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lunes, 15 de septiembre de 2025

CUENTO: "PACO YUNQUE" DE CÉSAR VALLEJO CON ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 CUENTO: "PACO YUNQUE" DE CÉSAR VALLEJO CON ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

Paco Yunque


VIDEO SOBRE PACO YUNQUE DE CÉSAR VALLEJO




PACO YUNQUE

CÉSAR VALLEJO

 

    Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue adelantándose al centro del patio,  con su  libro primero, su cuaderno y su lápiz. Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que venía a un colegio y porque nunca había visto a tantos niños juntos.

     Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco,  cada vez más tímido se pegó a la pared, y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! Como si estuvieran en su casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo.

     Paco estaba también atolondrado porque en el campo no oyó nunca sonar tantas voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después otro, después otro y después otro. A veces, oyó  hablar hasta cuatro o cinco personas juntas. Era su padre, su madre y don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Eso no era ya voz de personas, sino otro ruido, muy diferente. Y ahora  sí que esto del colegio era una bulla fuerte, de muchos. Paco estaba asordado.

    Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño, más chico, medio ronco y con blusa azul, también la hablaba. De diversos  grupos se separaban los alumnos y venían a ver a Paco. Haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no podía oír nada por la gritería de los demás. Un niño trigueño, cara redonda y con una chaqueta verde muy ceñida en la cintura, agarró a Paco por un brazo y quiso arrastrarlo. Pero Paco no se dejó. El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colorado.

     En ese momento sonó la campana, y todos entraron a los salones de clase.

     Dos niños – los hermanos Zumiga – tomaron de una y otra mano a Paco y le condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso seguirlos al principio, pero luego obedeció, porque vio que todos hacían lo mismo. Al entrar al salón se puso pálido. Todo quedó repentinamente en silencio y este silencio le dio miedo a Paco. Los Zumiga le estaban jalando, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuando de pronto le soltaron y lo dejaron solo.

     El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada a la altura de la sien, saludando en silencio muy erguidos..

     Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su lápiz, se había quedado parado en medio del salón, entre las primeras carpetas de los alumnos y el pupitre del profesor. Un remolino se le hacía la cabeza. Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños. Vocerío. Silencio. Una tracalada de sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el colegio. Quería llorar.  El profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una de las carpetas delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le preguntó:

    - ¿Cómo se llama usted?

    Con voz temblorosa, Paco muy bajito:

    - Paco.

    ¿Y su apellido? Diga usted  todo su nombre:

    - Paco Yunque.

    -  Muy bien.

    El profesor volvió a su pupitre y, después de echar una mirada muy seria sobre todo los alumnos, dijo con voz de militar:

- ¡Siéntense!

    Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban sentados.

     El profesor también se sentó y durante unos momentos escribió en unos libros. Paco Yunque tenía aún en la mano su libro, su cuaderno y su lápiz. Su compañero de carpeta le dijo:

     - Pon tus cosas, como yo, en la carpeta.

     Paco seco seguía muy aturdido y no le hizo caso. Su compañero le quitó entonces sus libros y los puso en la carpeta. También le dijo alegremente:

     -Yo también me llamo Paco, Paco Fariña. No tengas pena. Vamos a jugar con mi tablero. Tiene torres negras. Me lo ha comprado mi tía Susana. ¿Dónde esta tu familia, la tuya?

     Paco Yunque no respondía nada. Ese otro Paco le molestaba. Como éste era seguramente todos los demás niños: habladores, contentos y no les daba miedo el colegio. ¿Por qué eran así? Y él, Paco Yunque, ¿por qué tenía tanto miedo?  Miraba a hurtadillas al profesor, al pupitre, al muro que había detrás del profesor y al techo. También miró de reojo, a través de las ventanas, al patio. Que estaba ahora abandonado y en silencio. El sol brillaba afuera. De cuando en cuando, llegaban voces de otros salones de clase y ruidos de carretas que pasaban por la calle.

     ¡Qué cosa extraña era estar en el colegio! Paco Yunque empezaba a volver un poco de su aturdimiento. Pensó en su casa y en su mamá. Le preguntó a Paco Fariña:

    -¿A qué hora nos iremos a nuestras casas?

     -A las once. ¿Dónde está tu mamá?

     -Por allá.

     -¿Está lejos?

     -Sí…no.

     Paco Yunque no sabía en que calle estaba su casa, porque acababan de tenerlo, hacía pocos días, del campo y no conocía la ciudad.

     Sonaron unos pasos de carrera en el patio, apareció en la puerta del salón, Humberto, el hijo del señor Dorian Grieve, un inglés, patrón de los Yunque, gerente de los ferrocarriles de la “Peruvian Corporation” y alcalde del  pueblo. Precisamente a Paco Yunque le habían hecho venir del campo para que acompañase al colegio a Humberto y para que jugara con él, pues ambos tenían la misma edad. Sólo que Humberto acostumbraba venir tarde al colegio y esta vez, por ser la primera, la señora Grieve le había dicho a la madre de Paco:

     -Lleve usted ya a Paco al colegio. No sirve que llegue tarde el primer día. Desde mañana esperará a que Humberto se levante y los llevará usted a los dos.

     El profesor al ver a Humberto Grieve, le dijo:

     -¿Hoy  otra vez tarde?

     Humberto con gran desenfado, respondió:

     -Me he quedado dormido.

     -Bueno- dijo el profesor – que  ésta sea la última vez. Pase a sentarse.

     Humberto Grieve buscó con la mirada donde estaba Paco  Yunque. Al dar con él, se le acercó y le dijo imperiosamente:

     -Ve a mi carpeta conmigo.

     Paco Fariña le dijo a Humberto Grieve:

     -No. Porque el señor lo ha puesto aquí.

     -¿Y a tí qué te importa? – le increpó Grieve violentamente, arrastrando a Yunque por un brazo a su carpeta.

     -¡Señor! – gritó entonces Fariña -., Grieve se está llevando a Paco Yunque a su carpeta.

     El profesor cesó de escribir y preguntó con voz enérgica:

     -¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí?

     Fariña volvió a decir:

     -Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco Yunque.

     Humberto Grieve, instalado      ya en su carpeta con Paco Yunque,  le dijo al profesor:

     -Sí, señor. Porque Paco Yunque es mi muchacho, Por eso.

      El profesor  sabía esto perfectamente y le dijo a Humberto  Grieve:

     -Muy bien yo lo he colocado con Paco Fariña, para que atienda mejor las explicaciones. Déjalo que vuelva a su sitio.

     Todos los alumnos miraban en silencio al profesor, a Humberto Grieve y a Paco Yunque.

     Fariña fue y tomó a Paco Yunque por la mano y quiso volverlo a traer a su carpeta, pero Grieve tomó a Paco Yunque por el otro brazo y no lo dejó moverse.

     El profesor le dijo otra vez a Grieve:

     -Humberto Grieve, colorado  de cólera, dijo:

     -No señor. Yo quiero que Yunque se quede conmigo.

     -Déjalo, le he dicho.

     -No señor.

     -¿Cómo?

     -No.

     El profesor estaba indignado y repetía, amenazador:

     -¡Grieve! ¡Grieve!

     Humberto Grieve tenía los ojos bajos y sujetaba fuertemente por el brazo a Paco Yunque, el cual estaba aturdido y se dejaba jalar como un trapo por Fariña y por Grieve.  Paco Yunque tenía ahora más miedo a Humberto Grieve que al profesor, que a todos los demás niños y que el colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué este Humberto Grieve solía pegarle a Paco Yunque?

     El profesor se acercó a Paco Yunque, le tomó del brazo y le condujo a la  carpeta de Fariña. Grieve se puso a llorar, pataleando furiosamente su banco.

     De nuevo se oyeron pasos en el patio y otro alumno, Antonio Gesdres, - hijo de un albañil – a pareció  a la puerta del salón. El profesor le dijo:

     -¿Por qué llega usted tarde?

     -Porque fui a comprar pan para el desayuno.

     -¿Y por qué no fue usted más temprano?

     -Porque estuve alzando a mi hermanito y mamá está  enferma y papá se fue a su trabajo.

     Bueno – dijo el profesor, muy serio.  Párese ahí… Y, además tiene usted una hora de reclusión.

     Le señaló un rincón, cerca de la pizarra de ejercicios.

     Paco Fariña, se levantó entonces y dijo:

     -Grieve también ha llegado tarde, señor.

     -Miente señor, - respondió rápidamente Humberto Grieve.

     -No he llegado tarde.

     Todos los alumnos dijeron en coro:

     -¡Sí, señor!, ¡Sí, señor” ¡Grieve ha llegado tarde!

     -¡Pish! ¡Silencio! – dijo malhumorado  el profesor y todos los niños se callaron.

     El profesor se paseaba pensativo.

     Fariña le decía a Yunque en secreto:

     -Grieve ha llegado tarde y no lo castigan. Porque su papá tiene plata. Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa? ¿Cierto que eres su muchacho?

     -Yo vivo con mi mamá…

     -¿En la casa de Humberto Grieve?

     -Es una casa muy bonita. Ahí está la patrona y el patrón. Ahí está mi mamá. Yo estoy con mi mamá.

     Humberto Grieve, desde su banco del otro lado del salón, miraba con cólera a Paco Yunque y le enseñaba  los puños porque se dejó llevar a la carpeta de Paco Fariña.

     Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría otra vez el niño Humberto, porque no se quedó con él, en su carpeta. Cuando saldrían del colegio, el niño Humberto  le daría un empujón en el pecho y una pata en la pierna. El niño Humberto era malo y pegaba pronto, a cada rato. En la calle. En el corredor también. Y en la escalera. Y también en la cocina, delante de su mamá y delante de su patrona. Ahora le va a pegar, porque le estaba enseñando los puños y le miraba con ojos blancos. Yunque le dijo a  Fariña:

     -Me voy a la carpeta del niño Humberto.

     -Y Paco Fariña le decía:

     -No vayas. No seas zonzo. El señor te va a castigar.

     Fariña volteó a ver a Grieve y éste, Grieve, le enseñó también a él los puños, refunfuñando  no sé qué cosas, a escondidas del profesor.

     -¡Señor! –gritó-. Ahí, ese Grieve, me está enseñando los puños.

     El profesor dijo:

    -¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!... ¡Vamos a ver!...Vamos a hablar hoy de los peces, y después, vamos a hacer un ejercicio escrito en una hoja de los cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero ver quién hace mejor el ejercicio, para que su nombre sea inscrito en el  Cuaderno de Honor del Colegio, como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo mismo. Hay que atender bien la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien?

     Los alumnos respondieron en coro:

     -Sí, señor.

     -Muy bien…-dijo el profesor-. Vamos a ver. Vamos a hablar ahora de los peces.

     Varios   niños quisieron hablar. El profesor le dijo a uno de los Zúmiga que hablase.

     -Señor –dijo Z:miga-.  Había en la playa mucha arena. Un día  nos metimos entre la arena y encontramos un medio vivo y lo llevamos a mi casa. Pero se murió en el camino…

     Humberto Grieve dijo:

     -Señor, yo he cogido muchos peces y los he llevado a mi casa y los he soltado en mi salón y no se mueren nunca.

     El profesor preguntó:

     -Pero…¿los deja usted en alguna vasija con agua?

     -No, señor. Están sueltos, entre los muebles.

     Todos los niños se echaron a reír.

     Un chico, flacucho y pálido, dijo:

     -Mentira, señor. Porque el pez se muere de pronto, cuando lo sacan del agua.

     -No, señor –decía Humberto Grieve-. Porque en mi salón no se mueren. Porque mi salón es muy elegante. Porque mi papá  me dijo que  trajera peces y que podía  dejarlos sueltos entre las sillas.

     Paco Fariña se moría de risa.  Los Zumiga también.

     El chico rubio y gordo, de chaqueta blanca, y el otro de cara redonda y chaqueta verde, se reían ruidosamente. ¡Qué Grieve tan divertido! ¡Los peces en su salón!  ¡Entre los muebles! ¡Cómo si fueran pájaros! Era una gran mentira lo que contaba Grieve. Todos los chicos exclamaban a la vez, reventando de risa.

     -Ja! Ja! Ja! Ja! Ja!  ¡Miente, señor!  Ja! Ja! Ja!  ¡Mentira! ¡Mentira!

     Humberto Grieve se enojó porque no le creían lo que contaba. Todos se burlaban de lo que había dicho. Pero  recordaba que trajo dos peces pequeños a su casa y los soltó en su salón y ahí estuvieron muchos días. Los movió y se movían. No estaba seguro si vivieron muchos días o murieron pronto. Grieve, de todos modos, quería que le creyeran lo que decía. En medio de las risas de todos; le dijo a uno de los Zúmiga:

     -¡Claro! Porque mi papá tiene mucha plata. Y me dicho que va a hacer  llevar a mi casa a todos los peces del mar. Para mí. Para que juegue con ellos en mi salón grande.

     El profesor dijo en alta voz:

     -¡Bueno! ¡Bueno! ¡Silencio! Grieve no se acuerda bien, seguramente. Porque los peces mueren cuando…

     Los niños añadieron a coro:

     -…Se les saca del agua.

     -Eso es – dijo el profesor.

     El niño flacucho y pálido dijo:

     -Porque los peces tienen sus mamás en el agua y sacándolos, se quedan, se quedan sin mamá.

     -!No, no, no! –dijo el profesor-. Los peces mueren fuera del agua, porque no pueden respirar. Ellos toman el aire que hay en el agua, y cuando salen, no pueden absorber el aire que hay afuera.

     -Porque ya están como muertos –dijo un niño.

     Humberto Grieve dijo:

     -Mi papá puede darles aire en mi casa, porque tiene bastante plata  para comprar todo.

     El chico vestido de verde dijo:

     -Mi papá  también tiene  plata.

     -Mi papá también –dijo otro chico.

     Todos los niños dijeron que sus papás tenían mucho dinero.  Paco Yunque no decía nada y estaba pensando en los peces que morían fuera del agua.

     Fariña le dijo a Paco Yunque:

     -Y tú, ¿tu papá no tiene plata?  Paco Yunque reflexionó y se acordó haberle visto una vez a su mamá con unas pesetas en la mano. Yunque dijo a Fariña:

-Mi mamá tiene también mucha plata.

-¿Cuánto? – le preguntó Fariña.

-Como  cuatro pesetas.

Paco Fariña dijo al profesor en alta voz:

-Paco Yunque dice que su mamá tiene también mucha

plata.

     -¡Mentira, señor! –respondió Humberto Grieve-. Paco yunque miente, porque su mamá es la sirvienta de mi mamá y no tiene nada.

     El profesor tomó la tiza y escribió en la pizarra, dando la espalda a los niños.

     Humberto Grieve, aprovechando de que no le veía el profesor, dio un salto y le jalo de los pelos a Yunque, volviéndose a la carrera a su carpeta. Yunque se puso a llorar.

     -¿Qué es eso? –dijo el profesor, volviéndose a ver lo que pasaba.

     Paco Fariña dijo:

     -Grieve le ha tirado de los pelos, señor.

     -No, señor –dijo Grieve-. Yo no he sido. Yo no he movido de mi sitio.

     -¡Bueno, bueno¡ -dijo el profesor -. ¡Silencio¡ ¡Cállese Paco Yunque¡ ¡Silencio¡

     Siguió escribiendo  en la pizarra; y después preguntó a Grieve:

     -Si se le saca del agua, ¿qué sucede con el pez?

     -Va a vivir en mi salón –comentó Grieve.

     Otra vez se reían de Grieve los niños. Este Grieve no sabía nada. No pensaba más que en su casa y en su  salón y en su papá y en su plata. Siempre estaba diciendo tonterías.

     -Vamos a ver, usted Paco Yunque –dijo el profesor-. ¿Qué pasa con el pez, si se le saca del agua?

     Paco Yunque, medio llorando todavía por el jalón de los pelos que le dio Grieve, repitió de una tirada lo que dijo el profesor:

     -Los peces mueren fuera del agua porque les falta aire.

     -¡Eso es¡ -decía el profesor-. Muy bien.

     Volvió a escribir en la pizarra.

     Humberto Grieve aprovechó otra vez de que  no podía  verle   el profesor y fue a darle un puñetazo a Paco Fariña en la boca y regresó  de un salto a su carpeta. Fariña, en vez de llorar como Paco Yunque,  dijo a grandes voces al profesor:

     -¡Señor¡ 1Acaba de pegarme Humberto Grieve!

     -¡Sí, señor! ¡Sí, señor! –decían todos los niños a la vez.

     Una bulla  tremenda había en el salón.

     El profesor dio un puñetazo en su pupitre y dijo:

     -¡Silencio!

     El salón se sumió en un silencio completo y cada alumno estaba en su carpeta, serio y derecho, mirando ansiosamente al profesor. ¡Las cosas de este Humberto Grieve!  ¡Ya ven lo que estaba pasando por su cuenta! ¡Ahora habrá que ver lo que va a hacer el profesor, que estaba colorado de cólera! ¡Y todo por culpa de Humberto Grieve!

     -¿Qué desorden era ése? –preguntó el profesor a Paco Fariña.

     Paco Fariña, con los ojos brillantes de rabia, decía:

     -Humberto Grieve me ha pegado un puñetazo en la cara, sin que yo le haga nada.

     -¿Verdad, Grieve?

     -No, señor –dijo Humberto  Grieve-. Yo no le pegado.

     El profesor miró a todos los alumnos sin saber a qué atenerse ¿Quién de los dos decía la verdad? ¿Fariña o Grieve?

     -¿Quién lo ha visto? –preguntó el profesor a Fariña.

     -Todos, señor!  Paco Yunque también lo ha visto.

     -¿Es verdad lo que dice Paco Fariña? –le preguntó el profesor a Yunque.

     Paco Yunque miró a Humberto Grieve y no se atrevió  a responder, porque si decía sí, el niño Humberto le pegaría a la salida. Yunque no dijo nada y bajó la cabeza.

     Fariña dijo:

     -Yunque no dice nada, señor, porque Humberto Grieve le pega, porque es su muchacho y vive en su casa.

     El profesor preguntó a los otros alumnos:

     -Quién otro ha visto lo que dice Fariña?

     -¡Yo, señor! ¡Yo, señor! ¡Yo, señor!

     El profesor volvió a preguntar a Grieve:

     -¿Entonces, es cierto, Grieve , que le ha pegado a Fariña?

     -¡No, señor! Yo no le he pegado

     -Cuidado con mentir Grieve. ¡Un niño decente como usted, no debe mentir!

     ¡No, señor! Yo no le he pegado.

     -Bueno. Yo creo en lo que dice usted. Yo sé que usted no miente nunca. Bueno. Pero tenga usted mucho cuidado en adelante.

     El profesor se puso a pasear, pensativo, y todos los alumnos seguían circunspectos  y derechos en sus bancos.

     El profesor  le oyó  y se plantó enojado delante de Fariña y le dijo en alta voz

     -¿Qué está usted diciendo? Humberto Grieve es un buen alumno. No miente nunca. No molesta a nadie. Por eso no le castigo. Aquí todos los niños son iguales, los hijos de los ricos y losa hijos de los pobres. Yo los castigo aunque sean los hijos de los ricos.  Como usted vuelva a decir lo que está diciendo del padre de Grieve, le pondré dos  horas de reclusión. ¿Me ha oído usted?

     Paco Fariña estaba agachado. Paco Yunque también. Los dos sabían que era Humberto Grieve quien les había pegado y que era un gran mentiroso.

     El profesor fue a la pizarra y siguió escribiendo.

     -¿Por qué no le dijiste al señor  que me ha pegado Humberto Grieve?

     -Porque el niño Humberto me pega.

     -Y ¿Por qué no se lo dices a tu mamá?

     -Porque si le digo a mi mamá, también me pega y la patrona se enoja.

     Mientras el profesor escribía en la pizarra, Humberto se puso a llenar de dibujos su cuaderno.

     Paco Yunque  miró al profesor que escribía en la pizarra. ¿Quién era el profesor?  ¿Por qué era tan serio y daba tanto miedo? Yunque seguía mirándolo. No era el profesor igual a su papá  ni al señor Grieve. Más bien se parecía a otros señores que venían a la casa y hablan con el patrón. Tenía un pescuezo colorado y su nariz parecía moco de pavo. Sus zapatos hacían rissss-rissss-rissss, cuando caminaba mucho.

     Yunque empezó a fastidiarse. ¿A qué hora se iría a su casa? Pero el niño Humberto le iba a pegar a la salida del colegio  Y la mamá  de Paco Yunque le diría al niño Humberto: “No, niño.  No le pegue usted a Paquito. No sea tan malo”. Y nada más le diría. Pero Paco tendría colorado la pierna de la patada del niño Humberto. Y Paco se pondría a llorar. Porque al niño Humberto nadie le hacía  nada. Y porque el patrón y la patrona le querían mucho al niño Humberto, y  Paco Yunque tenía  pena porque el niño Humberto le pegaba mucho. Todos, todos, todos le tenían miedo al niño Humberto y a sus papás. Todos. Todos. Todos.. El profesor también. La cocinera, su hija. La mamá de Paco. El Venancio con su mandil. La María que lava las bacinicas. Quebró ayer una bacinica en tres pedazos grandes. ¿Le pegaría también el patrón al papá de Paco Yunque?  Qué cosa fea era esto del patrón y del niño Humberto. Paco Yunque quería llorar. ¿A qué hora acabaría de escribir el profesor en la pizarra?

    -¡Bueno! –dijo el profesor, cesando de escribir – ahí está el ejercicio escrito. Ahora, todos sacan sus cuadernos y espían lo que hay en la pizarra. Hay que espiarlo completamente igual.

     -¿En nuestros cuadernos? – pregunto tímidamente Paco Yunque.

     -Sí, en sus cuadernos –le respondió el profesor-. ¿Usted sabe escribir   un poco?

     -Sí, señor. Porque mi papá me enseñó en el campo.

     -Muy bien. Entonces, todos a copiar.

     Los niños sacaron sus cuadernos y se pusieron a copiar el ejercicio que el profesor había escrito en la pizarra.

     -No hay que apurarse –decía el profesor-. Hay que escribir poco a poco, para no equivocarse.

     Humberto Grieve preguntó:

     -¿Es, señor, el ejercicio escrito de los peces?

     -Sí. A copiar todo el mundo.

     El salón se sumió en el silencio. No se oía  sino el ruido de los lápices. El profesor se sentó a su pupitre y también se puso a escribir  en unos libros.

     Humberto Grieve, en vez de copiar su ejercicio, se puso otra vez a hacer dibujos en su cuaderno. Lo llenó completamente de peces, de muñecos y de cuadraditos.

     Al cabo de un rato, el profesor se paró y preguntó:

     -¿Ya terminaron?

     -Ya, señor  -respondieron todos a la vez..

     -Bueno –dijo el profesor-. Pongan al pie sus nombres bien claros.

     En ese momento sonó la campana del recreo.

     Una gran algazara volvieron a hacer los niños y salieron corriendo al patio.

    Paco Yunque había copiado su ejercicio muy bien y salió y salió al recreo con su  libro, su cuaderno y su l!piz.

     Ya en el patio, vino Humberto Grieve y agarró a Paco Yunque por un brazo, diciéndole con cólera:

     -Ven para jugar al melo.

      Lo echó de un empellón al medio y le hizo derribar su libro  su cuaderno y su lápiz.

     Yunque hacía lo que le ordenaba Grieve, pero estaba colorado y avergonzado de que los otros niños viesen cómo lo zarandeaba el niño Humberto. Yunque quería llorar.

     Paco Fariña, los dos Zumiga y otros niños rodearon a Humberto Grieve   y a Paco Yunque. El niño flacucho y pálido recogió el libro, el cuaderno y el lápiz de Yunque, pero Humberto Grieve se los quitó a la fuerza, diciéndole:

     -Déjalos! ¡No te metas! Porque Paco Yunque es mi muchacho.

     Humberto Grieve llevó al salón de clase cosas de Paco Yunque y se las guardó en su carpeta. Después, volvió al patio a jugar con Paco Yunque. Le cogió del pescuezo y le hizo doblar la cintura y ponerse a cuatro manos.

    -Estate quieto así –le ordenó imperiosamente-. No te muevas hasta que yo te diga.

    Humberto Grieve se retiró a cierta distancia y desde allí vino corriendo y dio un salto sobre paco Yunque, apoyando las manos sobre sus espaldas y dándole una patada feroz en las posaderas. Volvió a retirarse y volvió a saltar sobre Paco Yunque, dándole otra patada. Mucho rato estuvo así jugando Humberto Grieve con Paco Yunque. Le dio como veinte saltos y veinte patadas.

     De repente se oyó un llanto. Era Yunque que estaba llorando de las fuertes patadas del niño Humberto. Entonces salió Paco Fariña del ruedo formado por los otros niños y se plantó ante Grieve , diciéndole:

      -¿No! ¡No te dejo que saltes sobre Paco Yunque!

      Humberto Grieve le respondió amenazándole:

     -¡Oye! ¡Oye! ¡Paco Fariña! ¡Paco Fariña! ¡Paco Fariña! ¡Te voy a dar un puñetazo!

     Pero fariña no se movía y estaba tieso delante de Grieve y le decía:

     -¡Porque es tu muchacho, le pegas y lo saltas y o haces llorar! ¡Sáltalo y verás!

     Los dos hermanos Zumiga abrazaron a Paco Yunque y le decían que ya no llorase y le consolaban diciéndole:

      -¿Por qué te dejas saltar así y dar de patadas? ¡Pégale! ¡Sáltale tú también! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zonzo! ¡Cállate! ¡Ya no llores! ¡Ya nos vamos a ir a nuestras casas!

     Paco Yunque estaba siempre llorando y sus lágrimas parecían ahogarle.

     Se formó un tumulto de niños en torno a paco Yunque y otro tumulto en torno a Humberto Grieve y a Paco Fariña.

     Grieve le dio un empellón brutal a Fariña y lo derribó al suelo. Vino un alumno más grande, del segundo año y defendió a Fariña, dándole a Grieve un puntapié. Y otro niño del tercer año, más grande que todos,  defendió a Grieve dándole una furiosa trompada al alumno del segundo año. Un buen rato llovieron bofetadas y patadas entre varios niños. Eso era un enredo.

     Sonó la campana y todos los niños volvieron a sus salones de clase.

     A Paco Yunque lo llevaron por los brazos los dos hermanos Zumiga.

     Una gran gritería había en el salón del primer año; cuando entró el profesor, todos se callaron.

     El profesor miró a todos muy serio y dijo como un militar:

     -¡Siéntense!

     Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados.

     Entonces el profesor se sentó en su pupitre y llamó por lista a los niños para  que le entregasen sus cuartillas con los ejercicios escritos sobre  el tema de los peces. A medida que el profesor recibía las hojas de los cuadernos,  las iba leyendo y escribía las notas en unos libros.

     Humberto Grieve se acercó a la carpeta de paco Yunque y le entregó su libro, su cuaderno y su lápiz. Pero antes había arrancado la hoja del cuaderno en que estaba el ejercicio de Paco Yunque y puso en ella su firma.

     Cuando el profesor dijo: “Humberto Grieve”, Grieve fue y presentó el ejercicio de Paco Yunque, como si fuese suyo.

      Y cuando el profesor dijo: “Paco Yunque”. Yunque se puso a buscar en su cuaderno la hoja en que escribió su ejercicio y no la encontró.

     -¡La ha perdido usted –le preguntó el profesor- o no la ha hecho usted?

     Pero Paco Yunque no sabía lo que se había hecho la hoja de su cuaderno y, muy avergonzado, se quedó en silencio y bajó la frente.

     -Bueno –dijo el profesor-,  y  anotó en unos libros la falta de Paco Yunque.

     Después siguieron los demás entregando sus ejercicios. Cuando el profesor acabó de verlos todos, entró de repente al salón el Director del colegio.

     El profesor y los niños se pusieron de pie respetuosamente. El Director miró como enojado a los alumnos y dijo en voz alta:

     -¡Siéntense!

     El Director le preguntó al profesor:

     -¿Ya sabe quién es el mejor alumno de su año? ¿Han hecho el ejercicio semanal para calificarlos?

     -Sí, señor Director –dijo el profesor-. Acaban de hacerlo. La nota más alta la ha obtenido Humberto Grieve.

     -¿Dónde está su ejercicio?

     -Aqu- está, señor Director.

     El profesor buscó entre todas las hojas de los alumnos y encontró el ejercicio firmado por Humberto Grieve. Se lo dio al Director, que se quedó viendo largo rato la cuartilla.

     -Muy bien –dijo el director, contento.

     Subió al pupitre y miró severamente a los alumnos. Después les dijo con su voz un poco ronca pero enérgica:

     -De todos los ejercicios que ustedes han hecho, ahora, el mejor es el de Humberto Grieve. Así es que el nombre de este niño va a ser inscrito en el Cuadro de Honor de esta semana, como el mejor alumno del primer año. Salga afuera Humberto Grieve.

     Todos los niños miraron ansiosamente a Humberto Grieve, que salió pavoneándose a pararse muy derecho  y orgulloso delante del pupitre del profesor. El director  le dio la mano, diciéndole:

     -Muy bien, Humberto Grieve. Lo felicito. Así deben ser los niños. Muy bien.

     Se volvió el director a los demás alumnos y les dijo:

     -Todos ustedes deben  hacer lo mismo que Humberto Grieve. Deben ser buenos alumnos como él. Deben estudiar y ser aplicados como él. Deben ser serios, formales y buenos niños como él. Y si así lo hacen, recibirá cada uno un premio al fin del año y sus nombres  serán  también inscritos en el Cuadro de Honor del colegio, como el de Humberto Grieve. A ver si la semana que viene, hay otro alumno que dé una buena clase y haga un buen ejercicio, como el que ha hecho hoy Humberto Grieve. Así lo espero.

     Se quedó el director callado un rato. Todos los alumnos estaban pensativos y  miraban a Humberto Grieve con admiración. ¡Qué rico Grieve! ¡Qué buen ejercicio ha escrito! ¡Ese sí que era bueno! ¡Era el mejor alumno de todos! ¡Llegando tarde y todo! ¡Y pegándoles a todos! ¡Pero ya lo estaban viendo! ¡Le había dado la mano al Director BHumberto Grieve, el mejor de todos los del primer año!

     El Director se despidió del profesor, hizo una venia a los alumnos, que se pararon para despedirlo, y salió.

     El profesor dijo después:

     -¡Siéntense!

     Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados.

     El profesor le ordenó a Grieve: -Váyase a su asiento.

     Humberto Grieve, muy alegre, volvió a su carpeta. Al pasar junto a paco Fariña, le echó la lengua.

     El profesor subió a su pupitre y se puso a escribir en unos libros.

     Paco Fariña le dijo en voz baja a Paco Yunque:

     -Mira al señor, está poniendo tu nombre en su libro, porque nos presentado tu ejercicio. ¡Míralo! Te va a dejar ahora recluso y no vas a ir a tu casa. ¿Por qué has roto tu cuaderno? ¿Dónde lo pusiste?

      Paco Yunque no contestaba nada y estaba con la cabeza agachada.

     -¡Anda! –le volvió a decir Paco Fariña -. ¿Contesta! ¡Por qué no contestas? ¿Dónde has dejado tu ejercicio?

     Paco Fariña se agachó a mirar la cara de Paco Yunque y le vio que estaba llorando. Entonces le consoló diciéndole:

     -¡Déjalo! ¡No llores! ¡Déjalo! ¡No tengas pena! ¡Vamos a jugar con mi tablero! ¡Tiene torres negras! ¡Déjalo! ¡Yo te regalo mi tablero! ¡No seas zonzo! ¡Ya no llores!

     Pero Paco Yunque seguía llorando agachado.

 

PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. ¿Quién fue el primer niño que le habló amablemente en el aula?

2. ¿Qué acción realizó Humberto Grieve al entrar al salón que mostró su carácter?

3. ¿Por qué Paco Yunque se muestra tímido y temeroso en su primer día de clases?

4. ¿Qué nos revela la actitud de Humberto Grieve hacia sus compañeros acerca de su personalidad?

5. ¿Qué intención tiene César Vallejo al mostrar la desigualdad entre Paco Yunque y Humberto Grieve?

6. ¿Qué simboliza el silencio de Paco Yunque frente a los abusos?

7. ¿Qué sugiere la relación entre Paco Yunque y Paco Fariña sobre la solidaridad infantil?

8. ¿Por qué crees que algunos niños, como Humberto, ejercen violencia o abuso sobre otros?

9. ¿Qué crítica social plantea César Vallejo en este relato sobre el poder y la desigualdad?

10. ¿Cómo se relaciona la actitud del profesor con las injusticias que viven los niños?

11. ¿Consideras que la timidez de Paco es producto solo de su carácter o también de la sociedad en la que vive?

12. ¿Qué enseñanza deja este fragmento a los estudiantes de hoy frente al abuso de poder y la discriminación?


INFOGRAFÍA SOBRE EL CUENTO PACO YUNQUE DE CÉSAR VALLEJO






jueves, 1 de junio de 2023

Cuento policial "En defensa propia" de Rodolfo Walsh con actividades de comprensión lectora

 

En defensa propia

Rodolfo Walsh


– «Yo, a lo último, no servía para comisario» – dijo Laurenzi, tomando el café que se le había enfriado -. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.

Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. –Eso le indica – murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a través de la ventana del café – que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y comisarías de la provincia.

La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?»

– Es por el solsticio estival – expliqué modestamente.

– Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta.

– Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.

– Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.

Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.

Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.

Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.

Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.

Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.

Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo: “Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia”. ¿Y el peligro? – le pregunté. “El peligro lo corremos todos- dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre».

El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.

– Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de espadas.

Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía, o debía conocer, el Código de Procedimientos, que él, desde ya, se iba a excusar de entender en la causa, pero que su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.

Le aseguré que no faltaba más. Le dije que si estaba bien que hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y lo tuviese demorado hasta que el doctor Fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó:

-¡Muy bien, muy bien, eso me gusta!

Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre “El Jilguero”, y también “El Alcahuete”, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.

Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde parecían faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de traste, y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.

Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado, porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.

-¿Lo conoce, doctor? -le pregunté.

-Nunca lo había visto.

Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.

-¿Y de eso -señalé-, no pensaba decirme nada?

-Usted tiene ojos -respondió.

Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que eran la colección de La Ley, y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato, con la foto y el vidrio perforados.

-Quédese quieto, doctor, no se mueva -le previne y di la vuelta al escritorio, me paré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos, y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero él me corrigió: “Un poquito más a la izquierda”, dijo.

-¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?

-No se siente nada -contestó- y usted lo sabe.

Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.

Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir: “Qué raro”, y me miró sin moverse.

-Qué raro, doctor -le dije caminando otra vez hacia la biblioteca-, que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque a mí no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati, por tentativa de extorsión.

Él se echó a reír.

-¿Y eso? -dijo- Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.

-Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.

Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.

-En el treinta -murmuró- Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar, sino a vengarse.

-Todavía no sé lo que quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted, alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas: alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje; que este tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted.

Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón y me vio con el retrato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.

Le devolví el retrato, le dije:

“Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí”, y me senté en cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar por ejemplo en esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente “Alicia Reynal, toxicómana, etcétera”. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:

-Hace mucho que no la ve.

-Mucho -dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba. Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo el “Alcahuete” había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó -un petardo más en esa noche de petardos- contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de la mano del muerto, que era donde debía estar.

Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más, ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Así que al final me paré y le dije:

-No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo, y que usted lo madrugó. Todo el mundo lo va a creer, y yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.

Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me enganché por segunda vez junto al “Alcahuete”, y de un bolsillo del impermeable saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí, y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto con dos armas encima.

El comisario bostezó y miró su reloj. Lo esperaban a almorzar.

-¿Y el Juez?- pregunté

-Lo absolvieron. Quince días después renunció y al año se murió de una de esas enfermedades que tienen los viejos.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. Infiere: ¿Por qué Laurenzi afirma que al final de su carrera no servía para comisario?

2. ¿Qué significa la frase: "Estaba viendo las cosas y no quería verlas"? ¿Qué relación puede existir con la actitud observadora del detective?

3. ¿Cuál es el enigma que se debe resolver en este cuento policial?

4. ¿Quién era el juez Reynal?

5. ¿Qué significa esta frase que dijo el juez cuando hizo soltar al tuerto Landívar: “Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia”? Explica tu respuesta

6. ¿Quién era Luzati, el “Alcahuete”?

7. ¿Por qué el “Alcahuete” quería matar al juez Reynal?

8. ¿Quién es Alicia Reynal? ¿Es un personaje importante en el cuento? ¿Por qué?

9. Infiere: ¿El asesinato de Luzati fue en defensa propia o una venganza bien planificada? Justifica tu respuesta pistas que nos ofrece el cuento.

10. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Te pareció que es un verdadero cuento policial? ¿Por qué?


RECURSO EXTRA: El cuento policial | Características, lectura y análisis de un cuento policial