Acerca de la muerte de Bieito
Rafael Dieste
Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse
dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era
uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un
rebullir tan suave!… Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde
entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.
Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y
por tanto -compréndanme, escúchenme-, por tanto no podía, no debía decir nada.
Imagínense por un instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.
Todas las cabezas de los viejos que portaban
cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban
extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino
a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos
los labios un murmullo sobrecogido, insólito:
-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!…
Callaría el lamento de la madre y de las hermanas,
y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los
bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos
los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una
importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi
sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable
y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas,
se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un
son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprenden? Por eso no dije nada.
Hubo un instante en que por el rostro de uno de
los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como
si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un relámpago.
En seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí
al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:
-¿Y si Bieito fuese vivo?
El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué
ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me encontré a punto de decirlo en el
camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los
réquienes.
«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura
terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer terrón de tierra, besado por un
niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta
la garganta las palabras salvadoras… Estuvieron a punto de surgir. Pero
entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante
ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y
bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo
desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé,
siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que quieras! Pues bien… ¿Y
si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se
pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme
callado! Oigan ya el griterío de la gente…
-Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado…
-Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo…
-Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse
bajar a la sepultura.
-¡Ahí lo tienes, con la cara torcida por el
esfuerzo!
-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo
como un payaso!
-¿Es tonto o qué?
Todo el día, amigos míos, anduve loco de
remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto
absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en
vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la
obsesión del delito.
Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me
fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras
mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar… Me
eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el
seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé,
no sé. Allí cerca había una azada… Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo. Por
el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía
gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas
y con una azada en la mano.
¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo
que estaba vivo?
Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.
La luna era llena y los perros ladraban a lo
lejos.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1.
¿Quién es el protagonista de este cuento? ¿Cómo definirías su personalidad?
2.
¿Cuál es su problema que atribula al protagonista?
3.
El predicamento del protagonista, ¿es importante en este cuento ¿Por qué?
4.
¿Quién es Bieito?
5.
¿En qué lugar ocurre este cuento?
6.
¿Qué palabra clave resumiría este cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
7.
¿Crees que este es un cuento de terror? ¿Por qué?
8.
¿Qué piensas del protagonista de este cuento?
9.
¿Qué crees que hubiera pasado si el protagonista desenterraba a Bieito? Explica
tu versión de ello.
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