jueves, 19 de agosto de 2021

Cuento "Declaración" de Guy de Maupassant con actividades de comprensión lectora

 Declaración

Guy de Maupassant / Cuentos completos

Dos mujeres, madre e hija, avanzan, balanceándose, la una delante de la otra, por un angosto sendero abierto entre los sembrados, hacia aquel regimiento de animales. Cada una lleva dos cubos de cinc, que mantienen a distancia de su cuerpo con ayuda de un aro de cuba; y el metal, a cada uno de sus pasos, despide una llama deslumbrante y blanca, bajo el sol que lo hiere. No hablan. Van a ordeñar las vacas. Llegan, depositan el cubo en el suelo y se acercan a los dos primeros animales, que se levantan al sentir en sus costillas el golpe de los zuecos de las mujeres. La bestia se yergue con lentitud: primero sobre sus patas delanteras y alzando luego, con más trabajo, su ancha grupa, que parece entorpecida por la enorme ubre de carne rubia y colgante.

          Y las dos Malivoire, madre e hija, de rodillas bajo el vientre de la vaca, estiran con un vivo movimiento de sus manos la hinchada carne, que hace caer, a cada opresión, un delgado chorro de leche en el cubo. La espuma, algo amarilla, sube a los bordes; y las mujeres pasan de un animal a otro hasta la conclusión de la larga hilera.

          En cuanto han acabado de ordeñar una la pasan a otro sitio, dándole para comer un montón de pastura verde. Luego echan a andar otra vez más lentamente ya, entorpecidas por el peso de la leche; delante, la madre; la hija, detrás.Pero ésta se detiene bruscamente, deja en el suelo su carga, se sienta y se echa a llorar con amargura.

          La abuela Malivoire, no oyendo sus pasos, se vuelve y queda estupefacta.

          —¿Qué tienes? —dice.

          Y la hija, Celeste, una moza alta, rubia, de cabellos tostados, de mejillas quemadas y manchadas de pecas, como si en el rostro le hubiesen caído gotas de fuego mientras se peinaba un día al sol, murmuró, gimoteando nuevamente, cual gime el niño a quien se pega:

          —¡No puedo llevar la leche!

          La madre la miraba con aire inquieto. Repitió:

          —¿Qué tienes?

          Celeste agregó sentada en el suelo entre sus dos cubos y tapándose el rostro con el delantal:

          —Esto me duele demasiado. No puedo.

          La madre repitió por segunda vez:

          —¿Qué tienes?

          Y gimió la muchacha:

          —Creo que estoy encinta.

          Y sollozó.

          La vieja soltó a su vez los cubos de leche, tan asombrada, que no sabía qué decir. Por último, balbució:

          —¿Que..., que estás encinta, haragana? ¿Es posible?

          Los Malivoires eran ricos labriegos, gente apañadita, ordenada, respetada, maliciosa y pudiente.

          La chica tartajeó:

          —Me parece que no me engaño.

          Asombrada, la madre miraba a su hija, que lloriqueaba a sus pies. Al cabo de unos segundos, exclamó:

          —¡Conque estás encinta! ¡Encinta! ¿Y dónde has cogido eso, mala pécora?

          Y Celeste, sacudida por la emoción, murmuró:

          —Me parece que fue en el coche de Pólito.

          La vieja trataba de comprender, trataba de adivinar, trataba de saber quién habría podido hacer a su hija aquel mal servicio. Si era un mozo riquejo y bien mirado, se trataría de arreglar la cosa: el mal no existiría entonces más que a medias; no era Celeste la única a quien le había ocurrido aquello; pero le contrariaba el hecho de todos modos, en vista del giro que tomaba el asunto.

          Agregó:

          —¿Y quién te hizo eso, estúpida?

          Celeste, resuelta a decirlo todo, se atrevió a murmurar:

          —Creo que fue Pólito.

          Entonces la tía Malivoire, enloquecida por la cólera, se arrojó sobre su hija y se puso a pegarle con tanta furia que se le cayó el gorro.

          Descargaba recios puñetazos sobre la cabeza, sobre la espalda, sobre todo el cuerpo, y Celeste, tumbada por completo entre los dos cubos, que la protegían algo, se limitaba a ocultar el rostro entre las manos bien abiertas. Todas las vacas, sorprendidas, habían cesado de comer y, habiéndose vuelto, miraban con sus grandes ojos. La última bramó, alargando el hocico hacia las mujeres.

          Después de golpear hasta cansarse, la tía Malivoire, sofocada, se detuvo; y, recobrando algo el uso de sus facultades, quiso darse la más exacta cuenta de la situación.

          —¡Pólito! —dijo—. ¿Es posible? ¿Cómo te dejaste coger por un cochero de diligencia? ¿Habías perdido el seso? ¡Menester será que te haya dado un filtro aquel holgazán!

          Y Celeste, tumbada siempre en el suelo, murmuró de cara al polvo:

          —¡No le pagaba el asiento!

          La vieja normanda comprendió entonces.

          Todas las semanas, el miércoles y el sábado, Celeste iba al pueblo con los productos de la granja, la volatería, la crema y los huevos.

          Salía a las siete con sus dos cestos del brazo, los quesos y demás en el uno, las gallinas en el otro, e iba a esperar en la carretera la diligencia de Yvetot.

          Dejaba en tierra sus mercancías y se sentaba en la zanja, mientras las gallinas de corto y agudo pico y los patos de pico largo y ancho, sacando la cabeza por entre los mimbres, miraban con su ojo redondo, estúpido y lleno de asombro.

          Pronto el carruaje, especie de cofre amarillo protegido por un toldo de cuero negro, llegaba allí sacudiendo su trasera, movida por el trote aparatoso de una blanca yegua.

          Y Pólito, el cochero, un robusto y alegre muchacho, barrigudo, aunque joven, y tostado por el sol, curtido por el viento, mojado por las lluvias y teñido por el aguardiente, que tenía el rostro y el cuello de color de ladrillo, gritaba a lo lejos, haciendo sonar su látigo:

          —¡Buenos días, señorita Celeste! ¿Cómo va de salud?

          Ella le tendía, uno tras otro, sus cestos, que él colocaba sobre la imperial; luego subía la moza, levantando la pierna para alcanzar el estribo, y enseñando la pantorrilla, cubierta por una media azul.

          Y cada vez tenía Pólito la misma broma: “¡Caramba, no ha enflaquecido!”

          Y ella se echaba a reír, encontrando graciosa la frase. Luego él lanzaba un: “¡Arre, Capitana!”, que hacía arrancar al flaco animal. Entonces Celeste sacaba el portamonedas del fondo del bolsillo y de él diez sueldos, seis por ella y cuatro por los cestos de mercancías, y se los daba a Pólito por encima del hombro.

          Él los cogía, diciendo al alargar la mano:

          —¿Tampoco es hoy la fiesta?

          Y se reía de la mejor gana, volviéndose hacia la joven para mirarla con más comodidad.

          Mucho le costaba a ella el dar cada vez aquel medio franco por tres kilómetros de camino. Y cuando no tenía sueldo sufría más aún, no pudiendo decidirse a alargar una moneda de plata.

          Un día, en el momento de ir a pagar, no pudo contenerse.

          —Tratándose —dijo— de una buena parroquiana como yo, no debiera cobrarme usted más que seis sueldos.

          Él se echó a reír.

          —¿Seis sueldos, hermosa mía? Vale usted más que eso, seguramente que vale usted más.

          Ella insistió:

          —Vienen a resultarle a usted más de dos francos mensuales.

          Y él gritó, arreando al animal:

          —Para que vea usted que soy amable, no le cobraré nada si consiente en la fiesta.

          Ella preguntó con sencillez:

          —¿Qué quiere decir eso?

          Él se divertía tanto, que tosía a fuerza de reír.

          —Una fiesta es una fiesta. ¡Caramba! Una fiesta entre moza y mozo, un dúo sin música.

          Ella comprendió, se ruborizó y dijo:

          —No me conviene el trato, señor Pólito.

          Pero él no se intimidó, y repetía riendo más y más:

          —Ya le convendrá a usted ¡una fiesta entre moza y mozo!

          Y a partir de entonces, todos los días, cuando ella le iba a pagar, el cochero le preguntaba:

          —¿Tampoco es hoy la fiesta?

          Ella bromeaba también, y respondía:

          —Tampoco, señor Pólito; pero será el sábado, se lo aseguro.

          Y él gritaba, riendo:

          —Muy bien; ¡vaya por el sábado!

          Y ella calculaba interiormente que, en los dos años que duraba la cosa, había pagado cuarenta y ocho francos a Pólito, y cuarenta y ocho francos son una cantidad en el campo; y calculaba también que dentro de dos años más, le habría dado cerca de cien francos de plata.

          Y tanto calculó que un día, un día de primavera que estaban solos, cuando él le preguntó, según costumbre:

          —¿Tampoco es hoy la fiesta?

          Ella le respondió:

          —Como usted guste, señor Pólito.

          A él no le sorprendió la cosa y saltó dentro del coche, murmurando con satisfacción:

          —Sea hoy, pues. ¡Ya sabía yo que acabaríamos por entendernos!

          Y la vieja yegua blanca se puso a trotar tan suavemente que parecía bailar sin dar un paso, indiferente a la voz que te gritaba desde el fondo del coche:

          —¡Arre, Capitana, arre!

                                                                         ***

          Tres meses después, Celeste se dio cuenta de que estaba encinta.

          Había dicho todo esto con voz lacrimosa. Y su madre, pálida de ira, le preguntó:

          —¿Cuánto ha valido eso, según tu cuenta?

          Celeste dijo:

          —Cuatro meses, a diez sueldos viaje... Pues ocho francos.

          Al oír esto, la rabia de la campesina se desencadenó espantosamente, y, cayendo otra vez sobre la muchacha, la golpeó hasta perder el resuello. En seguida, levantándose:

          —¿Y le has dicho —exclamó— que estás encinta?

          —¿Qué le he de decir?

          —¿Por qué no?

          —¿Para qué me hubiese hecho pagar? ¡No soy tan tonta!

          La vieja meditó luego, tomando otra vez los cubos:

          —¡Vamos! —dijo—, levántate y trata de seguirme.

          Pasado un instante agregó:

          —Por otra parte, no le digas nada mientras él no lo note; ¡así podrás ir de balde seis u ocho meses!

          Y habiéndose puesto en pie, la moza, llorando aún, despeinada y cubierta de polvo, echó a andar con tardo paso tras de su madre, murmurando:

          —¡Es claro que no se lo diré!

 

ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN LECTURA

1.      ¿Quiénes son los personajes que intervienen en la obra? Describe a cada uno brevemente.

2.      En una palabra, ¿cuál es el tema del cuento? ¿Por qué?

3.      ¿Qué lección ejemplar podemos sacar de este cuento?

4.      ¿Justificas la actitud de la tía Malivoire de castigar a su hija al enterarse que está embarazada? ¿Por qué?

5.      ¿Los personajes de la obra actúan con ingenuidad, ignorancia o viveza? ¿Por qué?

6.      ¿Qué diferencias encuentras entre la idea de ingenuidad e ignorancia?

7.      ¿Qué opinión te merece este cuento? Fundamenta en 5 líneas

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1.      Redacta un cuento de una cara, con un título original sobre el tema del ENGAÑO, EL ABUSO O LA HIPOCRESÍA. No olvides hacerlo muy interesante.

 

miércoles, 18 de agosto de 2021

Fragmentos de "Los ríos profundos" de José María Arguedas con actividades de comprensión lectora

 

Los ríos profundos (Fragmentos)

José María Arguedas


FRAGMENTO 1:

Zumbayllu

 

La terminación quechua "yllu" es una onomatopeya. "Yllu" representa la música que producen las pequeñas alas en vuelo; música que surge del movimiento de objetos leves. Se llama tankayllu al tábano zumbador e inofensivo que vuela en el campo libando flores.  Su color es raro, tabaco oscuro; en el vientre lleva unas rayas brillantes; y como el ruido de sus alas es intenso, los indios creen que tiene en su cuerpo algo más que su sola vida. Su alargado cuerpo termina en un aguijón que no sólo es inofensivo, sino dulce. Los niños le dan caza para beber la miel en que está untado ese falso aguijón, ¿Por qué lleva miel? ¿Por qué sus pequeñas y endebles alas  mueven el viento hasta agitarlo y cambiarlo? Él remueve el aire, zumba como si  fuera grande. No, no es un ser malvado. Los niños que beben su miel sienten el corazón, durante toda la vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra  el rencor y la melancolía.


     En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijeras que ya se ha hecho legendario. Bailó e hizo proezas en las vísperas de los días santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas; ese danzak' se llamó Tankayllu.


     Pinkuyllu es el nombre de una quena grande que tocan los indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu tiene una voz grave y extraña que ofusca y exalta. Los indios desafían la muerte mientras lo oyen. Ninguna música llega más hondo al corazón humano.

 

***

     ¡Zumbayllu! Ántero trajo el primer zumbayllu al colegio. Los niños pequeños lo rodearon.

     -¡Vamos al patio, Ántero!

Palacios corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:

   

 -¡Zumbayllu, zumbayllu!

 

    Yo los seguí ansiosamente. ¿Qué podía ser el zumbayllu? ¿Qué podía nombrar esa palabra cuya terminación me recordaba bellos y misteriosos objetos?

 

El humilde Palacios había corrido casi encabezando todo el grupo  de muchachos que fueron a ver  el zumbayllu; había dado un gran salto para llegar primero al campo de recreo. Y estaba allí, mirando las manos de Ántero. Una gran dicha, anhelante, daba a su rostro el esplendor que no tenía antes. Su expresión era muy semejante a la de los escolares indios que juegan a la sombra de los molles en los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio Añuco, el engreído, el arrugado y pálido Añuco, miraba a Ántero desde un extremo del grupo: en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad. Parecía un ángel nuevo, recién convertido.

 

     Yo recordaba al gran Tankayllu, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero Tankayllu, el insecto volador que perseguíamos entre los meses de abril y mayo. Pensaba en los pinkuyllus que había oído sonar en los pueblos del sur.

 

     Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma como Ántero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca del Añuco. Sólo vi que Ántero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un campo delgado.

 

     Bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía estar henchido de esa voz delgada; y también toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.


  -¡Zumbayllu, zumbayllu!


     Hice un gran esfuerzo, empujé a otros alumnos más grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Ántero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados. La púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Ántero encordeló el trompo, lentamente luego lo arrojó. El trompo se detuvo un instante en el aire y luego cayó, lanzando ráfagas de aire por sus cuatro ojos, vibrando como un gran insecto cantador (...)


Ántero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Así atento, agachado. Ántero parecía asomarse desde otro espacio (...)


-¡Quiero ver si tú puedes manejarlo! - me dijo, entregándome el trompo.


Lo encordelé, lo lancé hacia arriba. El cordel se deslizó como una culebra entre mis manos, enderezó la púa y cayó, lentamente.


-¡Sube, winku!


     El trompo apoyó la púa en un andén de la piedra más grande, sobre un milímetro de espacio. La púa era redonda y no rozaba en ella la púa.


     -¡Mira, Ernesto! - me dijo Ántero. No va a la montaña, sino arriba. ¡Derechito al sol!  Ahora a la cascada, winku. ¡Cascada arriba!


     El zumbayllu se detuvo y cambió de voz.


 -¿Oyes? -dijo Ántero -. ¡Sube al cielo, sube al cielo! ¡Con el sol se va a mezclar!


     Cuando empezó a bajar el tono del zumbido, Ántero levantó el trompo. Me miró fijamente.


     -¡Guárdalo! -me dijo-. Lo haremos llorar en el campo, o sobre una alguna piedra grande del río. Cantará mejor todavía.


     Lo guardó en el bolsillo. Lo examiné despacio con los dedos. Era en verdad winku, es decir, deforme, sin dejar de ser redondo, y layk'a, es decir, brujo, porque  era rojizo con muchas difusas. Por eso, cambiaba de voz y de colores como si estuviera hecho de agua.


     -Si lo hago bailar, y soplo su canto hacia la dirección de Chalhuanca, donde está mi padre, ¿llegaría hasta  sus oídos? - le pregunté.


     -¡Llega, hermano! Para él no hay distancia. Enantes subió al sol. Y su canto no se quema ni se hiela. Tú le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas el camino, y después, cuando estás cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres, donde está tu padre y sigues dándole tu encargo. El zumbayllu canta al oído de quién espera. ¡Haz la prueba ahora, al instante!


-¿Yo mismo tengo que hacerlo?

 
-Sí. Debe ser el que quiere dar el encargo. Háblale bajito -me advirtió.


Puse los labios sobre uno de sus ojos.


-"Dile a mi padre que estoy bien -le dije al zumbayllu-; aunque mi corazón se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en la frente. Le cantarás para su alma".


Lo encordelé cuidadosamente, y tiré la cuerda.
-¡Corriente arriba del Pachachaca, corriente arriba! -grité.

 

El zumbayllu cantó fuerte en el aire.

 

 -¡Sopla! ¡Sopla un poco! -exclamó Ántero.

 

Yo soplé hacia Chalhuanca, en dirección de la cuenca alta del gran río.


     Y el zumbayllu cantó dulcemente.

 

 

 

 

FRAGMENTO 2:

Puente sobre el mundo 


 

En esos barrios había manzanas enteras sin construcciones, campos en que crecían arbustos y matas de espinos. De la Plaza de Armas hacia el río sólo había dos o tres casas, y luego un campo baldío, con bosques bajos de higuerilla, poblado de sapos y tarántulas. En ese campo jugaban los alumnos del Colegio. Los sermones patrióticos del Padre Director se realizaban en la práctica; bandas de alumnos “peruanos” y “chilenos” luchábamos allí; nos arrojábamos frutos de la higuerilla con hondas de jebe, y después, nos lanzábamos al asalto, a pelear a golpes de puño y a empellones. Los “peruanos” debían ganar siempre. En ese bando se alistaban los preferidos de los campeones del Colegio, porque obedecíamos las órdenes que ellos daban y teníamos que aceptar la clasificación que ellos hacían.

Muchos alumnos volvían al internado con la nariz hinchada, con los ojos amoratados o con los labios partidos. “La mayoría son chilenos, padrecito”, informaban los “jefes”. El Padre Director sonreía y nos llevaba al botiquín para curarnos.

El “Añuco” era un “chileno” artero y temible. Era él el único interno descendiente de una familia de terratenientes.

Se sabía en Abancay que el abuelo del “Añuco” fue un gran hacendado, vicioso, jugador y galante. Hipotecó la hacienda más grande e inició a su hijo en los vicios.

El padre del “Añuco” heredó joven, y dedicó su vida, como el abuelo, al juego. Se establecía en las villas de los grandes propietarios; invitaba a los hacendados vecinos y organizaba un casino en el salón de la casa-hacienda. Tocaba piano, cantaba y era galante con las hijas y las esposas de los terratenientes. Las temporadas que él pasaba en los palacios de las haciendas se convertían en días memorables. Pero al cabo, se quedó sin un palmo de tierra. Sus dos haciendas cayeron en manos de un inmigrante que había logrado establecer una fábrica en el Cuzco, y que estaba resuelto a comprar tierras para ensayar el cultivo del algodón.

Contaban en Abancay que el padre del “Añuco” pasó los tres últimos años de su vida en la ciudad. (…)

El “Añuco” aparecía bruscamente entre los “chilenos”. Atacaba como un gato endemoniado. Era delgado; tendría entonces catorce años. Su piel era delicada, de una blancura desagradable que le daba apariencia de enfermizo; pero sus brazos flacos y duros, a la hora de la lucha se convertían en fieras armas de combates; golpeaba con ambas manos, como si hiriera con los extremos de dos troncos delgados. Nadie lo estimaba. Los alumnos nuevos, los que llegaban de las provincias lejanas, hablaban con él durante algunos días. El “Añuco” trataba de infundirles desconfianza y rencor por todos los internos. Era el primero en acercarse a los nuevos, pero acababa siempre por cansarlos; y se convertía en el primer adversario de los recién llegados. Si era mayor, lo insultaba con las palabras más inmundas, hasta ser atacado, para que Lleras interviniera; pero si reñía con algún pequeño lo golpeaba encarnizadamente. En las guerras era feroz. Hondeaba con piedras y no con frutos de higuerilla. O intervenía sólo en el “cuerpo a cuerpo”, pateando por detrás, atropellando a los que estaban de espaldas. Y cambiaba de “chileno” a “peruano”, según fuera más fácil el adversario, por pequeño o porque estuviera rodeado de mayor número de enemigos. No respetaba las reglas. Se sentía feliz cuando alguien caía derribado en una lucha en grupo, porque entonces se acomodaba hábilmente para pisotear el rostro del caído o para darle puntapiés cortos, como si todo fuera casual, y sólo porque estaba cegado por el juego. Sin embargo, alguna vez, su conducta era distinta. Al “Añuco” se le llegó a prohibir que jugara a las “guerras”. A pesar de Lleras, en una gran asamblea, lo descalificamos, por “traicionero” y “vendepatria”. Pero él intervenía casi siempre, cuando no iba a escalar los cerros con Lleras, o a tomar chicha y a fastidiar a las mestizas y a los indios. Llegaba repentinamente; aparecía en los bosques de higuerilla, saltaba de una tapia o subía del fondo de alguna zanja; y a veces peleaba a favor de cualquier pequeño que estuviera perseguido o que había sido tomado prisionero y estaba en el “cuartel”, escoltado por varios “guardias”. Se lanzaba como una pequeña fiera, gruñía, mordía, arañaba y daba golpes contundentes y decisivos. “¡Fuera sarnas! ¡Tengo mal de rabia!”, gritaba, con los ojos brillantes, que causaban desconcierto; se lanzaba a luchar de verdad, y sus adversarios huían. Pero muchas veces, cuando el “Añuco” caía entre algún grupo de alumnos que lo odiaban especialmente, era golpeado sin piedad. Gritaba como un cerdo al que degüellan, pedía auxilio y sus chillidos se oían hasta el centro del pueblo. Exageraba sus dolores, gemía durante varios días. Y los odios no cesaban, se complicaban y se extendían.

 

(…)

Muchas veces, tres o cuatro alumnos tocaban huaynos en competencia. Se reunía un buen público de internos para escucharlos y hacer de juez. En cierta ocasión cada competidor tocó más de cincuenta huaynos. A estos tocadores de armónica les gustaba que yo cantara. Unos repetían la melodía; los otros “el acompañamiento”, en las notas más graves; balanceaban el cuerpo, se agachaban y levantaban con gran entusiasmo, marcando el compás. Pero nadie tocaba mejor que Romero, el alto y aindiado rondinista de Andahuaylas.

(…)

Durante el día más de cien alumnos jugaban en ese pequeño campo polvoriento. Algunos de los juegos eran brutales; los elegían los grandes y los fuertes para golpearse, o para ensangrentar y hacer llorar a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, muchos de los alumnos pequeños y débiles preferían, extrañamente, esos rudos juegos; aunque durante varios días se quejaban y caminaban cojeando, pálidos y humillados.

Durante las noches, el campo de juego quedaba en la oscuridad. El único foco de luz era el que alumbraba la puerta del comedor, a diez metros del campo.

(…)

Jamás peleaban con mayor encarnizamiento; llegaban a patear a sus competidores cuando habían caído al suelo; les clavaban el taco del zapato en la cabeza, en las partes más dolorosas. Los menores no nos acercábamos mucho a ellos. Oíamos los asquerosos juramentos de los mayores; veíamos cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían algunos de los contendores, mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a gritos que en las próximas noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños. La lucha no cesaba hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a los dormitorios; o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta del comedor, porque había escuchado los insultos y el vocerío.

(…)

El “Añuco” y Lleras miraban con inmenso desprecio a los contusos de las peleas nocturnas. Algunas noches contemplaban los pugilatos desde la esquina del pasadizo. Llegaban cuando la lucha había empezado, o cuando la violencia de los jóvenes cedía, y por la propia desesperación organizaban una fila.

—¡A ver, criaturas! ¡A la fila! ¡A la fila! —gritaba el “Añuco”, mientras Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros, a los menores, que nos alejábamos a los rincones del patio. Los grandes permanecían callados en su formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras; él corría hacia el comedor, y el grupo de sus perseguidores se detenía.

Un abismo de odio separaba a Lleras y “Añuco” de los internos mayores. Pero no se atrevían a luchar con el campeón.

(…)

El interno más humilde y uno de los más pequeños era Palacios. Había venido de una aldea de la cordillera. Leía penosamente y no entendía bien el castellano. Era el único alumno del Colegio que procedía de un ayllu de indios. Su humildad se debía a su origen y a su torpeza. Varios alumnos pretendimos ayudarle a estudiar, inútilmente; no lograba comprender y permanecía extraño, irremediablemente alejado del ambiente del Colegio, de cuanto explicaban los profesores y del contenido de los libros. Estaba condenado a la tortura del internado y de las clases. Sin embargo, su padre insistía en mantenerlo en el Colegio, con tenacidad invencible. Era un hombre alto, vestido con traje de mestizo; usaba corbata y polainas. Visitaba a su hijo todos los meses. Se quedaba con él en la sala de recibo, y le oíamos vociferar encolerizado. Hablada en castellano, pero cuando se irritaba, perdía la serenidad e insultaba en quechua a su hijo. Palacitos se quejaba, imploraba a su padre que lo sacara del internado.

—¡Llévame al Centro Fiscal, papacito! —le pedía en quechua.

—¡No! ¡En colegio! —insistía enérgicamente el cholo.

Y luego se iba. Dejaba valiosos obsequios para el Director y para los otros frailes. Traía cuatro o cinco carneros degollados y varias cargas de maíz y de papas.

El Director llamaba a Palacitos luego de cada visita del padre. Tras una larga plática, Palacitos salía aún más lloroso que del encuentro con su padre, más humilde y acobardado, buscando un sitio tranquilo donde llorar. A veces la cocinera podía hacerlo entrar en su habitación, cuidando de que los Padres no lo vieran. Nosotros le disculpábamos ante el profesor, y Palacitos pasaba la tarde, hasta la hora de la comida, en un extremo de la cocina, cubierto con algunas frazadas sucias. Sólo entonces se calmaba mucho. Salía de la cocina con los ojos un poco hinchados, pero con la mirada despejada y casi brillante. Conversaba algo con nosotros y jugaba. La demente lo miraba con cierta familiaridad, cuando pasaba por la puerta del comedor.

Lleras y “Añuco” se cansaron de molestar a Palacitos. No era rebelde, no podía interesarles. Al cabo de un tiempo, el “Añuco” le dio un puntapié y no volvió a fijarse en él.

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA PARA EL FRAGMENTO 1: ZUMBAYLLU

 

1.    ¿Qué era el zumbayllu? ¿Cómo era el zumbayllu?

2.    ¿Por qué los alumnos se ilusionan mucho con el zumbayllu?

3.    ¿Crees que el zumbayllu ayuda a que reine la paz entre los alumnos del colegio? ¿Por qué?

4.    ¿Qué relación existe entre el zumbayllu y la inocencia de ser niño?

5.    ¿Por qué crees que Ernesto le pide el favor que se menciona en la narración al zumbayllu?

 



ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA PARA EL FRAGMENTO 2: PUENTE SOBRE EL MUNDO

 

1.    ¿Cuál era el “juego” que exigía jugar el Padre Director?

2.    ¿Quién era el Añuco? ¿Cuál era su edad? ¿Cómo era su personalidad?

3.    ¿Qué hacía el Añuco con los demás internos?

4.    ¿Quién era Lleras?

5.    ¿Quién era Palacios?

6.    ¿Por qué Palacios no quería estar en ese colegio?

7.    ¿En qué partes de este fragmento se puede observar situaciones violentas? Nombra y explica dos situaciones

8.    ¿Estás de acuerdo con la actitud de Añuco y Lleras frente a Palacios? ¿Por qué?

9.    ¿Por qué crees que Añuco y Lleras son violentos?

10.  ¿Crees que los métodos de enseñanza de este colegio realmente educan a los estudiantes? ¿Por qué?


José María Arguedas

EXTRA: VIDEO DE ANÁLISIS DE LA OBRA "LOS RÍOS PROFUNDOS" DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: