Qué relación puedes establecer entre el
cuento y el título del cuento?
12. Interpreta: ¿Qué puede simbolizar el
almohadón de plumas en este cuento? Explica tu respuesta.
13. El cuento nos muestra una doble presencia
del horror, ¿cuáles serían y cómo se presentan?
14. ¿Cuál crees que fue la intención del autor
al escribir este cuento? Explica.
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento que gire en torno a una
tragedia. Al hacerlo deberás poner énfasis en los detalles y la atmósfera del
cuento, así como en la personalidad de tus personajes.
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida
sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento
vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie,
donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de
la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo
de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las
gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los
dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se
ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de
tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes
puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad
de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta,
seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos
sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en
la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco
arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-.
¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el
hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-.
¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer,
espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la
damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la
garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces,
mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del
pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en
continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de
garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando
pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la
frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo
hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el
centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del
Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo
efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas
dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez-
dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un
bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y
abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría
jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre
Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora
hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por
la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido
de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó
oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor!
-clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se
oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la
corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una
inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el
río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el
bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla
lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes
borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio
de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una
majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre,
semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto,
con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le
dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta
inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se
hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la
caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una
somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el
vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a
su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se
abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la
costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su
frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa
derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un
remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba
entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald.
¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y
medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald,
Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo…
¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la
mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Cuál es el nudo o problema que muestra el
cuento?
2. ¿Qué le sucede al protagonista a lo largo de
su viaje a canoa?
3. ¿Dónde ocurre el cuento?
3. ¿Qué es el Paraná y cómo lo describe el
narrador?
4. ¿Por qué crees que el protagonista no pide
a su mujer que lo acompañe en la canoa?
5. Infiere: ¿Por qué el narrador se refiere a
él como “el hombre” y nunca por su propio nombre, es decir, Paulino?
6. Infiere: ¿Por qué el hombre busca a su
compadre Alves?
7. Qué sentimientos despierta en ti está parte
del texto: “El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante
abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que,
como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta,
seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento”.
8. A qué hace referencia el narrador con esta
frase: “una somnolencia llena de recuerdos”. Explica tu respuesta.
9. Infiere: ¿cuál era el trabajo del
protagonista? Justifica tu respuesta.
10. Explica: ¿Por qué el cuento se llama “A la
deriva”?
11. El cuento finaliza con la muerte del
protagonista. ¿Qué infieres sobre ello? Explica.
12. Esta historia nos muestra la lucha de un
hombre frente a la muerte. Según tu opinión ¿por qué el autor ha escrito esta
historia? Justifica tu respuesta.
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento breve cuyo protagonista deba
luchar por su vida. No olvides ser creativo y original.
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año
anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el
suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el
incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo
largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido
cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado
yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso
apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la
columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte
contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho-
contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo
-el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento
parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo
alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este
instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la
instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha
presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una
como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me
pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe
asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes
son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un
sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique
de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado,
como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y
ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y
unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que
denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y
negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de
observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya
vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por
ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su
situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura
animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué
vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir
de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete,
dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese
ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos
verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de
cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra
entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya.
Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en
convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan
a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda
más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo.
Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne
mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas
acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de
vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se
conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que
alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en
el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho
sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el
ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de
que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio
módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito
blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la
revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído
han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las
moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad.
Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres
inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de
la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa,
midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar
a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio
más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de
resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya
un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que
fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol,
la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a
este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de
remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin
parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de
esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de
partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el
tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de
renovación vital.
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Quién es el protagonista de este cuento?
¿Qué le ha sucedido?
2. ¿Dónde se encuentra el protagonista? ¿Por
qué es importante aquel lugar para entender el cuento?
3. ¿Por qué el narrador hace referencia a
"tortura psicológica"? Explica.
4. Qué sentimiento predomina en esta expresión
del protagonista: "La única percepción de mi existir, pero flagrante como
un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir”.
Justifica tu respuesta.
5. ¿Por qué las moscas son importantes en este
cuento? Explica tu respuesta.
6. Qué infieres de la parte final del cuento:
"Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos
del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital".
Justifica tu respuesta.
7. Si tuvieras que elegir una palabra que
sintetice este cuento, ¿cuál sería? ¿Por qué?
8. ¿Cuál crees que fue la intención del autor
al escribir este cuento?
9. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Por qué?
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento breve que hable sobre un
personaje que se encuentre entre sus últimos momentos de vida. Narra tu cuento
poniendo énfasis en los detalles del ambiente y las palabras de tu protagonista.