EJEMPLO DE TEXTO ARGUMENTATIVO
LECTURA:
CIMIENTO PARA UNA CIUDADANÍA CONSCIENTE
La pata de mono
W.W. Jacobs
I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña
sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía
vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales
sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que
provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la
chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había
cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente
la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre
con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó
el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios,
este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay
sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su
mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una
mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y
disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe
del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada
hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre
fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor
White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le
ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos
vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó
a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras,
de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White
sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho.
Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la
señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor
White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento
moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la
cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires
y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a
contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-.
Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez
-dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez.
Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a
dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que
no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del
bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo
tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el
señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo
el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino
gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le
dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron
que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas?
-preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido
palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos?
-preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos
primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión
de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le
sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea
de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias.
Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de
hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más
-dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar
y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el
sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La
tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea
razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva
adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir
los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo
la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían
pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán;
los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando
el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata
de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán
fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida
del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta
verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se
alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando
atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White,
ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que
tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-,
seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así
no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y
lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con
lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías
feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-.
Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia
credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño
a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor
White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus
palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el
objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo,
recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo
veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la
mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un
susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres
acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White
se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio
inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a
acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una
gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una
aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés
guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la
oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca,
tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su
vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata
de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el
desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto
había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata
de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo
la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede
creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras,
¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza
-dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta
naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero
antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te
conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo
vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la
credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la
puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se
refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus
bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar
de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora
suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba
sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los
misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a
entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y
reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en
el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el
delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía
incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el
desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora
esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo
un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por
fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a
Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los
acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento… -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la
madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no
sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White,
juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro
que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en
la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que
parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo
silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja
el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor
White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana;
tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de
enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al
visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese
sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que
comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me
dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White
estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw
& Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-.
Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una
suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y,
levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la
palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White
sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de
distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa
transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no
lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor.
Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces
hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta
el cansancio.
Una semana después, el señor White,
despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la
ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a
coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White
y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del
señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido
grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la
pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó
asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y
le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado
antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en
seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos
otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi
hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás
diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no
hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la
mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no
quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era
demasiado horrible para que lo vieras…
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia
la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en
la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de
que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que
él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la
puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se
encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de
su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo
sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White
siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla
mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se
movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su
mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi
apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del
talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y
silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj.
Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje,
encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El
señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe
furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin
respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se
oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me
cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó
en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White
corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer,
luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a
dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el
hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-.
Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó
del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el
ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer,
anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso,
en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso
entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda la
casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la
tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente,
balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos
resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento
helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le
dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba
desierto y tranquilo.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1. ¿Por qué dice el White señor que, de todos
los suburbios, el de ellos es el peor? Explica.
2. ¿Quién es el sargento mayor Morris? ¿Qué
función cumple en este cuento? Explica.
3. ¿Qué poderes poseía la pata de mono?
4. Qué infieres de la frase: "el destino
gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente".
Explica tu respuesta.
5. ¿Por qué el sargento no quiere vender la
pata de mono?
6. ¿Por qué crees que el sargento quiere tirar
la pata de mono al fuego?
7. Cuando el señor White se queda con la pata
de mono ¿qué deseo pide? ¿Cómo se llega a cumplir ese deseo?
8. ¿Te parece macabra la forma en cómo actúa
el talismán de la pata de mono? ¿Por qué?
9. ¿Qué significa esta frase de la señora
White: "Mi hijo tiene más frío"? Explica tu respuesta.
10. ¿Qué intenta hacer la señora White con la
pata de mono? ¿Por qué crees que lo hace?
11. Infiere: ¿cuál fue el tercer y último
deseo del señor White? ¿Qué parte del cuento sustenta tu respuesta? Explica.
12. "Pata de mono" es considerado
una obra de corte sobrenatural, ¿estás de acuerdo con ello? ¿Por qué?
13. ¿Cómo es la atmósfera de este cuento? ¿Por
qué es importante ello en el cuento?
14. Predice: ¿Qué crees que hubiera pasado si
el señor White no hubiera pedido el tercer deseo?
15. ¿Con qué palabra relacionas a este cuento?
¿Por qué? Justifica tu respuesta.
16. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Cuál crees que
fue la intención del autor al narrarnos esta historia? Justifica tu respuesta.
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento que gire en torno a un
objeto mágico o sobrenatural que transforme la vida de los protagonistas. No
olvides ser muy creativo y original.
Beatriz,
una palabra enorme
Mario Benedetti
Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo,
cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la
libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un
país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se
le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por
ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas
para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que
una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga
alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en
ese caso hay que hacer una cartita mejor dicho la tiene que hacer Graciela,
justificando por qué. Así dice la maestra; justificado.
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice
que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embrago está en Libertad,
porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío
Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la
cárcel en que está mi papi se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho
que era un sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando
su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un
preso, pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela.
Graciela dice que papá está en libertad, o sea está preso, por sus ideas.
Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas,
pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy
presa.
Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de
mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí
me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque
es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.
Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo
hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le
digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que
estar muy alunada para llamarle Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me
pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo
el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente
Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada
de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta
demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre
lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo
y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o
mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y
eso no sería así ni sería bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier
pavada.
O sea que la libertad es una palabra enorme.
Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza.
Que casi es un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría
que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de
mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron
preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas
ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando
salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad.
¿Ven cómo es enorme?
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Quién es la protagonista
de este cuento? ¿Cómo es su personalidad?
2. ¿Con qué adjetivo calificarías a la protagonista? ¿Por qué?
3. ¿Cuántos significados tiene la palabra sarcasmo en el cuento?
¿Cuáles son?
4. ¿Por qué la protagonista llama a veces Graciela a su madre y otras
mamá?
5. Según el cuento, ¿qué es un preso político?
6. ¿Cuántos significados llega a tener la palabra “libertad” en el
cuento? Explica cada uno
7. ¿Por qué la
libertad es una palabra “enorme”? Fundamenta tu respuesta
8. ¿Qué parte del
cuento es la más llamativa del cuento? ¿Por qué?
9. Para ti ¿qué es la libertad? Fundamenta tu respuesta.
10. ¿Cuál crees que fue la intención del autor
al escribir este cuento?
11. ¿Qué opinas de la protagonista de este
cuento? ¿Por qué?
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento
breve que hable de tu idea de libertad. No olvides ser creativo y original.
Abraham Valdelomar
I
Aquel día demoré en la calle y no sabía qué
decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el
muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido
entre ellos supe que había desembarcado un circo.
—Ése es el barrista —decían unos, señalando a
un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los
empleados de la aduana.
—Aquél es el domador. —Y señalaban a un sujeto
hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el
andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero;
llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.
—Éste es el payaso —dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente:
—¡Qué serio!
—Así son en la calle.
Era éste un joven alto, de movibles ojos,
respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida
de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca,
sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre
la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito,
partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día
siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran y qué decían. Pero encaminándome
a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían
comido. ¿Qué decir? Sacome de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.
—¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué
responder.
—Nada —apunté con despreocupación forzada—,
que salimos tarde del colegio…
—No puede ser; porque Alfredito llegó a su
casa a la cuatro y cuarto…
Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique,
el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de
la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos
no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a
dar el beso a mamá, ésta, sin darle la importancia de otros días, me dijo
fríamente:
—Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?…
Yo no respondí nada. Mi madre agregó:
—¡Está bien!…
Metime en mi cuarto y me senté en la cama con
la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido:
levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.
—Oye —me dijo tirándome del brazo y sin
mirarme de frente—, anda a comer… Su gesto me alentó un poco. Era mi buena
confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés
como de ella misma.
—¿Ya comieron todos? —le interrogué.
—Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos!
Ya van a bajar el farol…
—Oye —le dije—, ¿y qué han dicho?…
—Nada; mamá no ha querido comer…
Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y
volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que
le habían regalado en la tarde.
—Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer
nada… Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer…
—No, no quiero.
—Pero oye, ¿dónde fuiste?…
Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en
aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación,
empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!
—Cuántos volatineros hay —le decía—, un
barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente
porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre
las rendijas! ¡Y el payaso!… ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un
montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a
una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!
—¿Y cuándo dan función?
—El sábado…
E iba a continuar, cuando apareció la criada:
—Niñita, ¡a acostarse!
Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la
voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo,
en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi
madre, sentose a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó
blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi
madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se
molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería…
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita
madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo!
Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había
contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en
la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me
había perdonado!
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar
«el bendito», me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se
había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo
volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:
—Oye, los dos centavos para ti, y el trompo
también te lo regalo…
II
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en
mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el
oso, el mono, el caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos
negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada
y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el
payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas
al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la
imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida.
Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi
casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el
mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que
«Confitito»; qué oso tan inteligente y luego… todos los jóvenes de Pisco iban a
ir aquella noche al circo…
Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir
el almuerzo sacó pausadamente un sobre.
—¡Entradas! —cuchichearon mis hermanos.
—Sí, entradas. ¡Espera!…
—¡Entradas! —insistía el otro.
El sobre fue a poder de mi madre.
Levantose papá y con él la solemnidad de la
mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.
—¿Qué es? ¿Qué es?…
—¡Estarse quietos o… no hay nada!
Volvimos a nuestros asientos. Abriose el sobre
y ¡oh, papelillos morados!
Eran las entradas para el circo; venían dentro
de un programa. ¡Qué programa!
¡Con letras enormes y con los artistas
pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el hombre de
goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con
su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso «Confitito»,
rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante
espectáculo «El Vuelo de los Cóndores», ejecutado por la pequeñísima artista
Miss Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no podía ser
otra… Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel
prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui
al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con
ninguno de mis camaradas.
III
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a
casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis
hermanos.
—¡El «convite»! ¡El «convite»!…
—¡Abraham, Abraham! —gritaba mi hermanita—.
¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la
calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían.
Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y
sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después en un caballo
blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus
brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre
con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la
brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos
brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima
criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy engalanado,
caballero en un asno pequeño, y luego «Confitito», rodeado de muchedumbre de
chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.
En la esquina se detuvieron y «Confitito»
entonó al son de la música esta copla:
Los jóvenes de este tiempo usan flor en el
ojal
y dentro de los bolsillos
no se les encuentra un real…
Una algazara estruendosa coreó las últimas
palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su
pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la
plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube
de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la
caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso
camino.
IV
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la
hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi
padre llevaba su «Carlos Alberto».
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la
calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al
cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida;
una trepidación; soltose el breque; chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegamos por fin al pueblo y poco después al
circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en
la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la
entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados
vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la
amarilla de garbanzos y la dulce de «bonito», las butifarras que eran panes en
cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con
cebollas picadas en vinagre, la fuente de «escabeche» con sus yacentes
pescados, la «causa», sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de
los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos
verdes y el «pisco» oloroso, alabado por las vendedoras…
Entramos por un estrecho callejoncito de
adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un
inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían
gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.
—¡Segunda! —gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada
muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada
por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos
nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a
realizarse las maravillas de aquella noche.
Sonó largamente otro campanillazo.
—¡Tercera! ¡Bravo, bravo!
La música comenzó con el programa: «Obertura
por la banda». Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble
fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud
uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable
cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con
sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba
lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgose,
giró retorcido vertiginosamente, parose en la barra, pendió de corvas, de
brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó
en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación.
Agradeció. Después todos los números del
programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata
desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran
cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister
Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se
golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el
segundo entreacto:
—¡El Vuelo de los Cóndores!
V
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios.
Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos
estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios
colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y
apareció entre dos artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al
centro, saludó graciosamente, colgose de una cuerda y la ascendieron al
estrado. Parose en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La
prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro,
le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el
espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de
trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio
opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo —detenida la música—
producía un ruido siniestro y monótono.
¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto
habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!
Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El
público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló
nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó
con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo.
Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su
cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño
monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más,
más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con
los otros. La prueba iba a repetirse.
Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al
hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público
enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos
en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se
lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó
a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó
como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de
la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron,
escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres
y en medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles,
tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé qué
cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había
hombres muy malos…
VI
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con
tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente,
pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría?
El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no
daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad
del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la
Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música.
—¡El convite! ¡Los volatineros!…
Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss
Orquídea?…
¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó
el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces
ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el
caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza… Luego el
resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin
sentido…
¿Dónde estaba Miss Orquídea?…
No quise ver más; entré a mi cuarto y por
primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita
artista.
VII
Algunos días más tarde, al ir, después del
almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan
hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas
de madera, senteme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que
a la izquierda quedaba.
Volví la cara al oír unas palabras en la
terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy
pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era
Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde,
inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó
hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la
Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita,
sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió,
sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al
otro, y así durante ocho días.
Éramos como amigos. Yo me acercaba a la
baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo
estaba mucho tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss
Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo
se iba pronto. Aquel día salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y
atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con
maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y
esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran
cantidad del pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre
Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo,
tosiendo, la bella criatura.
Metime entre las gentes para verla bajar al
bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy
dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:
—Adiós…
—Adiós…
Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall
al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle;
y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó
mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo
se distinguía el pañuelo como un ala rota, como una paloma agonizante, y por
fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor…
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de
la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que
ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor,
que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1. ¿Quién es el
protagonista de este cuento? ¿Con qué adjetivo resumirías su personalidad?
Explica tu respuesta.
2. ¿A dónde había llegado
el protagonista? ¿Cómo era ese lugar?
3. ¿En qué consistía
el programa "Obertura por la banda"?
4. ¿En qué consistía
el acto “El vuelo de los cóndores”?
5. ¿Quién era Miss
Orquídea?
6. ¿El personaje y
narrador qué deseaba ante el acto de Miss Orquídea?
7. ¿Qué le pasó a Miss
Orquídea?
8. A qué se refiere el protagonista con la
siguiente frase: “había hombres muy malos…” Explica tu respuesta.
9. ¿En qué momento el
narrador volvió a ver a Miss Orquídea?
10. El narrador
siempre visitaba a Miss Orquídea, pero no le hablaba, solo la miraba y sonreían
juntos. Según tú: ¿Qué significado tiene “la miradas” en del protagonista y
Miss Orquídea? Explica tu respuesta.
11. ¿Qué sucedió al
noveno día? ¿Cómo fue la despedida?
12. ¿Crees que el
narrador se había enamorado de Miss Orquídea? ¿Por qué?
13. Opina: ¿Crees que
el acto que realizaba Miss Orquídea era peligroso? ¿Por qué?
14. Sigue opinando:
¿Crees que a Miss Orquídea le agrada su trabajo en el circo? Explica tu
respuesta.
15. ¿Qué elemento
regional o tradicional encuentras en este relato? Explica tu respuesta.
16. Explica con tus
propias palabras cómo se da la amistad y ternura en este relato.
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento breve que aborde el tema de la
amistad verdadera. No olvides ser creativo y original.