La bestia en la cueva
H. P. Lovecraft
La horrible conclusión que se había ido
abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible
certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y
laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi
esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de
referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más
ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de
pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La
esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una
vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi
conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el
salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no
experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como
comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la
compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los
límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella
caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera
ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de
tranquilidad que de desesperación.
Mi destino final sería perecer de hambre,
estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en
circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de
mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo
advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las
galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los
mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis
compañeros.
Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto
estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la
tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité
sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin.
Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que
establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la
salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era
uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en
vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había
visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar
junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia
ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en
esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había
llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no
apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.
Resolví no dejar piedra sin remover, ni
desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad
los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la
fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza
de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras
gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y
reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no
alcanzaría más oídos que los míos propios.
Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención
quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de
pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la
libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se
habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi
rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas
jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis
gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante,
mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre
había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo
silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada
de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal.
Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud
ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e
incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como
producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me
pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos
habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se
hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que
era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y
piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de
conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el
escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un
fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara
posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al
visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy
quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le
sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de
largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los
extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi
olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera
como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
Me di cuenta, por tanto, de que debía estar
armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y
tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que
estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en
cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado
inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban.
En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor
parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase
con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y
posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo
dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la
especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de
alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a
investigar una de las entradas de la temible gruta con un confinamiento de por
vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces
ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son
arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta
manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con
grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida
en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible
apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron
tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto
que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya
que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo
desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi
fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra
oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi
cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque
hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas
habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me
encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa
que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat,
pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía
escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el
terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que
estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano,
guiada por mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus
fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la
fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo:
escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció
detenerse.
Después de reajustar la puntería, descargué el
segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura,
vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el
alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se
seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones;
deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo
de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado
en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para
completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en
lo que era -tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí-
la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido,
o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían
convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda:
era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el
techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha
que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese
comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del
guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva
que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con
frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba
con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal
de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la
entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la
orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales
que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última
vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.
Después de que hubo relatado esto, yo,
envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la
extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad,
y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura
había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el
escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto
blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con
cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste
era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de
nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono
antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico
ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la
calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros
confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba
ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan
largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado
opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La
inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su
uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a
cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas
largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga
residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa
evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda
su anatomía. Parecía carecer de cola.
La respiración se había debilitado mucho, y el
guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando
de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos
sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía
el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su
cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado
por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no
debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido,
que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó
débilmente.
Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía
pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento
convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó
sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un
momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no
me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en
horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las
otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por
completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban
enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e
infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos
la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se
abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en
el descanso de la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y
tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando
en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.
Yo no me moví; me había quedado rígido, con
los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.
El miedo me abandonó, y en su lugar se
sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que
murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la
tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva
maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!!
ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Quién es el protagonista? ¿Qué le había
pasado? ¿Dónde se encontraba?
2. A qué hace referencia esta frase: "mi
deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba". Explica.
3. ¿Cuál era el peligro que acechaba al
protagonista en esa cueva?
4. ¿Qué hizo el protagonista contra ello?
5. ¿Por qué el protagonista dice que su oído
es "siempre digno de confianza"?
6. ¿Por qué el protagonista quiere volver a
ver a la bestia?
7. ¿De qué bestia se trataba?
8. Qué infieres del párrafo final del cuento:
"El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de
asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que
yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que
yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido
alguna vez- ¡¡¡un hombre!!!". Explica tu respuesta.
9. ¿Qué significado metafórico puede tener la
criatura encontrada por el protagonista?
10. Opina: ¿Por qué lo monstruoso nos causa
miedo? Explica tu respuesta.
11. ¿Qué relación existe entre el título de
este cuento y la historia que narra? Explica tu respuesta.
12. Reflexiona: ¿Cuál crees que fue la
finalidad del autor al escribir esta historia? Justifica tu respuesta.
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento de terror o suspenso que relate
el encuentro con una bestia o monstruo. Deberá estar narrado en primera
persona.
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