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domingo, 17 de septiembre de 2023

📑DESCARGAR FICHA DE LECTURA: LEEMOS CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN – PRÁCTICA 2📖

 

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Los cuentos de ciencia ficción son relatos literarios que exploran mundos imaginarios y futuros posibles basados en avances científicos y tecnológicos. Estos relatos a menudo examinan cuestiones sociales, éticas y filosóficas al introducir elementos como la inteligencia artificial, los viajes en el tiempo, la exploración espacial y la modificación genética. A través de la especulación y la creatividad, los cuentos de ciencia ficción nos invitan a reflexionar sobre el impacto de la tecnología en nuestras vidas, la naturaleza de la humanidad y las posibilidades infinitas del universo, proporcionando una ventana fascinante hacia lo que podría ser el futuro.

Atendiendo a la importancia de practicar la comprensión de lectura, les compartimos esta ficha de lectura de dos cuentos de CIENCIA FICCIÓN 2📖👇

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DESCARGAR FICHA DE LECTURA DE CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN 01:

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jueves, 17 de agosto de 2023

📑DESCARGAR FICHA DE LECTURA: LEEMOS CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN – PRÁCTICA 1📖

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Los cuentos de ciencia ficción se erigen como ventanas hacia futuros posibles y realidades alternativas, explorando los límites de la imaginación y la ciencia. A través de estas narrativas, los autores construyen mundos distantes o cercanos en el tiempo, repletos de avances tecnológicos asombrosos, dilemas éticos y cuestionamientos profundos sobre el impacto humano en el universo. Estos relatos no solo desafían las leyes conocidas de la naturaleza, sino que también ofrecen un espejo en el cual reflexionar sobre las implicaciones de nuestras acciones presentes en un contexto amplificado. Los cuentos de ciencia ficción, en su fascinante diversidad, nos llevan a aventuras emocionantes mientras incitan a considerar los posibles destinos de la humanidad y las maravillas que el futuro podría deparar.

Atendiendo a la importancia de practicar la comprensión de lectura, les compartimos esta ficha de lectura de dos cuentos de CIENCIA FICCIÓN📖👇

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jueves, 1 de junio de 2023

Cuento policial "En defensa propia" de Rodolfo Walsh con actividades de comprensión lectora

 

En defensa propia

Rodolfo Walsh


– «Yo, a lo último, no servía para comisario» – dijo Laurenzi, tomando el café que se le había enfriado -. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.

Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. –Eso le indica – murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a través de la ventana del café – que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y comisarías de la provincia.

La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?»

– Es por el solsticio estival – expliqué modestamente.

– Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta.

– Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.

– Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.

Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.

Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.

Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.

Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.

Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.

Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo: “Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia”. ¿Y el peligro? – le pregunté. “El peligro lo corremos todos- dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre».

El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.

– Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de espadas.

Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía, o debía conocer, el Código de Procedimientos, que él, desde ya, se iba a excusar de entender en la causa, pero que su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.

Le aseguré que no faltaba más. Le dije que si estaba bien que hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y lo tuviese demorado hasta que el doctor Fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó:

-¡Muy bien, muy bien, eso me gusta!

Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre “El Jilguero”, y también “El Alcahuete”, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.

Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde parecían faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de traste, y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.

Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado, porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.

-¿Lo conoce, doctor? -le pregunté.

-Nunca lo había visto.

Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.

-¿Y de eso -señalé-, no pensaba decirme nada?

-Usted tiene ojos -respondió.

Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que eran la colección de La Ley, y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato, con la foto y el vidrio perforados.

-Quédese quieto, doctor, no se mueva -le previne y di la vuelta al escritorio, me paré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos, y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero él me corrigió: “Un poquito más a la izquierda”, dijo.

-¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?

-No se siente nada -contestó- y usted lo sabe.

Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.

Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir: “Qué raro”, y me miró sin moverse.

-Qué raro, doctor -le dije caminando otra vez hacia la biblioteca-, que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque a mí no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati, por tentativa de extorsión.

Él se echó a reír.

-¿Y eso? -dijo- Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.

-Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.

Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.

-En el treinta -murmuró- Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar, sino a vengarse.

-Todavía no sé lo que quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted, alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas: alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje; que este tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted.

Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón y me vio con el retrato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.

Le devolví el retrato, le dije:

“Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí”, y me senté en cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar por ejemplo en esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente “Alicia Reynal, toxicómana, etcétera”. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:

-Hace mucho que no la ve.

-Mucho -dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba. Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo el “Alcahuete” había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó -un petardo más en esa noche de petardos- contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de la mano del muerto, que era donde debía estar.

Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más, ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Así que al final me paré y le dije:

-No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo, y que usted lo madrugó. Todo el mundo lo va a creer, y yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.

Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me enganché por segunda vez junto al “Alcahuete”, y de un bolsillo del impermeable saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí, y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto con dos armas encima.

El comisario bostezó y miró su reloj. Lo esperaban a almorzar.

-¿Y el Juez?- pregunté

-Lo absolvieron. Quince días después renunció y al año se murió de una de esas enfermedades que tienen los viejos.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. Infiere: ¿Por qué Laurenzi afirma que al final de su carrera no servía para comisario?

2. ¿Qué significa la frase: "Estaba viendo las cosas y no quería verlas"? ¿Qué relación puede existir con la actitud observadora del detective?

3. ¿Cuál es el enigma que se debe resolver en este cuento policial?

4. ¿Quién era el juez Reynal?

5. ¿Qué significa esta frase que dijo el juez cuando hizo soltar al tuerto Landívar: “Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia”? Explica tu respuesta

6. ¿Quién era Luzati, el “Alcahuete”?

7. ¿Por qué el “Alcahuete” quería matar al juez Reynal?

8. ¿Quién es Alicia Reynal? ¿Es un personaje importante en el cuento? ¿Por qué?

9. Infiere: ¿El asesinato de Luzati fue en defensa propia o una venganza bien planificada? Justifica tu respuesta pistas que nos ofrece el cuento.

10. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Te pareció que es un verdadero cuento policial? ¿Por qué?


RECURSO EXTRA: El cuento policial | Características, lectura y análisis de un cuento policial


Cuento de ciencia ficción "Sueños de robot" de Isaac Asimov con actividades de comprensión lectora

 

Sueños de robot

Isaac Asimov


-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.

-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.

Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.

Calvin asintió y ordenó a media voz:

-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.

-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.

-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.

En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?

-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.

Linda, algo avergonzada, contestó:

-He utilizado la geometría fractal.

-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.

-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?

-No consulté a nadie. Lo hice sola.

Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.

-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.

-Temí que se me impidiera.

-¡Por supuesto que se te habría impedido!

-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme?

-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.

-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.

-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.

-Pero, ¿cómo puede soñar?

-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado qué soñó?

-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.

-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.

-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.

La cabeza del robot se volvió hacia ella.

-Sí, doctora Calvin.

-¿Cómo sabes que has soñado?

-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”. Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.

-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:

-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…

-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.

-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.

-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.

-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.

-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.

-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?

-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.

-¿Y qué sueñas?

-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.

-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?

-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.

-¿Qué hacen, Elvex?

-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.

Calvin se volvió a Linda.

-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?

Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:

-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -declaró con voz apagada.

-¿Su cerebro fractal?

-Sí.

Calvin asintió y se volvió hacia el robot.

-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el espacio, me imagino.

-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.

-¿Y qué más viste, Elvex?

-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.

-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.

-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.

-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.

-En efecto, doctora Calvin.

-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley”.

-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.

-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.

-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.

-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.

-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Esta era toda la ley.

-¿En tu sueño, Elvex?

-En mi sueño.

-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.

Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:

-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?

-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.

-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.

-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.

-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre aviso.

-Quiere decir, por Elvex.

-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.

-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?

-Aún no lo sé.

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.

-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido.

-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.

Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:

-Elvex, ¿me oyes?

-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.

-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?

-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.

-¿Un hombre? ¿No un robot?

-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”

-¿Eso dijo el hombre?

-Sí, doctora Calvin.

-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?

-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.

-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?

-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.

-¿Quién era?

Y Elvex dijo:

-Yo era el hombre.

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.

 

 

¹ Rash: en inglés, significa impulsivo o imprudente.

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. Elvex es un robot que ha soñado, infiere: ¿qué significa que haya soñado?

2. ¿Por qué la doctora Susan Calvin quiere saber qué soñó Elvex?

3. ¿Por qué Linda Rash es tan importante en la evolución de Elvex? Explica tu respuesta.

4. ¿En qué consistía el sueño de Elvex?

5. Según el cuento, ¿por qué los robots obedecen órdenes de los humanos?

6. Qué infieres de esta frase: “Un robot debe proteger su propia existencia”. Explica tu respuesta.

7. ¿Por qué es tan importante el "soñar" en este cuento? Explica tu respuesta.

8. ¿Qué infieres sobre el final del cuento? Justifica tu respuesta.

9. Si pudieras relacionar una palabra con la historia narrada en este cuento, ¿cuál sería? ¿Por qué?

10. Este es un cuento de ciencia ficción que muestra los avances científicos en el campo de la inteligencia artificial, ¿qué opinas sobre el cuento en general? Argumenta tu respuesta.

martes, 30 de mayo de 2023

PRÁCTICA DE LECTURA: Cuento fantástico sobre LA LIBERTAD: "El acto libre" de José Edwards

 

PRÁCTICA DE LECTURA: Cuento fantástico sobre LA LIBERTAD: "El acto libre" de José Edwards
 



 
LECTURA: 
El acto libre
José Edwards
 

La Secretaria privada del Señor X, Director General de la Confederación Internacional de la Producción Universal, entró tímidamente en su privadísimo despacho con una tarjeta en la mano. Se la entregó balbuceando.
-Es un señor que solicita hablar con Ud.
-¡Que vuelva otro día! ¡Estoy ocupado!
-Es que este señor ha estado viniendo, día a día, desde hace ocho meses, don Alcibíades.
-¡Ah! ¿Sí? ¡Y cómo no me lo había dicho antes! ¿De qué se trata?
-No quiere decir. Asegura que es un asunto privado.
X pensó un poco; luego, botando la tarjeta al canasto sin mirarla, decidió:
-Hágalo entrar.
La verdad era que, en ese momento, no tenía nada que hacer.
Casi al instante apareció un viejito semijorobado, con un inmenso cartapacio debajo del brazo. Hizo una reverencia y se sentó frente al inaccesible magnate.
-¿En qué puedo servirle? -rugió X con una voz que estaba a punto de dar por terminada la entrevista.
-En nada.
-¿Cómo en nada?
-Soy yo el que puede servirle a usted; tengo un documento que creo puede interesarle.
En la forma más suave y silenciosa posible, dejó caer un descomunal volumen encima del escritorio.
X se sacó los anteojos; era un recurso que usaba frecuentemente con el objeto de pulverizar a sus interlocutores: su mirada miope tenía una expresión a la vez implacable y penetrante.
-¿Cómo así? -bufó.
-En estas páginas está escrita toda la historia de su vida pasada…
-¡Ah! ¡Chantaje! ¡Yo no invierto dinero en ese tipo de cosas!
-…y también la historia de su vida futura.
-¿De mi vida futura? ¿Está usted loco?
Por toda respuesta, el viejito dio vuelta trabajosamente el pesado tomo, colocándoselo de frente.
-Obsérvelo un poco, si gusta -insinuó.
X abrió el libro con avidez, calándose una vez más los anteojos.
-Puede usted estar seguro que no obtendrá un centavo de mi dinero -estableció, mientras se sumergía voluptuosamente en la lectura.
Hojeó rápidamente las primeras páginas: su niñez, su juventud.
¡Bah! No era difícil informarse de estas cosas con un poco de trabajo. Algunos detalles llegaron a sorprenderlo, sin embargo, en forma golpeante.
¿Cómo había podido alguien llegar a conocer los juegos y fantasías a que él se entregaba a los cuatro años, cuando defecaba interminablemente, sentado en su vieja y olvidada bacinica celeste?
¿Y sus calcomanías? ¿Su sapo de celuloide? ¿Su primera bicicleta? ¡Hasta la marca estaba indicada con acuciosa precisión!
Lo que más le interesaba, sin embargo, eran otras cosas. Ciertos pormenores indiscretos de sucesos ocurridos en su juventud y, muy especialmente, después de su juventud. Todo estaba registrado, por cierto, con lujo de detalles.
En seguida, empezó a hurgar datos referentes a sus negocios: los secretos de su contabilidad.
Después de unos diez o veinte minutos de lectura, su respiración se había hecho difícil y un sudor tibio le humedecía, en forma desagradable, la frente, el cuello y hasta la barriga. ¡Aquel libro era una verdadera bomba!
De pronto lo cerró y volvió a sacarse mecánicamente los anteojos, pero se los puso de nuevo enseguida.
-Su libro no me interesa -declaró enfáticamente, esperando aterrado la reacción de su adversario.
Pero el jorobado viejito no se inmutó, sacando, a modo de réplica, un segundo volumen de su cartapacio; se trataba de un documento bastante más reducido.
-Aquí puede leer usted un poco de su futuro.
-¿De mi futuro?
-Bueno, tal vez ya ha dejado de serlo. Es la breve historia de lo ocurrido entre usted y yo, desde que entré a esta oficina.
X abrió el segundo libro, esta vez sin hacer ningún comentario.
Después de leer algunos párrafos, dejó de sudar bruscamente, un frío intenso empezó a recorrer su cuerpo y, sin poder evitarlo, se puso a temblar como una gallina.
¿Qué significaba todo aquello? ¿Acaso se estaba volviendo loco?
El libro estaba allí, no obstante, sólido y tangible, y las letras se destacaban claramente sobre el papel. Sus últimas palabras, las que acababa de pronunciar, aparecieron escritas en letras de molde, como también sus últimos pensamientos, el orden exacto de su reciente lectura, sus sensaciones aun frescas y hasta la descripción detallada de cómo y cuándo se había quitado y colocado los anteojos.
Sin saber qué hacer, procedió a soltarse un poco la corbata y, en ese mismo instante, pensó con horror que este gesto suyo estaría ya escrito, con toda seguridad, en las primeras páginas del último volumen que el viejo conservaba dentro del cartapacio.
Entonces, se enfureció de golpe. ¿Acaso era posible, después de todo, que él no fuera otra cosa que un muñeco, un esclavo o un títere, en manos de ese viejo infeliz? ¿Que todos sus actos pasados, presentes y futuros, estuvieran de antemano ordenados y escritos en ese ridículo libraco?
Sin pensar qué hacía, se lanzó sobre su anciano visitante, procurando arrebatarle por la fuerza el último tomo. El viejo se defendió en forma obstinada, produciéndose entre ambos una especie de pugilato o forcejeo un tanto indecoroso que se prolongó por varios minutos, durante los cuales, afortunadamente, no sonó el teléfono ni entró nadie a la oficina.
A pesar de su aspecto frágil, el viejo poseía un insospechado caudal de energía física; pero X era por lo menos veinte años más joven, treinta o cuarenta kilos más pesado y, además, luchaba por algo que le pertenecía: su futuro, su vida y su libertad. Uno por uno fue torciendo los dedos del anciano, hasta obligarlo a soltar el pesadísimo volumen.
Por fin, ya triunfante, volvió a sentarse como si nada hubiera ocurrido, dando comienzo a su tercera y última lectura.
La historia se iniciaba, como lo había sospechado, con el asunto de la corbata. Luego se refería a la sospecha misma que había cruzado su mente: que aquello ya estaba escrito. Enseguida consignaba su furia y el acto ciego de arrojarse sobre el viejo.
Después, narraba con increíble fidelidad todos los detalles del silencioso combate, su victoria final y la iniciación de la lectura.
La página siguiente describía la lectura misma, y la subsiguiente la segunda lectura.
Y así continuó X, página tras página, leyendo la precisa descripción de cómo leía: corbata – sospecha – furia – pugilato – victoria – lectura – corbata.
Un obscuro instinto le decía que, si abandonaba el libro por un momento, éste empezaría a actuar por su cuenta, es decir a impartirle órdenes y a dominarlo. Por otra parte, si lo destruía sin leerlo, quedaría para siempre esclavizado a él: no podría dejar de pensar que, cualquier cosa que hiciera en el futuro, buena o mala, disparatada o sensata, ya habría estado escrita y anunciada en alguna de sus páginas.
Su única defensa parecía consistir, por lo tanto, en seguir aferrado al texto, sin dejar pasar una letra, una sílaba o una coma. Abrigaba, tal vez, la insensata esperanza de vencerlo por la velocidad, o sea, de leer con tal rapidez que pudiera en un momento dado llegar antes que él al futuro. En esta forma lograría, por fin, contradecirlo, ejecutando el ansiado Acto Libre o liberador.
El libro parecía adaptarse, sin embargo, al ritmo de la lectura, con la automática precisión de un reflejo o una sombra, mientras más rápidamente leía más rápidamente lo informaba de cómo había leído y con cuánta rapidez. Si, haciendo una trampa, se saltaba una o varias páginas, el libro ejecutaba el mismo salto, a la manera de un steeplechase o carrera de obstáculos; al explorar la última página, lo único que encontraba era el hecho ya conocido de que la había explorado y, si volvía atrás, leía que había vuelto atrás.
Después de un lapso no determinado, el viejito, vencido tal vez por el aburrimiento, se retiró en puntillas quién sabe hacia dónde y no ha vuelto a vérsele más.
En cuanto a X, por todo lo que sabemos, continúa leyendo o leyéndose leer, apresado en la trampa de su propia libertad, o de su propia clarividencia, sin atreverse a pestañear o a mover los ojos del texto, hasta el día de hoy.
 


PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Cómo es la actitud del señor X?
2. Infiere: Qué significa la expresión “¡Aquel libro era una verdadera bomba!” Explica tu respuesta.
3. Interpreta: ¿Qué significado simbólico tienen los libros que le trajo el viejo al señor X? Justifica tu respuesta.
4. Qué infieres de esta parte del cuento: “Un obscuro instinto le decía que, si abandonaba el libro por un momento, éste empezaría a actuar por su cuenta, es decir a impartirle órdenes y a dominarlo. Por otra parte, si lo destruía sin leerlo, quedaría para siempre esclavizado a él: no podría dejar de pensar que, cualquier cosa que hiciera en el futuro, buena o mala, disparatada o sensata, ya habría estado escrita y anunciada en alguna de sus páginas”. Explica tu respuesta.
5. ¿Qué quiere decir que el señor X está “apresado en la trampa de su propia libertad”? Explica tu respuesta.
6. ¿Cuál es el mensaje que nos quiere dar este cuento? Justifica tu respuesta.
7. Reflexiona: ¿Qué crees que debería hacer el señor X para solucionar su problema? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

lunes, 15 de mayo de 2023

Cuento "El almohadón de plumas" de Horacio Quiroga con actividades de comprensión lectora

 

El almohadón de plumas

Horacio Quiroga


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿Por qué se dice al inicio del cuento que luna de miel de Alicia fue "un largo escalofrío"?

2. ¿Cuáles son las diferencias más marcada entre Alicia y Jordán?

3. A qué hace referencia esta expresión: "severidad en ese rígido cielo de amor". Explícala.

4. Infiere: ¿Qué significa la expresión "echar un velo"?

5. ¿Cuál era la enfermedad que había contraído Alicia? ¿Cuál había sido la causa?

6. ¿Qué dijo el médico cuando el caso de Alicia empeoró?

7. Infiere: ¿Por qué Alicia no quiso que le tocaran la cama ni el almohadón?

8. ¿Cuál había sido la verdadera causa de la muerte de Alicia?

9. ¿Quién crees que tuvo la culpa de la muerte de Alicia? ¿Por qué?

10. ¿Qué piensas de la actitud de Jordán para con Alicia? ¿Crees que le prestó la debida atención?

11. ¿Qué relación puedes establecer entre el cuento y el título del cuento?

12. Interpreta: ¿Qué puede simbolizar el almohadón de plumas en este cuento? Explica tu respuesta.

13. El cuento nos muestra una doble presencia del horror, ¿cuáles serían y cómo se presentan?

14. ¿Cuál crees que fue la intención del autor al escribir este cuento? Explica.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento que gire en torno a una tragedia. Al hacerlo deberás poner énfasis en los detalles y la atmósfera del cuento, así como en la personalidad de tus personajes.

 

martes, 2 de mayo de 2023

Cuento: "El corazón delator" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora

 

El corazón delator

Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la brea, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

 

Narraciones extraordinarias. Edgar Allan Poe.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. En el primer párrafo el personaje nos habla de su “locura” ¿Qué efectos causa la locura en el personaje principal?

2. ¿Cuál es la obsesión del personaje principal?

3. ¿Cómo era la relación entre el personaje principal y el viejo?

4. ¿Por qué el personaje principal dice que no está loco?

5. ¿Cómo el personaje principal mata al viejo?

6. ¿Qué es la locura para el personaje?

7. ¿Qué puede simbolizar el latir del corazón del viejo? ¿Por qué?

8. ¿El personaje está arrepentido de matar al viejo?

9. Si entendemos por loco a aquella persona que ha perdido totalmente la racionalidad, ¿Está realmente loco el personaje? ¿Por qué?

10. ¿Dónde escondió el cadáver?

11. ¿Por qué llegaron los oficiales? ¿A dónde los conduce el personaje principal?

12. ¿Cómo justifica el alarido escuchado por el vecino y la ausencia del viejo?

13. ¿Qué relación encuentras entre el título del cuento y la historia que se narra?

14. Deduce un posible móvil (una explicación) de por qué el personaje principal mata al viejo.

 

 

ACTIVIDAD CREATIVA

1. Escribe un microrrelato de terror en primera persona donde se hable de manera obsesiva de un elemento simbólico. (de 8 a 12 líneas)

 

INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA:

VIDEO SOBRE “ROMANTICISMO NORTEAMERICANO: EDGAR ALLAN POE”