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miércoles, 12 de abril de 2023

Cuento “Me alquilo para soñar” de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

Cuento “Me alquilo para soñar” de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 
Gabriel García Márquez

LECTURA:
Me alquilo para soñar
Gabriel García Márquez

 
A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina solo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe:
—Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.
—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella solo dijo la verdad: “Sueño”. Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Solo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
—He venido solo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carballeira fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, solo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja:
—Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
—Solo la poesía es clarividente —dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Solo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa mujer que sueña —dijo.
Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges —le dije.
Él me miró desencantado.
—¿Ya está escrito?
—Si no está escrito se va a escribir alguna vez —le dije. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
—Soñé con el poeta —nos dijo.
Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió—. ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. “No se imagina lo extraordinaria que era”, me dijo. “Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella”. Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
—En concreto —le precisé por fin—: ¿qué hacía?
—Nada —me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.
 

RESPONDE:
1. ¿Qué sucede al inicio del cuento?
2. ¿Qué encontraron en el auto incrustado en el muro?
3. ¿Quién es Frau Frida?
4. ¿A qué se dedicaba Frau Frida? ¿En qué consistía aquello?
5. ¿Qué significado simbólico tiene la palabra “Sueño” en el cuento?
6. ¿Por qué en los años de Guerra Frau Frida hacia mejor su trabajo?
7. Qué significa esta frase: “que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños”. Explica tu respuesta.
8. ¿Qué le dice Frau Frida al narrador en una taberna? ¿Por qué se lo dice?
9. Tomando como referencia el cuento, ¿qué podría simbolizar el anillo de serpiente en el índice derecho? Justifica tu respuesta.
10. ¿Qué hecho misterioso sucedió entre Frau Frida y el poeta Pablo Neruda?
11. Según el final del cuento, ¿qué paso al final con Frau Frida? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
12. ¿Crees que existe un elemento fantástico en este cuento? ¿Por qué? Explica tu respuesta.
13. Si pudieras resumir el cuento en una palabra, ¿cuál sería? ¿Por qué? Fundamenta tu respuesta.
14. Reflexiona: En el cuento el poeta Pablo Neruda dice que no creía en las adivinaciones de los sueños. Él dice que “solo la poesía es clarividente”. ¿Qué significaría ello? ¿Por qué? Explica tu respuesta.
15. ¿Te pareció interesante este cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

martes, 7 de junio de 2022

Cuento "Un señor muy viejo con unas alas enormes" de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

Un señor muy viejo con unas alas enormes

Gabriel García Márquez


Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

         Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

         — Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

         Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

         El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

         Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

         Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

         El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

         El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

         Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

         Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.

         Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

         Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

I. IDENTIFICAMOS ASPECTOS LITERALES DEL CUENTO:

1. ¿A causa de qué se pensaba que estaba enfermo el niño?

2. ¿Qué hecho inesperado sucede en el cuento?

3. ¿Qué pensaron en un primer momento Pelayo y Elisenda sobre el ser que tenían ante ellos?

4. ¿Qué dice la vecina y el padre Gonzaga sobre el supuesto ángel?

-Vecina:

-Padre:

5. ¿Qué hacen Pelayo y Elisenda con el ángel?

6. ¿Qué sucede al final del cuento?

 

II. INFERIMOS SOBRE EL CONTENIDO DEL CUENTO:

1. Qué significa la frase “El mundo estaba triste desde el martes.”

a)     Que había mucha tristeza en el pueblo

b)    Que llovía desde el martes

c)     Que habían disminuido la cantidad de cangrejos

d)    Que todo era oscuridad

 

2. ¿Por qué dice la vecina que el ángel venía por el niño de Pelayo y Elisenda?


3. ¿Por qué crees que Pelayo estaba vigilando al ángel con un garrote?

a)     Porque el ángel quizás era un demonio

b)    Porque la vecina era muy sabia y siguió su consejo

c)     Temía por la integridad de su hijo

d)    Porque hay que tener mucho cuidado con los ángeles

 

4. Inferimos que donde ocurre la historia es:

a)     Un lugar cercano al mar

b)    Un desierto

c)     Un territorio fantástico

d)    Un campo de la sierra

 

5. La gente paga por ver al hombre con alas como si se tratara de un espectáculo, ¿por qué será que esto pasa?

 

III. JUSTIFICAMOS NUESTRA RESPUESTA:

Lee las siguientes afirmaciones y luego escriba SÍ o NO en el paréntesis y luego explica tu respuesta.

Ø  Los habitantes del pueblo eran muy religiosos                (       )

Explicación:

 

Ø  Los habitantes del pueblo tenían un alto nivel educativo.      (        )

Explicación:

 

Ø  El narrador del cuento es protagonista.     (           )

Explicación:


Ø  El viejo se había convertido en un espectáculo por su rareza (        )

Explicación:

 

 

IV. INTERPRETAMOS, OPINAMOS Y VALORAMOS EL TEXTO:

1. ¿Qué crees que simboliza el supuesto ángel del cuento? Justifica tu respuesta

2. ¿Qué opinas de la actitud del pueblo frente al supuesto ángel? Justifica

 

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento sobre un hecho sobrenatural o inesperado. No olvides ser creativo y original.

viernes, 13 de mayo de 2022

Cuento "El ahogado más hermoso del mundo" de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

El ahogado más hermoso del mundo

Gabriel García Márquez


Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

         —Tiene cara de llamarse Esteban.

         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿En qué lugares se desarrolla el cuento?

2. ¿Qué hicieron los niños cuando encontraron al ahogado?

3. ¿Cuál piensas que puede ser la ocupación de los hombres y mujeres del pueblo? ¿Por qué?

4. ¿Cómo se describen las casas del pueblo?

5. ¿Por qué la población es muy pequeña?

6. ¿Cómo es la actitud de los hombres y la actitud de las mujeres frente al ahogado? Explica la diferencia.

7. ¿Cómo reaccionan los hombres del pueblo ante la fascinación de las mujeres por el ahogado?

8. ¿Qué produce el cambio de actitud de los hombres frente a Esteban?

9. ¿Cómo fueron los funerales que le hicieron al ahogado? ¿Qué hicieron finalmente con el cuerpo de Esteban?

10. ¿Por qué este cuento aborda lo fantástico?

11. Infiere: ¿Qué simboliza el ahogado, las mujeres y los hombres del pueblo?

12. Extrae un fragmento del cuento que posea un gran significado connotativo o literario y explica dicho significado.

13. ¿Cuál es el mensaje que nos quiere dejar el autor en este cuento? ¿Por qué?

14. ¿Cuál es tu opinión del cuento?

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento fantástico que inicie con un hecho cotidiano y que luego se ingrese a lo fantástico.

martes, 26 de abril de 2022

Cuento "Ladrón de sábado" de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

Ladrón de sábado

Gabriel García Márquez


Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.

A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.

A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.

En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.

Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

PREGUNTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE:

 

1. Básicamente, el texto da cuenta de cómo un Ladrón

A) descubre que no es un verdadero ladrón en robo rutinario de fin de semana.

B) cambia de estilo de vida a consecuencia de encontrar a una mujer vulnerable.

C) se gana el afecto y cariño de una mujer y su hija sin llegar a proponérselo de antemano.

D) usurpa alevosamente el papel de esposo en una familia que atravesaba una etapa de crisis.

 

2. En el texto, la expresión “se les fue el santo al cielo” alude al término de

A) un momento de disgusto.

B) una ilusión insensata.

C) un conato de infidelidad.

D) un momento de felicidad.

 

3. Resulta falso con respecto a lo narrado sostener que Hugo

A) en un primer momento infundió un gran recelo en Ana.

B) simuló estar comprometido con el afecto de Ana y su hija.

C) renunció a la pretensión de quedarse con las joyas de Ana.

D) compartía con Ana el gusto por la música popular.

 

4. Se infiere que para Ana la llegada del ladrón a su vida le permitió comprender que

A) no todos los ladrones roban los sábados

B) no llevaba una buena relación con su hija.

C) su esposo era un ser muy importante

D) no se sentía muy feliz con su esposo.

 

5. Si Hugo hubiese tenido como único objetivo llevarse las cosas de valor de Ana,

A) ella no se habría confundido al intentar dormirlo con la pastilla.

B) el marido de ella habría renunciado a sus viajes de negocio.

C) ella no habría tenido ningún interés en volverlo a ver.

D) al ser descubierto habría abandonado inmediatamente la casa de ella.

 

PREGUNTA DE INFERENCIA Y VALORACIÓN:

1. ¿Qué es lo más llama la atención en este cuento? ¿Por qué?

2. ¿Por qué Hugo llega a congeniar con Ana y Pauli?

3. ¿Cuál es el problema real que expone el cuento? Explica.

4. ¿A qué hace referencia la frase: “extraña felicidad”? Explica tu respuesta.

5. ¿Qué relación hay entre el título “Ladrón de sábado” y el contenido del cuento?

6. ¿Crees que una situación como la del cuento se puede dar en la vida real? Explica tu respuesta.

7. ¿Cuál crees que fue la verdadera intención del autor al escribir este cuento?

8. ¿Con qué palabra o frase calificarías este cuento? Argumenta tu valoración.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento que relate un hecho poco común o insólito (como el cuento que hemos leído). No olvides ser creativo y original.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Cuento “La tercera resignación” de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

La tercera resignación

Gabriel García Márquez


Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.

         El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:

         Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

 

         Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante la vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bosque –en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire– estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.

         Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente:

         –Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...

         Recordaba las palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.

         Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

         Desde entonces –en el tiempo de su muerte tenía siete años– su madre le mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño. Pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquella, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

         Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años (ahora tenía veinticinco). Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.

         Pero había algo que le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

         Recordó que había llegado a mayor de edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto.

         Su madre había tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo, cuando, después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó, así mismo, de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años, la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja, discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.

Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto, Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva substancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.

         Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí, sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro, como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente, y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo, y que eran renovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente: precisamente cuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado aquella terrible mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, sólo con su soledad. ¿Sentirse miedo después?

Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blanco, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.

         No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día –sin embargo– sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de 25 años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica.

En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia: nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces, que va a subir por los vasos capilares de un manzano y al despertarse medido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces –y eso sí le entristecía– que ha perdido su unidad: que ya no es –siquiera– un muerto ordinario, un cadáver común. La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver. Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos del sol tibio por la ventana, abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el “olor”. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de p ocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.

Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchada, terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!

         No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.

         Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón, que el gato había arrastrado hasta su pieza, se descompuso con el calor. No. El “olor” no podías ser de su cuerpo.

         Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamada. No podía expresarse, y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente trataría de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso.

 

         Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un sólo golpe allí a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.

         Pero, no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el último intento de volver a la realidad. El no despertaría ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a deshacerse, y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. El mismo quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto, o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”.

         Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez –¡quién sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en un agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo. Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.

ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN

1.    ¿Quién es el protagonista? ¿Cómo es?

2.    ¿Cuál es la relación entre la muerte y la resignación en este cuento?

3.    ¿Crees que el protagonista acepta su muerte? ¿Por qué? Explica tu respuesta en 3 líneas

4.    Infiere: ¿Qué quiere decir el médico al decir que el protagonista sufre "una muerte viva"?

5.    ¿Por qué aun cuando está muerto nuestro protagonista se lo sigue tratando como un ser vivo? Explica tu respuesta

6.    Al protagonista lo cuida su madre que lo ve como un ser que está vivo, ¿Qué opinión te merece las actitudes de la madre?

7.    ¿Cuál crees que es la relación de "vida" y la "cinta métrica"? Explica

8.    ¿Qué opinas tú sobre el cuento y los dos personajes del cuento? Fundamenta tu respuesta en 5 líneas

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1.    Crear un cuento de una cara sobre el tema “muerte en vida” o “vida en muerte”