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jueves, 9 de septiembre de 2021

Fragmentos de "Los miserables" de Victor Hugo con actividades de comprensión lectora

 

LOS MISERABLES

Victor Hugo

(fragmento 1)


Este fragmento nos cuenta cómo por el robo de un pan Jen Valjean se vuelve un presidiario.

 

Hacia la medianoche, Jean Valjean se despertó.

Jean Valjean era de una pobre familia de aldeanos de la Brie. En su infancia no había aprendido a leer. Cuando fue hombre tomó el oficio de podador en Faverolles. Su madre se llamaba Jeanne Mat- hieu, y su padre, Jean Valjean, o Vlajean, mote y contracción, pro­bablemente, de voila Jean.

Jean Valjean tenía el carácter pensativo, sin ser triste, lo cual es propio de las naturalezas afectuosas. En resumidas cuentas, era una cosa algo adormecida y bastante insignificante, en apariencia al me­nos, este Jean Valjean. De muy corta edad, había perdido a su padre y a su madre. Esta había muerto de una fiebre láctea mal cuidada. Su padre, podador como él, se había matado al caer de un árbol. Ajean Valjean le había quedado solamente una hermana mayor que él, viu­da, con siete hijos, entre varones y hembras. Esta hermana había criado a Jean Valjean y, mientras vivió su marido, alojó y alimentó a su hermano. El marido murió. El mayor de sus hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir veinticinco años. Reemplazó al padre y sostuvo, a su vez, a la hermana que le había criado. Hizo aquello sencillamente, como un deber, y aun con cier­ta rudeza de su parte. Su juventud se gastaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca le habían conocido «novia» en la comar­ca. No había tenido tiempo para enamorarse.

Por la noche, regresaba cansado y tomaba su sopa sin decir una palabra. Su hermana, mientras él comía, le tomaba con frecuencia de su escudilla lo mejor de la comida, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para darlo a alguno de sus hijos; él, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la sopa y sus largos cabellos cayendo alrededor de la escudilla, ocul­tando sus ojos, parecía no ver nada y dejábala hacer. Había en Fa­verolles, no lejos de la cabaña de los Valjean, al otro lado de la calle­juela, una lechera llamada Marie-Claude; los niños Valjean, casi siempre hambrientos, iban muchas veces a pedir prestado a Marie- Claude, en nombre de su madre, una pinta de leche que bebían de­trás de una enramada, o en cualquier rincón de un portal, arrancán­dose unos a otros el vaso con tanto apresuramiento que las niñas pequeñas lo derramaban sobre su delantal y su cuello. Si la madre hubiera sabido este hurtillo, habría corregido severamente a los de­lincuentes. Jean Valjean, brusco y gruñón, pagaba, sin que Jeanne lo supiera, la pinta de leche a Marie-Claude, y los niños no eran casti­gados.

En la estación de la poda, ganaba veinticuatro sueldos por día, y luego se empleaba como segador, como peón de albañil, como mozo de bueyes o como jornalero. Hacía todo lo que podía. Su hermana, por su parte, trabajaba también; pero ¿qué podía hacerse con siete niños? Era un triste grupo, al que la miseria envolvía y estrechaba poco a poco. Sucedió que un invierno fue muy crudo. Jean no en­contró trabajo. La familia no tuvo pan. Ni un bocado de pan, y sie­te niños.

Un domingo por la noche, Maubert Isabeau, panadero en la pla­za de la iglesia, en Faverolles, se disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la vidriera enrejada de la puerta de su tienda.

Llegó a tiempo para ver un brazo pasar a través del agujero hecho de un puñetazo en uno de los vidrios. El brazo cogió un pan y se re­tiró. Isabeau salió apresuradamente; el ladrón huyó a todo correr; Isabeau corrió tras él y le detuvo. El ladrón había soltado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.

Esto pasó en 1795- Jean Valjean fue llevado ante los tribunales acusado de «robo con fractura, de noche y en una casa habitada». Tenía un fusil y era un excelente tirador, un poco aficionado a la caza furtiva; esto le perjudicó. Existe un prejuicio legítimo contra los cazadores furtivos. El cazador furtivo, lo mismo que el contraban­dista, anda muy cerca del salteador. Sin embargo, digámoslo de paso, hay un abismo entre ambos y el miserable asesino de las ciuda­des. El cazador furtivo vive en el bosque; el contrabandista vive en las montañas o cerca del mar. Las ciudades hacen hombres feroces, porque hacen hombres corrompidos. La montaña, el mar, el bosque hacen hombres salvajes. Desarrollan el lado feroz, pero a menudo lo hacen sin destruir el lado humano.

Jean Valjean fue declarado culpable. Los términos del código eran formales. En nuestra civilización hay momentos terribles; son aquellos en que la ley pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de ga­leras.

El 22 de abril de 1796, se celebró en París la victoria de Montenotte, obtenida por el general en jefe de los ejércitos de Italia, a quien el mensaje del Directorio a los Quinientos, el 2 de floreal del IV, llama Buona-Parte; aquel mismo día se remachó una cadena en Bicétre. Jean Valjean formaba parte de esta cadena. Un antiguo por­tero de la cárcel, que tiene hoy cerca de noventa años, recuerda aún perfectamente a este desgraciado, cuya cadena se remachó en la ex­tremidad del cuarto cordón, en el ángulo norte del patio. Estaba sentado en el suelo, como todos los demás. Parecía no comprender nada de su situación, salvo que era horrible. Es probable que descu­briese, a través de las vagas ideas de un hombre ignorante, que había en su pena algo excesivo. Mientras a grandes martillazos remacha­ban detrás de él el perno de su argolla, lloraba; las lágrimas le ahoga­ban, le impedían hablar y solamente de vez en cuando exclamaba: «Yo era podador en Faverolles.» Luego, sollozando, alzaba su mano derecha y la bajaba gradualmente siete veces, como si tocase sucesi­vamente siete cabezas a desigual altura; por este gesto se adivinaba que lo que había hecho, fuese lo «que fuera, había sido para alimentar y vestir a siete pequeñas criaturas.

Partió para Tolón. Llegó allí después de un viaje de veintisiete días en una carreta, con la cadena al cuello. En Tolón fue revestido de la casaca roja. Todo se borró de lo que había sido su vida, incluso su nombre; ya no fue más Jean Valjean; fue el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? ¿Quién se ocupó de ellos? ¿Qué es del puñado de hojas del joven árbol serrado por su pie?

La historia es siempre la misma. Estos pobres seres vivientes, estas criaturas de Dios, sin apoyo desde entonces, sin guía, sin asilo, marcharon a merced del azar, ¿quién sabe a dónde?, cada uno por su lado, quizá, sumergiéndose poco a poco en esa fría bruma en la que se sepultan los destinos solitarios, tenebrosas tinieblas en las que desaparecen sucesivamente tantas cabezas infortunadas, en la sombría marcha del género humano. Abandonaron aquella región. El campanario de lo que había sido su pueblo, los olvidó; el límite de lo que había sido su campo, los olvidó; después de algunos años de permanencia en la prisión, Jean Valjean mismo los olvidó. En aquel corazón, donde había existido una herida, había una cicatriz. Aquello fue todo. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez de su hermana. Era, creo, hacia el final del cuarto año de su cautividad. No sé por qué conducto recibió las noticias. Alguien, que los había conocido en su país, había visto a su hermana. Estaba en París. Vivía en una pobre calle, cerca de San Sulpicio, en la calle del Geindre. No tenía consigo más que a un niño, el último. ¿Dónde estaban los otros seis? Quizá ni siquiera ella misma lo sabía. Todas las mañanas iba a una imprenta de la calle del Sabot, n.°3, donde era plegadora y encuadernadora. Era preciso estar allí a las seis de la mañana, mucho antes de ser de día en invierno. En el mismo edificio de la imprenta había una escuela, a la cual llevaba a su hijo, que tenía siete años. Pero, como ella entraba en la imprenta a las seis, y la escuela no abría hasta las siete, el niño tenía que esperar una hora en el patio, hasta que se abriese; en invierno, una hora de noche y al descubierto. No querían que el niño entrara en la imprenta, porque molestaba, según decían. Los obreros veían a esta criatura, al pasar por la mañana, sentada en el suelo, cayéndose de sueño y, muchas veces, dormido en la oscuridad, acurrucado sobre su cestito. Los días de lluvia, una viejecita, la portera, tenía piedad de él; le recogía en su covacha, donde no había más que una pobre cama, una rueca y dos taburetes; el pobrecillo se dormía allí, en un rincón, arrimándose al gato para sentir menos frío. A las siete se abría la escuela y entraba. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Ocupó su ánimo esta noticia un día, es decir, un momento, un relámpago, como una ventana abierta bruscamente al destino de los seres que había amado. Después se cerró la ventana; no se volvió a hablar más, y todo se acabó. Nada más supo de ellos; no los volvió a ver; jamás los encontró; ni tampoco los encontraremos en la continuación de esta dolorosa historia.

Hacia el final de este cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus compañeros le ayudaron, como suele hacerse en aquella triste mansión. Se evadió. Erró durante dos días en libertad por el campo; si es ser libre estar perseguido; volver la cabeza a cada instante; estremecerse al menor ruido; tener miedo de todo, del techo que humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la hora que suena, del día porque se ve, de la noche porque no se ve, del camino, del sendero, de los árboles, del sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido desde hacía treinta y seis horas. El tribunal marítimo le condenó, por aquel delito, a un recargo de tres años, con lo cual eran ocho los de pena. Al sexto año, le llegó de nuevo el turno de evadirse; aprovechóse de él, pero no pudo consumar su huida. Había faltado a la lista. Disparóse el cañonazo y, por la noche, la ronda le encontró escondido bajo la quilla de un barco en construcción; ofreció resistencia a los guardias que le prendieron: evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un recargo de cinco años, de los cuales dos bajo doble cadena. Trece años. Al décimo, le llegó otra vez su turno y lo aprovechó, pero no salió mejor librado. Tres años más, por aquella nueva tentativa. Dieciséis años. Finalmente, en el año decimotercero, según creo, intentó de nuevo su evasión y fue cogido cuatro horas más tarde. Tres años más, por estas cuatro horas. Diecinueve años. En octubre de 1815, fue liberado; había entrado en presidio en 1796, por haber roto un vidrio y haber robado un pan.

desastre de una vida. Claude Gueux había robado un pan; Jean Valjean había robado un pan. Una estadística inglesa demuestra que, en Londres, de cada cinco robos, cuatro tienen por causa inmediata el hambre.

Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado desesperado, salió de él sombrío.

¿Qué había pasado en su alma?

 

LOS MISERABLES

Victor Hugo

(fragmento 2)

 

Al inicio de la novela, Jean Valjean sale de la cárcel amargado y sin amigos. El único que lo ayuda es un obispo que le da posada y lo trata como a un ser humano digno de caridad y respeto. Pero Valjean, necesitado de dinero, le roba unos cubiertos de plata y huye. Poco después es descubierto por la policía y llevado ante el obispo. La escena que vas a leer es la continuación de esta historia.

 

Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.

- Monseñor, monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo de los cubiertos?

- Sí -contestó el obispo.

- ¡Bendito sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.

El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y se lo presentó a la señora Magloire.

- Aquí está.

- Sí -dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?

- ¡Ah! -dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.

- ¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.

Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en la alcoba, y volvió al lado del obispo.

- ¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!

El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señora Magloire con toda dulzura:

- ¿Y era nuestra esa platería?

La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:

- Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía a los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.

- ¡Ay, Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a nosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora, monseñor?

El obispo la miró como asombrado.

- Pues, ¿no hay cubiertos de estaño?

La señora Magloire se encogió de hombros.

- El estaño huele mal.

- Entonces de hierro.

La señora Magloire hizo un gesto expresivo:

- El hierro sabe mal.

- Pues bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.

Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.

- ¡A quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a un hombre así, y darle cama a su lado!

Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.

- Adelante -dijo el obispo.

Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.

- Monseñor... -dijo.

Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.

- ¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!

- Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.

Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.

- ¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?

Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.

- Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...

- ¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.

- Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?

- Sin duda -dijo el obispo.

Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.

- ¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.

- Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.

- Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.

Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo.

Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.

- Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.

Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:

- Señores, podéis retiraros.

Los gendarmes abandonaron la casa.

Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.

El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:

- No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.

Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:

- Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.

 

Actividades de comprensión (fragmento 1)

 

1.     ¿Qué opinas de la vida que le tocó vivir a Jean Valjean? Explica tu respuesta.

2.     ¿Por qué Jean Valjean robó un pan?

3.     ¿Qué relación encuentras con la frase subrayada en el fragmento y el destino de Jean Valjean?

4.     Qué infieres de esta frase: "Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado desesperado, salió de él sombrío". Fundamenta tu respuesta.

 

Actividades de comprensión (fragmento 2)

 

1.     ¿Quiénes traían a Jean Valjean? ¿Ante quién pensaba Jean Valjean que estaba?  ¿Por qué lo llevaron ante al obispo?

2.     ¿Cómo encubrió el obispo al ladrón? ¿Qué otra ayuda le ofreció?

3.     Si tú te hubieras visto en la misma situación como la de Jean Valjean, ¿cómo habrías actuado? ¿Por qué?

4.     ¿Por qué crees que el obispo actuó de esta manera? ¿Te pareció un hombre justo? ¿Por qué?


EXTRA: VIDEO ANÁLISIS DE "LOS MISERABLES" DE VICTOR HUGO: