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miércoles, 27 de septiembre de 2023
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miércoles, 9 de agosto de 2023
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EDGAR ALLAN POE: MAESTRO DEL CUENTO DE TERROR
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martes, 2 de mayo de 2023
Cuento: "El corazón delator" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora
El
corazón delator
Edgar
Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy
nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?
La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos.
Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento
mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me
entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y
día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho
al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me
interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al
de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba
en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui
decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por
loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si
hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué
previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el
viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía
yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y
entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza,
levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no
se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran
reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora
entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta
verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como
yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría
la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba
abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente
para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice
durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré
el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el
viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado
el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la
noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para
sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo
mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor
cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve
con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche,
había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba
contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco
la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o
pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo
sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes
pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la
brea, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los
ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y
seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a
abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se
enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante
una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que
volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo
había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo
sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era
el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el
ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.
Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el
mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los
terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que
estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi
corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido,
cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era
nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la
chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de
darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano,
porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a
su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que
lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi
cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con
toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña,
una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con
qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante
al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo
empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul
apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no
podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un
instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman
erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel
momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era
el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar
de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.
Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando
de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto,
el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido,
cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser
terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención?
Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el
terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me
llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos
minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más
fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se
apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo
había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en
la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un
segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí
alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me
preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por
fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver.
Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien
muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco
dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para
esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con
rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la
cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la
habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con
tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido
advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha...
ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había
recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro
de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que
se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a
abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron
muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había
escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún
atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a
los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la
bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito
durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la
campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que
revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la
habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se
hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación
y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo
mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto
punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis
modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo.
Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con
animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé
que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos;
pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más
intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta
para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada
vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se
producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero
seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido
aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un
sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba,
tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído
nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía
continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta
y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué
no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las
observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...
maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres
seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo
Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban
burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier
cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que
aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí
que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más
fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-.
¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo
su horrible corazón!
Narraciones extraordinarias. Edgar Allan Poe.
ACTIVIDADES
DE COMPRENSIÓN LECTORA:
1.
En el primer párrafo el personaje nos habla de su “locura” ¿Qué efectos causa
la locura en el personaje principal?
2.
¿Cuál es la obsesión del personaje principal?
3.
¿Cómo era la relación entre el personaje principal y el viejo?
4.
¿Por qué el personaje principal dice que no está loco?
5.
¿Cómo el personaje principal mata al viejo?
6.
¿Qué es la locura para el personaje?
7.
¿Qué puede simbolizar el latir del
corazón del viejo? ¿Por qué?
8.
¿El personaje está arrepentido de matar al viejo?
9.
Si entendemos por loco a aquella persona que ha perdido totalmente la
racionalidad, ¿Está realmente loco el personaje? ¿Por qué?
10.
¿Dónde escondió el cadáver?
11.
¿Por qué llegaron los oficiales? ¿A dónde los conduce el personaje principal?
12.
¿Cómo justifica el alarido escuchado por el vecino y la ausencia del viejo?
13.
¿Qué relación encuentras entre el título del cuento y la historia que se narra?
14.
Deduce un posible móvil (una explicación) de por qué el personaje principal
mata al viejo.
ACTIVIDAD CREATIVA
1.
Escribe un microrrelato de terror en primera persona donde se hable de manera
obsesiva de un elemento simbólico. (de 8 a 12 líneas)
INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA:
VIDEO SOBRE “ROMANTICISMO
NORTEAMERICANO: EDGAR ALLAN POE”
martes, 16 de noviembre de 2021
Cuento "Manuscrito hallado en una botella" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora
Manuscrito hallado en una botella
Edgar Allan Poe
Qui n’a plus qu’un
moment à vivre
N’a plus rien à dissimuler.
[A quien sólo le queda un momento de
vida,
ya no tiene que disimular nada.]
Auinault – Atys
Sobre mi país y mi familia tengo poco que
decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y
malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco
común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los
conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre
todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas
alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la
facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus
falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de
imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis
opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte
inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común
en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos
susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En
definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los
severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la
superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la
historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una
imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien
los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de muchos años de viajar por el
extranjero, en el año 18… me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y
populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda.
Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud
que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas
toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con
remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las
islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar
morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos
de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco
escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa,
y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro
incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro
con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos
dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la
borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era
notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde
nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol,
cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una
angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa.
Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la
extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua
parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver
claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince
brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y
cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al
rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y
resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama
de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido
entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo,
el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como
navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y
echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por
malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé… sobrecogido por un
mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia
de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis
palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me
impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie
sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte
e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y
antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el
centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar
de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran
medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como
sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó
pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo
la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible explicar qué milagro
me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me
encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran
dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que
nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino
de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después
oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco
zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No
tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de
nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta;
el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los
camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer
por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos
en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del
ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos
a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de
popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero
comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no
parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia
del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por
completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente,
sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se
convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en
los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza
que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del
barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas
ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más
aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con
pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste,
y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese
a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una
enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el
horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y
sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular.
Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora-
volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con
propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin
reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de
hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por
obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido
que se sumergía de prisa en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día
-ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir
de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no
hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna
continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante
del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos
que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no
conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos
envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y
sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el
espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso
asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo
inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana,
clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de
calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena
conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante
anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo.
Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas…
olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje
sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no
zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de
nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco;
pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma,
y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía
demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar
negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar,
elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos mareaba la
velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y
ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”.
Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos
abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la
noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso!
¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y
rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos,
arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada,
contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda,
directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido,
flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la
cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño
excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su
enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los
acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce
asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban
las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al
otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue
que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara
con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su
proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino.
Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo,
como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y… se
precipitó sobre nosotros.
En ese instante no sé qué repentino dominio de
mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude
hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había
abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia,
recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su
estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia
irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí, la nave viró y se
escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la
tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto
hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto
encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué
lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de
temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese
navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me
producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré
conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña
porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las
enormes cuadernas del buque.
Apenas había completado mi trabajo cuando el
sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite
pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a
verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo
en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le
temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga.
Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras
entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de
instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en
un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda
infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta
y no lo volví a ver.
* * *
Un sentimiento que no puedo definir se ha
posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la
cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me
temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta
última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por
satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe
asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en
fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido… una nueva entidad se incorpora a
mi alma.
* * *
Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta
de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están
concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en
meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir
mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace
pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace
mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los
elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando
continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la
oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último
momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido un incidente que me proporciona
nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin
gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la
atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una
balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé
un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera
cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las
marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra
descubrimiento.
Últimamente he hecho muchas observaciones
sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de
guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una
suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es,
pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su
extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su
excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente
cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas
del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de
épocas remotas.
He estado estudiando el maderamen de la nave.
Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las
características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es
apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema
porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los
gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre
provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente
insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español,
en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, viene a mi memoria
el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía
en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo
crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino.”
Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con
un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba
parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi
presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener
una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les
inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces
eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez
y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos,
por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más
pintoresca y anticuada construcción.
Hace un tiempo mencioné que había sido izada
un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha
continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas
desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada
instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la
mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible
mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos
inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no
sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar
indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo.
Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por
las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales
alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero
como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido
destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única
causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega
dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de
fondo.
He visto al capitán cara a cara, en su propia
cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un
observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más
o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un
sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi
estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien
proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es
la singularidad de la expresión que reina en su rostro… es la intensa, la
maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo
que excita en mi espíritu una sensación… un sentimiento inefable. Su frente,
aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus
cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son
sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de
papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos
científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada
en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse
sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca.
Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega,
sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de
mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
El barco y todo su contenido está impregnado
por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como
fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y
cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos,
siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades
y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en
Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis
anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta
ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los
cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la
vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de
agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros
alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que
se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin duda está en una
corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y
chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la
velocidad con que cae una catarata.
Presumo que es absolutamente imposible
concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar
en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y
me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos
precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de
compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta
corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una
suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su
favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos
inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera
a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento
de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se
eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a
derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos
concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro,
el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me
queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con
rapidez… nos precipitamos furiosamente en la vorágine… y entre el rugir, el
aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!…
¡y se hunde …!
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Qué tipo de narrador y en qué tiempo está
narrado este cuento?
2. ¿Dónde se embarca el protagonista?
3. ¿Qué es lo que le sucede a la embarcación
donde está el protagonista?
4.¿Qué era lo que le extrañaba al protagonista
al estar en el gigantesco navío?
5. ¿Qué puede simbolizar el gigantesco navío en
el que se encuentra el protagonista y su acompañante?
6. Lee el siguiente fragmento: “Esperamos en
vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el
sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una
profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte
pasos del barco”. ¿Qué puede simbolizar la idea de que el sexto día no llegue y
que todo quedara en una profunda oscuridad?
7. ¿Crees que existe una relación entre la
muerte y el gigantesco navío? Justifica tu respuesta ya sea afirmativa o negativa.
8. Infiere: ¿por qué el protagonista analiza
mucho al gigantesco navío?
9. ¿Qué puede significar que tanto el
protagonista como su acompañante no sean vistos por la tripulación del gigantesco
navío?
10. Qué significa que la tripulación del gigantesco
navío sea gente “el espíritu de la Vejez” y se movieran como “fantasmas de
siglos ya enterrados”. Justifica tu respuesta.
11. Qué infieres de estas últimas líneas del
cuento: “Los círculos se estrechan con rapidez… nos precipitamos furiosamente
en la vorágine… y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la
tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!… ¡y se hunde …!”
12. ¿Qué elemento fantástico podemos encontrar
en este relato? Explica.
13. ¿Por qué el cuento se llama “Manuscrito
hallado en una botella”? Explica.
14. ¿Cuál es tu valoración del cuento “Manuscrito
hallado en una botella”? No olvides argumentar tu valoración.
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento fantástico que tenga una atmósfera de misterio o sobrenatural. Que tu cuento esté escrito en primera persona y que el protagonista sea un descriptivo del ambiente narrado. No olvides ser creativo y original.
viernes, 1 de octubre de 2021
Cuento "El gato negro" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora
El gato
negro
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el
extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo
esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco
y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar
hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las
consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por
fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante,
tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la
mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una
vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad
y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que
llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban
especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad.
Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales
fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un
perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o
la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado
amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia
ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi
esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales
domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre
ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito
y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y
hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había
convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me
seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de
mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el
curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se
alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron
igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a
hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración
como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y
hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en
mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y,
por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente
embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el
gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca
y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe
de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció
cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí
mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice
saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable
atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando
hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror
se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento
era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en
los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco.
Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero
el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún
bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento
no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy
de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y
el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y,
finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia.
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué
en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y
el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más
allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan
cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama
eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos
escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido.
Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una
relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy
detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al
día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes
se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco
espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la
cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase
reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma
con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras
similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca
superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco
gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga
alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía
considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la
reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un
jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud
había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y
tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado
de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a
la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto
con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi
razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido
impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme
del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento
informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su
lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me
hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado
sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal
moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y
me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo
alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan
grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no
tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta
aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó
prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció
encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero,
pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni
sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me
disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití
que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo.
Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el
gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una
antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado,
pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me
disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga
creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal;
un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo
con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si
fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi
odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel
gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que
lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en
el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me
costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse
bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si
echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien
clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi
pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero
confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un
mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me
siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me
siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal
me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que
sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre
la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la
única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de
forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón
luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue
asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me
estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las
miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en
un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude
ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un
instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes,
sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos
disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos
pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre
mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los
repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica,
me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a
vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto
de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha
y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido
mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo
alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado
por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le
hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué
al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era
imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de
que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un
momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me
ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía
arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de
casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí
emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito.
Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un
mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la
cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir
el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese
descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente
saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente
el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba
de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa,
arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de
que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la
bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla.
Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi
primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la
ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi
atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el
monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo!
Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba
muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho
responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de
policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa
inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más
leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No
dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de
un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo
subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa
está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?…
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias
bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la
pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi
corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras
del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz
respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al
comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería
locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un
instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza.
El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el
único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me
había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
ACTIVIDADES
DE COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Quién narra este
cuento? ¿Cómo es su personalidad?
2. ¿Cómo es la infancia
del narrador? ¿Crees que tiene algo que ver en los acontecimientos que relata?
3. ¿Cuál es la terrible
enfermedad que atormenta al narrador-protagonista?
4. ¿Qué le hizo el
protagonista al gato negro? ¿Por qué crees que lo hizo?
5. ¿Qué superstición
tenía la esposa del protagonista?
6. ¿Cuántos gatos
aparecen en el cuento? ¿Cómo era cada uno?
7. ¿Por qué el narrador
llega a odiar al gato negro?
8. ¿Qué hace el
protagonista a su esposa? ¿Por qué?
9. ¿Qué infieres respecto
del final del cuento? Fundamenta tu respuesta.
10. ¿Cómo
se presenta el remordimiento y la conciencia en el cuento?
11. ¿En
algún momento del relato encuentra actos que muestren que existe la justicia,
que el mal se castiga, que “el que la hace la paga”?
12. Qué
opinión te merece la siguiente frase: “la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre”. Explica tu opinión.
13. ¿En
una palabra, qué crees que simboliza el gato negro? ¿Por qué? Fundamenta tu
respuesta.
ACTIVIDAD
CREATIVA:
1. Escribe un cuento de terror en primera
persona donde se hable de manera obsesiva de un elemento simbólico (un gato,
por ejemplo).