La aventura de un automovilista
Italo Calvino
Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha
oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía
de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches
en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben
desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no
necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados
del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente
o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere
una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad
borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia
sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces
amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce
automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque
ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas
toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un
circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo
hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante.
He subido al coche inmediatamente después de
pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a
verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas
muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que quería romper
nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida
a Z, mi rival. En ese momento uno de nosotros -no recuerdo si ella o yo mismo-
cortó la comunicación. No había pasado un minuto y yo ya había comprendido que
el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que
estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo
de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara.
Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas
horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga.
Mejor dicho, creo que he perdido el sentido del
espacio y del tiempo: los conos de luz proyectados por los faros sumen en lo indistinto
el perfil de los lugares; los números de los kilómetros en los carteles y los
que saltan en el cuentakilómetros son datos que no me dicen nada, que no
responden a la urgencia de mis preguntas sobre qué estará haciendo Y en este
momento, qué estará pensando. ¿Tenía intención realmente de llamar a Z o era
sólo una amenaza lanzada así, por despecho? Si hablaba en serio, ¿lo habrá
hecho inmediatamente después de nuestra conversación, o habrá querido pensarlo
un momento, dejar que se calmara la rabia antes de tomar una decisión? Z vive
en A, como yo; está enamorado de Y desde hace años, sin éxito; si ella lo ha
telefoneado invitándolo, seguro que él se ha precipitado en el coche a B; por
lo tanto también él corre por esta autovía; cada coche que me adelanta podría
ser el suyo, y suyo cada coche que adelanto yo. Me es difícil estar seguro: los
coches que van en mi misma dirección son dos luces rojas cuando me preceden y
dos ojos amarillos cuando los veo seguirme en el retrovisor. En el momento en
que me pasan puedo distinguir cuando mucho qué tipo de coche es y cuántas
personas van a bordo, pero los automóviles en los que el conductor va solo son
la gran mayoría y, en cuanto al modelo, no me consta que el coche de Z sea
particularmente reconocible.
Como si no bastara, se echa a llover. El campo
visual se reduce al semicírculo de vidrio barrido por el limpiaparabrisas, todo
el resto es oscuridad estriada y opaca, las noticias que me llegan de fuera son
sólo resplandores amarillos y rojos deformados por un torbellino de gotas. Todo
lo que puedo hacer con Z es tratar de pasarlo, no dejar que me pase, cualquiera
que sea su coche, pero no conseguiré saber si su coche está y cuál es. Siento
igualmente enemigos todos los coches que van hacia A; todo coche más veloz que
el mío que me señala afanosamente en el retrovisor con los faros intermitentes
su voluntad de pasarme provoca en mí una punzada de celos; cada vez que veo
delante de mí disminuir la distancia que me separa de las luces traseras de mi
rival me lanzo al carril central con un impulso de triunfo para llegar a casa
de Y antes que él.
Me bastarían pocos minutos de ventaja: al ver con
qué prontitud he corrido a su casa, Y olvidará en seguida los motivos de la
pelea; entre nosotros todo volverá a ser como antes; al llegar, Z comprenderá
que ha sido convocado a la cita sólo por una especie de juego entre nosotros
dos; se sentirá como un intruso. Más aún, quizás en este momento Y se ha
arrepentido de todo lo que me dijo, ha tratado de llamarme por teléfono, o bien
ha pensado como yo que lo mejor era acudir en persona, se ha sentado al volante
y en este momento corre en dirección opuesta a la mía por esta autovía.
Ahora he dejado de atender a los coches que van en
mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo
consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la
oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas
arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de
un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas
apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento
algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a
permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde
con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía; sin embargo,
no podría desear de ella un mensaje diferente de éste.
Me doy cuenta de que al correr hacia Y lo que más
deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que
corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa
que corro hacia ella pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia
mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta:
la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que
vea los faros de un coche que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre
hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches
que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo uno junto al
otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores
se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es
decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser
ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que
quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve
irreconocible. Correr por la autovía es el único modo que nos queda, a ella y a
mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni
recibirlo mientras sigamos corriendo.
Es cierto que me he sentado al volante para llegar
a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de que el
momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro,
con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la
menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegaría ante mí
-la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las
cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que
diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las
que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada
palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o
mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la
comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbada, sofocada,
sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes
que de seguir hablando, de transformar las cosas por decir en un cono de luz
lanzado a ciento cuarenta por hora, de transformarme yo mismo en ese cono de luz
que se mueve por la autovía, porque es cierto que una señal así puede ser
recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las
vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que
ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella
misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la autovía a una
velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que
cuenta es comunicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos
nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una
dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones,
expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan
detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en
movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito, mi yo que ella,
mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida
afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a
ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando.
También con Z (no me he olvidado para nada de Z)
la relación justa puedo establecerla únicamente si él es para mí sólo parpadeo
intermitente y deslumbramiento que me sigue, o luces de posición que yo sigo;
porque si empiezo a tomar en cuenta su persona con ese algo -digamos- de
patético pero también de innegablemente desagradable, aunque sin embargo -debo
reconocerlo-, justificable, con toda su aburrida historia de enamoramiento
desdichado, su comportamiento siempre un poco esquivo… bueno, no se sabe ya
adónde va uno a parar. En cambio, mientras todo sigue así, está muy bien: Z que
trata de pasarme se deja pasar por mí (pero no sé si es él), Y que acelera
hacia mí (pero no sé si es ella) arrepentida y de nuevo enamorada, yo que acudo
a su casa celoso y ansioso (pero no puedo hacérselo saber, ni a ella ni a
nadie).
Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si
no viera correr otros coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin
duda mucho más claro, tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para
suplantarme, ni Y se ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría
consignar en el activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar
a dudas. Y sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de
incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el cambio. La
condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda esta parte del
mundo existieran sólo tres automóviles: el mío, el de Y, el de Z; entonces
ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el de Z, el único coche
que fuera en dirección opuesta sería con toda seguridad el de Y. En cambio,
entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos
resplandores, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable
podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es
la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que
renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quisiera recibir de Y -es
decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Y- tiene valor sólo si yo a
mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo
tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de
mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella.
Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar
que se ha quedado allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la
disputa, no me daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso
también Z se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z
se ha guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de
telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte, si
yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas, me
encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos, como a una
mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría. No consigo
aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en
el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco Z debe escapar a nuestra
suerte, tiene que transformarse también en mensaje de sí mismo, cuidado si yo
corro a casa de Y celoso de Z, si Y corre a mi casa arrepentida para huir de Z,
mientras que Z no ha soñado siquiera con moverse de su casa…
A medio camino en la autovía hay una estación de
servicio. Me detengo, corro al bar, compro un puñado de fichas, marco el afijo
telefónico de B, el número de Y. Nadie responde. Dejo caer la lluvia de fichas
con alegría: es evidente que Y no ha podido dominar su impaciencia, ha subido
al coche, ha corrido hacia A. Ahora vuelvo a la autovía al otro lado, corro
hacia A yo también. Todos los coches que paso, o todos los coches que me pasan,
podrían ser Y. En el carril opuesto todos los coches que avanzan en sentido
contrario podrían ser Z, el iluso. O bien: también Y se ha detenido en una
estación de servicio, ha telefoneado a mi casa en A, al no encontrarme ha
comprendido que yo estaba yendo a B, ha invertido la dirección. Ahora corremos
en direcciones opuestas, alejándonos, el coche que paso, que me pasa, es el de
Z que a medio camino también ha tratado de telefonear a Y…
Todo es aún más incierto pero siento que he
alcanzado un estado de tranquilidad interior: mientras podamos controlar
nuestros números telefónicos y no haya nadie que responda, seguiremos los tres
corriendo hacia adelante y hacia atrás por estas líneas blancas, sin puntos de
partida o de llegada inminentes, atestados de sensaciones y significados sobre
la univocidad de nuestro recorrido, liberados por fin del espesor molesto de
nuestras personas y voces y estados de ánimo, reducidos a señales luminosas,
único modo de ser apropiado para quien quiere identificarse con lo que dice sin
el zumbido deformante que la presencia nuestra o ajena transmite a lo que
decimos.
El precio es sin duda alto pero debemos aceptarlo:
no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera,
cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque
fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1.
¿Quién es el protagonista de este cuento? ¿Cómo es su personalidad?
2.
¿Por qué el protagonista se ha peleado con Y?
3.
¿Quién es Z para el protagonista?
4.
¿Cuál es el problema que aborda este cuento? Argumenta tu respuesta.
5.
Qué infieres de este fragmento: "Correr por la autovía es el único modo
que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no
podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo". Justifica tu
respuesta.
6.
En este cuento se hace referencia a la comunicación, ¿por qué crees que se hace
esa referencia? Explica tu respuesta.
7. Lee este fragmento que es la parte final del cuento: "...no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera, cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos". Ahora responde: ¿Qué interpretas sobre el final de este cuento? Justifica tu respuesta.
8.
Este cuento tiene un componente psicológico, ¿en qué aspectos del protagonista
podemos identificar ese componente?
9.
¿Cuál es tu postura crítica sobre este cuento? Argumenta tu respuesta.
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