Mostrando entradas con la etiqueta Crimen y castigo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Crimen y castigo. Mostrar todas las entradas

martes, 24 de agosto de 2021

Fragmento de "Crimen y castigo" con actividades de comprensión lectora

 

CRIMEN Y CASTIGO

(Fragmento)

Fiódor Dostoyevski

Rodión Raskolnikov, un joven y humilde estudiante de Derecho, está decidido a asesinar a una vieja usurera que según él es la encarnación de la maldad e inmundicia humana. Planifica su plan meticulosamente con frialdad. Piensa que si mata a la vieja le hará un “bien” a la sociedad… pero su conciencia le impide sentirse satisfecho con sus acciones…

 

La puerta se abrió formando una estrecha rendija, como la otra vez, y de nuevo dos ojos inquisidores y desconfiados se clavaron en él desde la oscuridad. En este momento Raskólnikov se desconcertó y cometió un grave error.

Temiendo que la vieja al verle solo se asustara, y convencido de que su aspecto de ningún modo iba a tranquilizarla, agarró la puerta y tiró de ella hacia sí, a fin de que a la vieja no se le ocurriera cerrar otra vez. Ella no volvió a cerrar la puerta, en efecto, mas tampoco soltó la manija, de modo de Raskólnikov por poco la arrastra hacia la escalera junto con la puerta. Como Aliona Ivánovna se quedaba de pie en medio de la puerta sin dejar el paso libre, él dio un paso adelante. La anciana se apartó, asustada, quiso decir algo, mas pareció que no podía y se quedó mirando al joven con los ojos enormemente abiertos.

—Buenas tardes, Aliona Ivánovna —comenzó él a decir con la mayor desenvoltura posible, pero la voz no le obedeció, se le quebró, temblorosa...—. Le traigo...un objeto...,pero será mejor entrar ahí, acercarse a la luz.

Soltó la puerta y, sin esperar a que le invitaran a pasar, entró en la habitación. La vieja corrió tras él y recobró entonces el don de la palabra:

—¡Señor! Pero ¿qué quiere?...¿Quién es usted? ¿Qué se le ofrece?

—Perdone, Aliona Ivánovna..., soy un conocido suyo... Raskólnikov...Le traigo una prenda, que le prometí hace unos días... —y le tendió el objeto que llevaba preparado.

La vieja echó un vistazo al paquetito, pero en seguida volvió a clavar la mirada en los ojos del inesperado visitante. Le miraba atenta, con ira y desconfianza. Transcurrió un minuto. Raskólnikov creyó distinguir en los ojos de la vieja una expresión sarcástica, como si lo hubiera adivinado todo. Tenía la sensación de que perdía la serenidad, de que el miedo se apoderaba de él, un miedo horrible, hasta el punto de que si ella continuaba mirándole de aquel modo, sin decir una palabra, un minuto más, huiría de allí corriendo.

—Pero, ¿por qué me mira usted de ese modo, como si no me hubiese reconocido? —exclamó él, de pronto, con rabia—. Si lo requiere, tómelo; si no, lo llevaré a otro sitio. No tengo tiempo que perder.

Ni siquiera había pensado decir aquello; estas palabras le salieron como por sí mismas. La vieja volvió en sí; por lo visto, el tono decidido del recién llegado le dio ánimos.

—¿Por qué te pones de ese modo, señor? Así, sin más ni más... ¿Qué me traes? —preguntó mirando la prenda.

—Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez.

La vieja tendió la mano.

—¿Qué le pasa, que está usted tan pálido? ¿Le tiemblan las manos? ¿Viene del baño, acaso?

—Son las fiebres —respondió Raskólnikov con voz cascada—. ¿Y quién no se pone pálido, si no tiene nada que comer? —añadió, articulando a duras penas las palabras.

Otra vez las fuerzas le abandonaban. Mas la respuesta parecía verosímil. La vieja tomó la prenda.

—¿Qué es esto? —preguntó, sopesándola con la mano y mirando otra vez fijamente a Raskólnikov.

—Este objeto es... una pitillera... de plata... mírela.

—No parece de plata. ¡Vaya modo de atarla!

Para desatar el cordoncito, se volvió hacia una ventana, hacia la luz (tenía todas las ventanas cerradas, a pesar del calor asfixiante), y por unos segundos se apartó de el abrigo y descolgó el hacha del lazo, pero no lo sacó del todo; lo sostenía con la mano derecha debajo del abrigo. Tenía las manos enormemente débiles; se daba cuenta de que a cada momento se le entorpecían y se le cayera al suelo...

De pronto le pareció que el vértigo se apoderaba de él.

—¡Vaya lío que ha armado con esto! —exclamó la vieja, malhumorada, e hizo un movimiento como para dirigirse hacia él.

No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.

Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.

 

La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.

Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.

Corrió con las llaves al dormitorio. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta.

Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba era innecesaria.

(...)

Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.

(...)

Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.

«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»

De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:

«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»

Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.

Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.

Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y corrió al vestíbulo.

Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones interiores.

Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana y se lavó.

Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.

Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la cocina.

A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.

Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.

«¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo. Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.

«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

Responde:

1.     ¿Por qué Rodion Raskolnikov no está tranquilo con su conciencia?

2.     Escribe un fragmento de lo leído donde Raskolnikov se siente culpable del crimen que comete

3.     ¿Cómo es la personalidad de la vieja usurera en el fragmento?

4.     ¿Cómo muere la vieja usurera?

5.     ¿Qué persona “inocente” muere a manos de Raskolnikov?

6.     ¿Crees que es bueno tomar la justicia por nuestras propias manos?

7.     ¿Cuál es el tema central de la obra?

8.     En pocas palabras, ¿qué podría simbolizar Raskolnikov y qué simboliza la vieja usurera? Explica tu respuesta.