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sábado, 5 de noviembre de 2022

Cuento "El gato bajo la lluvia" de Ernest Hemingway con actividades de comprensión lectora

 

El gato bajo la lluvia

Ernest Hemingway


Solo dos norteamericanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos.

Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama norteamericana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, justo debajo de la ventana, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

Il piove –expresó la norteamericana. El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación.

A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la norteamericana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la norteamericana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y dónde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estás muy bonita –dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y, además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta.

Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿Qué relación hay entre el título del cuento y la historia narrada en él?

2. ¿Por qué la señora quería buscar al gatito que estaba en la lluvia?

3. ¿Por qué la criada que le lleva el paraguas se echa a reír cuando la señora le dice que está buscando un gatito?

4. ¿Qué es lo que nos revela el diálogo entre la señora y su esposo? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

5. En el cuento, un gato es el centro para el desarrollo de la trama. Teniendo en encuentra eso: ¿Qué puede significar el gato para la señora, su esposo, el padrone y la sirvienta? Explica lo que significa para cada uno.

6. ¿Cómo calificarías la personalidad de la señora y George, su esposo? Explica tu respuesta.

7. Ve más allá de lo evidente: Hemingway es un maestro de la elipsis, empujando al lector a inferir detalles de la historia que no son explícitos. Teniendo en cuenta ello y desplegando toda tu habilidad inferencial: ¿Qué problema crees que aborda este cuento? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

lunes, 10 de enero de 2022

Fragmentos de "El viejo y el mar" de Ernest Hemingway con actividades de comprensión lectora

 

El viejo y el mar

Ernest Hemingway

(fragmentos)


Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical, estaban en sus mejillas. Estas

pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.

El viejo había enseñado al muchacho a pescar, y el muchacho le tenía cariño.

—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.

—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.

—Lo recuerdo —dijo el viejo—, y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.

—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerlo.

—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.

—Papá no tiene mucha fe.

—No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?

—Sí —dijo el muchacho—. ¿Me permite brindarle una cerveza en La Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.

—¿Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.

 

(…)

 

El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa, y el viejo se quitó el pantalón y se fue a la cama a oscuras. Enrolló el pantalón para hacer una almohada, y puso luego el periódico dentro. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.

Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho, y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía, y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.

Generalmente, cuando olía la brisa de tierra, despertaba y se vestía, y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño, y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar. Y luego soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.

No soñaba ya con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni con grandes peces, ni con peleas, ni con competiciones de fuerza, ni con su esposa. Sólo soñaba ya con lugares, y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba su pantalón y se lo ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba por el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.

 

(…)

 

En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y, mientras remaba, oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores, que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves; especialmente por las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando, y casi nunca encontraban, y pensó: «Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.»

Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o a un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

 

(…)

 

Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.

—¿Qué edad tienes? —preguntó el viejo al pájaro—. ¿Es éste tu primer viaje?

El pájaro lo miró al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.

—Estás firme —le dijo el viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?

«Los gavilanes —pensó— salen al mar a esperarlos.» Pero no le dijo nada de esto al pajarito, que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.

—Descansa, pajarito, descansa —dijo—. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.

Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.

—Quédate en mi casa si quieres, pajarito —dijo—. Lamento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estas con un amigo.

Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.

El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.

—Algo la ha lastimado —dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó hacia atrás para formar contrapeso.

—Ahora lo estás sintiendo, pez —dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo siento.

Miró en derredor a ver si veía al pájaro, porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido.

«No te has quedado mucho tiempo —pensó el viejo—. Pero a donde vas, va a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen.»

—Ojalá estuviera aquí el muchacho, y que tuviera un poco de sal —dijo en voz alta.

Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado, lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela, y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el bote.

 

(…)

 

Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna.

Luego se las veía firmes a través del mar, que ahora estaba picado debido a la brisa creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la corriente.

«Ahora ha terminado —pensó—. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero, ¿qué puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?»

Estaba rígido y adolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de la noche. «Ojalá no tenga que volver a pelear —pensó—. Ojalá, ojalá que no tenga que volver a pelear.»

Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en manadas y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo agarraban su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír, sintió que algo agarraba la porra y se la arrebataba.

Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.

Por último, vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que todo había terminado.

Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos golpes más.

Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto. Lo sintió penetrar, y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue,

de la manada, el último tiburón que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.

Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante.

Escupió en el mar y dijo:

—Cómanse eso, galanos y sueñen con que han matado a un hombre.

Ahora sabía que estaba finalmente derrotado y sin remedio, y volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar.

 

(…)

 

El muchacho no bajó a la orilla. Ya había estado allí y uno de los pescadores cuidaba el bote en su lugar.

—¿Cómo está el viejo? —gritó uno de los pescadores.

—Durmiendo —respondió gritando el muchacho. No le importaba que lo vieran llorar—. Que nadie lo moleste.

—Tenía dieciocho pies de la nariz a la cola —gritó el pescador que lo estaba midiendo.

—Lo creo —dijo el muchacho.

Entró en La Terraza y pidió una lata de café. —Caliente y con bastante leche y azúcar.

—¿Algo más?

—No. Después veré qué puede comer.

—¡Ése sí era un pez! —dijo el propietario—. Jamás ha habido uno igual. También los dos que ustedes cogieron ayer eran buenos.

—¡Al diablo con ellos! —dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente.

—¿Quieres un trago de algo? —preguntó el dueño.

—No —dijo el muchacho—. Dígales que no se preocupen por Santiago. Vuelvo enseguida.

—Dile que lo siento mucho.

—Gracias —dijo el muchacho.

El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse.

Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho habla ido al otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.

Finalmente el viejo despertó.

—No se levante —dijo el muchacho—. Tómese esto —le echó un poco de café en un vaso.

El viejo cogió el vaso y bebió el café.

—Me derrotaron, Manolín—dijo—. Me derrotaron de verdad.

—No. Él no. Él no lo derrotó.

—No. Verdaderamente. Fue después.

—Perico está cuidando del bote y del aparejo.

¿Qué va a hacer con la cabeza?

—Que Perico la corte para usarla en las nasas.

—¿Y la espada?

—Puedes guardártela si la quieres.

—Sí, la quiero —dijo el muchacho—. Ahora tenemos que hacer planes para lo demás.

—¿Me han estado buscando?

—Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.

—La mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver —dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener a alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar—.

—Te he echado de menos —dijo—. ¿Qué han pescado?

—Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.

—Muy bueno.

—Ahora pescaremos juntos otra vez.

—No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.

—Al diablo con la suerte dijo el muchacho—. Yo llevaré la suerte conmigo.

—¿Qué va a decir tu familia?

—No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender.

—Tenemos que conseguir una buena lanza y llevarla siempre a bordo. Puedes hacer la hoja con una hoja de muelle de un viejo ford. Podemos afilarla en Guanabacoa. Debe ser afilada y sin temple para que no se rompa. Mi cuchillo se rompió.

—Conseguiré otro cuchillo y mandaré a afilar la hoja de muelle. ¿Cuántos días de brisa fuerte nos quedan?

—Tal vez tres. Tal vez más.

—Lo tendrá todo en orden —dijo el muchacho—. Cúrese sus manos, viejo.

—Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se habla roto en mi pecho.

—Cúrese también eso —dijo el muchacho—. Acuéstese, viejo y le traeré su camisa limpia. Y algo de comer.

—Tráeme algún periódico de cuando estuve ausente —dijo el viejo.

—Tiene que curarse pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho?

—Bastante —dijo el viejo.

—Le traeré la comida y los periódicos –dijo el muchacho—. Descanse, viejo. Le traeré la medicina de la farmacia para las manos.

—No te olvides de decirle a Perico que la cabeza es suya.

—No. Se lo diré.

Al atravesar la puerta y descender por el camino tallado por el uso en la roca de coral, el muchacho iba llorando nuevamente.

Esa tarde había una partida de turistas en La Terraza, y mirando hacia abajo, al agua, entre las latas de cerveza vacías y las picúas muertas, una mujer vio un gran espinazo blanco con una inmensa cola que se alzaba y balanceaba con la marea mientras el viento del este levantaba un fuerte y continuo oleaje a la entrada del puerto.

—¿Qué es eso? —preguntó la mujer al camarero, y señaló al largo espinazo del gran pez, que ahora no era más que basura esperando a que se la llevara la marea.

—Tiburón —dijo el camarero—. Un tiburón.

Quería explicarle lo que había sucedido.

—No sabía que los tiburones tuvieran colas tan hermosas, tan bellamente formadas.

—Ni yo tampoco —dijo el hombre que la acompañaba.

Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1.      ¿Quién era Santiago? ¿Por qué estaba “salao”?

2.     ¿Qué hizo Santiago el día 85?

3.     ¿Por qué crees que el viejo soñaba con los leones en la playa? Explica tu respuesta.

4.     Infiere: ¿Por qué el viejo dice que "Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes"? Explica.

5.     Qué infieres de esta frase respecto al viejo: "Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos". Explica tu respuesta.

6.     Santiago logra cazar al gran pez espada. ¿Qué pasa cuando lo trata de llevar a puerto?

7.      ¿Qué significado simbólico tienen el mar, el pez espada, el viejo y el muchacho? Explica tu respuesta.

8.     ¿Según tú por qué Santiago no se rindió ante la adversidad? Explica tu respuesta.

9.     ¿Qué relación encuentras en la obra con respecto a los términos fidelidad y perseverancia en la figura de Santiago?

10. ¿Según tú qué simboliza el título: “El viejo y el mar”? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

martes, 16 de noviembre de 2021

Cuento "Los asesinos" de Ernest Hemingway con actividades de comprensión lectora

 

Los asesinos

Ernest Hemingway


La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, al diablo con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

 no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué diablos…? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

1. ¿Por qué resulta importante el diálogo entre los personajes de este cuento? Explica tu respuesta.

2. ¿A qué hace referencia la expresión "chico vivo"? Explica.

3. ¿Qué es lo que iban a hacer Al y Max al sueco Ole Anderson, El sueco?

4. ¿Quién era Ole Andreson?

5. ¿Por qué Max le dice a George que "deberías apostar en las carreras"? Explica.

6. Infiere: ¿Por qué Ole Andreson le dice a Nick que no sería buena idea ir a la policía?

7. ¿Por qué Ole Andreson acepta con resignación que lo van a matar?

8. Formula una hipótesis: ¿Por qué crees que quieren matar a Ole Andreson? Justifica tu respuesta.

9. ¿Crees que el lenguaje utilizado en este cuento es importante? ¿Por qué?

10. ¿Qué pasaje del cuento te pareció el más emocionante? ¿Por qué?

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento donde predomine el diálogo. Recuerda que el diálogo debe develar la personalidad y psicología de tus personajes. No olvides ser creativo y original.