miércoles, 27 de octubre de 2021

EJEMPLO DE TEXTO ARGUMENTATIVO

 

EJEMPLO DE TEXTO ARGUMENTATIVO


LECTURA:
CIMIENTO PARA UNA CIUDADANÍA CONSCIENTE

 
En la sociedad actual, la enseñanza de la ética en los salones de clases es un pilar fundamental para el desarrollo ciudadano. La ética no solo se trata de un conjunto de reglas y principios morales, sino que va más allá, permitiendo a los individuos tomar conciencia de su papel en los asuntos sociales y enjuiciar los modos de convivencia y normas establecidas. Es esencial que desde temprana edad se promueva esta enseñanza, ya que un ciudadano ético es un agente de cambio positivo capaz de ampliar y mejorar el tejido social en el que se encuentra inmerso.
 
La enseñanza de la ética provee a los jóvenes de herramientas para comprender la importancia de sus acciones en la sociedad. Al conocer los valores fundamentales que rigen el comportamiento humano, los estudiantes se vuelven más conscientes de las consecuencias de sus decisiones y comportamientos en el entorno que los rodea. Esto les permite desarrollar una mayor responsabilidad hacia su comunidad, fomentando una convivencia armoniosa y un respeto mutuo entre sus pares.
 
Además, la ética impulsa a los jóvenes a cuestionar y evaluar las normas sociales establecidas. Al aprender a analizar y reflexionar sobre los principios éticos que fundamentan las reglas de convivencia, los estudiantes se vuelven críticos y capaces de discernir entre lo justo y lo injusto. Esta habilidad crítica los empodera para cuestionar estructuras y prácticas que puedan ser excluyentes o injustas, contribuyendo así a la construcción de una sociedad más equitativa y justa.
 
Asimismo, la enseñanza de la ética fomenta la empatía y la comprensión hacia los demás. Al conocer y respetar los valores y perspectivas de los demás, los estudiantes aprenden a valorar la diversidad y a convivir en un ambiente de tolerancia y aceptación. Esto es crucial para construir una ciudadanía comprometida con el bienestar común, capaz de trabajar en conjunto para enfrentar los desafíos sociales que se presenten.
 
Finalmente, la ética es esencial para formar ciudadanos íntegros y éticos que contribuyan positivamente a la sociedad en la que viven. Un ciudadano ético no solo se rige por normas y leyes, sino que interioriza valores como la honestidad, la responsabilidad y el respeto, los cuales guían sus acciones cotidianas. Estos individuos se convierten en modelos a seguir y agentes de cambio que inspiran a otros a seguir su ejemplo, creando así una cadena de influencia positiva que impacta en el desarrollo social de manera significativa.
 
En conclusión, la enseñanza de la ética en los salones de clases es crucial para el desarrollo ciudadano. Al tomar conciencia de su papel en los asuntos sociales y enjuiciar los modos de convivencia y normas establecidas, los jóvenes se convierten en ciudadanos conscientes y comprometidos. La ética promueve la responsabilidad, el pensamiento crítico, la empatía y la integridad, cualidades fundamentales para construir una sociedad más justa y equitativa. Es deber de los sistemas educativos fomentar esta enseñanza, garantizando así un futuro en el que la ciudadanía esté empoderada para ampliar y mejorar el entramado social en el que vivimos.


martes, 26 de octubre de 2021

Cuento de terror "La pata de mono" de W.W. Jacobs con actividades de comprensión lectora

 

La pata de mono

W.W. Jacobs

 

I

 

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

 

 

II

 

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

 

 

III

 

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Por qué dice el White señor que, de todos los suburbios, el de ellos es el peor? Explica.

2. ¿Quién es el sargento mayor Morris? ¿Qué función cumple en este cuento? Explica.

3. ¿Qué poderes poseía la pata de mono?

4. Qué infieres de la frase: "el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente". Explica tu respuesta.

5. ¿Por qué el sargento no quiere vender la pata de mono?

6. ¿Por qué crees que el sargento quiere tirar la pata de mono al fuego?

7. Cuando el señor White se queda con la pata de mono ¿qué deseo pide? ¿Cómo se llega a cumplir ese deseo?

8. ¿Te parece macabra la forma en cómo actúa el talismán de la pata de mono? ¿Por qué?

9. ¿Qué significa esta frase de la señora White: "Mi hijo tiene más frío"? Explica tu respuesta.

10. ¿Qué intenta hacer la señora White con la pata de mono? ¿Por qué crees que lo hace?

11. Infiere: ¿cuál fue el tercer y último deseo del señor White? ¿Qué parte del cuento sustenta tu respuesta? Explica.

12. "Pata de mono" es considerado una obra de corte sobrenatural, ¿estás de acuerdo con ello? ¿Por qué?

13. ¿Cómo es la atmósfera de este cuento? ¿Por qué es importante ello en el cuento?

14. Predice: ¿Qué crees que hubiera pasado si el señor White no hubiera pedido el tercer deseo?

15. ¿Con qué palabra relacionas a este cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

16. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Cuál crees que fue la intención del autor al narrarnos esta historia? Justifica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento que gire en torno a un objeto mágico o sobrenatural que transforme la vida de los protagonistas. No olvides ser muy creativo y original.

lunes, 25 de octubre de 2021

Cuento "Beatriz, una palabra enorme" de Mario Benedetti con actividades de comprensión lectora

 

Beatriz, una palabra enorme

Mario Benedetti

Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases, se dice que una está en libertad. Mientras dura la libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar. Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera hace lo que se le antoja. Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas. Por ejemplo matar. Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos. Por ejemplo está prohibido robar, aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra. Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartita mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué. Así dice la maestra; justificado. 
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embrago está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo. Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papi se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho que era un sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo. Mi papá es un preso, pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela. Graciela dice que papá está en libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas. Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa. Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa. 

Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas. Porque a mí me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona. Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela. 

Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así. Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarle Ella. Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina. Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo. Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice ay chiquilina no me estrujes así, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.

O sea que la libertad es una palabra enorme. Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que casi es un orgullo. ¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza? Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas. Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad. ¿Ven cómo es enorme?

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Quién es la protagonista de este cuento? ¿Cómo es su personalidad?

2. ¿Con qué adjetivo calificarías a la protagonista? ¿Por qué?

3. ¿Cuántos significados tiene la palabra sarcasmo en el cuento? ¿Cuáles son?

4. ¿Por qué la protagonista llama a veces Graciela a su madre y otras mamá?

5. Según el cuento, ¿qué es un preso político?

6. ¿Cuántos significados llega a tener la palabra “libertad” en el cuento? Explica cada uno

7. ¿Por qué la libertad es una palabra “enorme”? Fundamenta tu respuesta

8. ¿Qué parte del cuento es la más llamativa del cuento? ¿Por qué?

9. Para ti ¿qué es la libertad? Fundamenta tu respuesta.

10. ¿Cuál crees que fue la intención del autor al escribir este cuento?

11. ¿Qué opinas de la protagonista de este cuento? ¿Por qué?


ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento breve que hable de tu idea de libertad. No olvides ser creativo y original.

sábado, 23 de octubre de 2021

EJEMPLO DE ARGUMENTACIÓN SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO

 

EJEMPLO DE ARGUMENTACIÓN SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO


TEXTO DE EJEMPLO

El cambio climático se refiere a un cambio significativo y de largo plazo en el clima de la Tierra, que puede ser causado por factores naturales o por la actividad humana. Aunque es cierto que las personas tienen una responsabilidad individual en reducir su huella de carbono con el fin de disminuir el impacto del cambio climático, la culpa principal recae en las grandes industrias que generan la mayor cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero.
 
Las industrias de combustibles fósiles, transporte y agricultura son las principales emisoras de gases que contribuyen al cambio climático, y aunque es cierto que los consumidores tienen cierto poder de elección en qué productos comprar, las grandes empresas tienen una influencia aún mayor en la forma en que se producen y distribuyen esos productos. Por ejemplo, la industria de la moda es responsable de un gran porcentaje de las emisiones de gases de efecto invernadero debido al uso de fibras sintéticas y a la rápida rotación de las tendencias de moda. Además, las grandes empresas tienen la capacidad de presionar a los gobiernos para que adopten políticas y regulaciones más favorables para sus intereses, lo que puede dificultar la implementación de cambios significativos en la lucha contra el cambio climático.
 
Por lo tanto, aunque las personas tienen un papel importante en reducir su huella de carbono, la culpa principal recae en las grandes industrias que han ignorado durante demasiado tiempo las consecuencias de sus acciones en el medio ambiente.
 
Es hora de que estas empresas asuman su responsabilidad y tomen medidas significativas para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero y presionar a los gobiernos para que adopten políticas más ecológicas. Solo entonces podremos hacer frente al cambio climático y asegurar un futuro sostenible para nuestro planeta.

jueves, 21 de octubre de 2021

Cuento: "El vuelo de los cóndores" de Abraham Valdelomar con actividades de comprensión lectora

 

El vuelo de los cóndores

Abraham Valdelomar


I

 

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

—Ése es el barrista —decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.

—Aquél es el domador. —Y señalaban a un sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

—Éste es el payaso —dijo alguien.

El buen hombre volvió la cara vivamente:

—¡Qué serio!

—Así son en la calle.

Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.

Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacome de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.

—¡Cómo! ¿Dónde has estado?

Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.

—Nada —apunté con despreocupación forzada—, que salimos tarde del colegio…

—No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto…

Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta, sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:

—Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?… Yo no respondí nada. Mi madre agregó:

—¡Está bien!…

Metime en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.

—Oye —me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente—, anda a comer… Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.

—¿Ya comieron todos? —le interrogué.

—Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol…

—Oye —le dije—, ¿y qué han dicho?…

—Nada; mamá no ha querido comer…

Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.

—Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada… Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer…

—No, no quiero.

—Pero oye, ¿dónde fuiste?…

Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!

—Cuántos volatineros hay —le decía—, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso!… ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!

—¿Y cuándo dan función?

—El sábado…

E iba a continuar, cuando apareció la criada:

—Niñita, ¡a acostarse!

Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.

Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentose a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería…

¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me había perdonado!

Me dio después muchos consejos, me hizo rezar «el bendito», me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.

Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:

—Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo…

 

 

II

 

Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida.

Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que «Confitito»; qué oso tan inteligente y luego… todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo…

Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre.

—¡Entradas! —cuchichearon mis hermanos.

—Sí, entradas. ¡Espera!…

—¡Entradas! —insistía el otro.

El sobre fue a poder de mi madre.

Levantose papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.

—¿Qué es? ¿Qué es?…

—¡Estarse quietos o… no hay nada!

Volvimos a nuestros asientos. Abriose el sobre y ¡oh, papelillos morados!

Eran las entradas para el circo; venían dentro de un programa. ¡Qué programa!

¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!

El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso «Confitito», rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo «El Vuelo de los Cóndores», ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea.

Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra… Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.

 

 

III

 

A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.

—¡El «convite»! ¡El «convite»!…

—¡Abraham, Abraham! —gritaba mi hermanita—. ¡Los volatineros!

Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después en un caballo blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego «Confitito», rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.

En la esquina se detuvieron y «Confitito» entonó al son de la música esta copla:

Los jóvenes de este tiempo usan flor en el ojal

y dentro de los bolsillos

no se les encuentra un real…

Una algazara estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.

 

 

IV

 

Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su «Carlos Alberto».

Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltose el breque; chasqueó el látigo, y las mulas halaron.

Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de «bonito», las butifarras que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de «escabeche» con sus yacentes pescados, la «causa», sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el «pisco» oloroso, alabado por las vendedoras…

Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.

—¡Segunda! —gritaron todos, aplaudiendo.

El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche.

Sonó largamente otro campanillazo.

—¡Tercera! ¡Bravo, bravo!

La música comenzó con el programa: «Obertura por la banda». Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.

Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgose, giró retorcido vertiginosamente, parose en la barra, pendió de corvas, de brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación.

Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto:

—¡El Vuelo de los Cóndores!

 

V

 

Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre dos artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgose de una cuerda y la ascendieron al estrado. Parose en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.

Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo —detenida la música— producía un ruido siniestro y monótono.

¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!

Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.

Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud.

Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé qué cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos…

 

 

VI

 

Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.

El sábado siguiente, cuando había vuelto de la Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música.

—¡El convite! ¡Los volatineros!…

Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?…

¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza… Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido…

¿Dónde estaba Miss Orquídea?…

No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.

 

 

VII

 

Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, senteme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba.

Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil.

Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días.

Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado.

Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquel día salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad del pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura.

Metime entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:

—Adiós…

—Adiós…

Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como un ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor…

Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿Quién es el protagonista de este cuento? ¿Con qué adjetivo resumirías su personalidad? Explica tu respuesta.

2. ¿A dónde había llegado el protagonista? ¿Cómo era ese lugar?

3. ¿En qué consistía el programa "Obertura por la banda"?

4. ¿En qué consistía el acto “El vuelo de los cóndores”?

5. ¿Quién era Miss Orquídea?

6. ¿El personaje y narrador qué deseaba ante el acto de Miss Orquídea?

7. ¿Qué le pasó a Miss Orquídea?

8.  A qué se refiere el protagonista con la siguiente frase: “había hombres muy malos…” Explica tu respuesta.

9. ¿En qué momento el narrador volvió a ver a Miss Orquídea?

10. El narrador siempre visitaba a Miss Orquídea, pero no le hablaba, solo la miraba y sonreían juntos. Según tú: ¿Qué significado tiene “la miradas” en del protagonista y Miss Orquídea? Explica tu respuesta.

11. ¿Qué sucedió al noveno día? ¿Cómo fue la despedida?

12. ¿Crees que el narrador se había enamorado de Miss Orquídea? ¿Por qué?

13. Opina: ¿Crees que el acto que realizaba Miss Orquídea era peligroso? ¿Por qué?

14. Sigue opinando: ¿Crees que a Miss Orquídea le agrada su trabajo en el circo? Explica tu respuesta.

15. ¿Qué elemento regional o tradicional encuentras en este relato? Explica tu respuesta.

16. Explica con tus propias palabras cómo se da la amistad y ternura en este relato.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

Crea un cuento breve que aborde el tema de la amistad verdadera. No olvides ser creativo y original.