Los ríos profundos (Fragmentos)
José María Arguedas
FRAGMENTO
1:
Zumbayllu
La terminación quechua "yllu" es
una onomatopeya. "Yllu" representa la música que producen las
pequeñas alas en vuelo; música que surge del movimiento de objetos leves. Se
llama tankayllu al tábano zumbador e inofensivo que vuela en el
campo libando flores. Su color es raro, tabaco oscuro; en el vientre
lleva unas rayas brillantes; y como el ruido de sus alas es intenso, los indios
creen que tiene en su cuerpo algo más que su sola vida. Su alargado cuerpo
termina en un aguijón que no sólo es inofensivo, sino dulce. Los niños le dan
caza para beber la miel en que está untado ese falso aguijón, ¿Por qué lleva
miel? ¿Por qué sus pequeñas y endebles alas mueven el viento hasta
agitarlo y cambiarlo? Él remueve el aire, zumba como si fuera grande. No,
no es un ser malvado. Los niños que beben su miel sienten el corazón, durante
toda la vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra el
rencor y la melancolía.
En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijeras que
ya se ha hecho legendario. Bailó e hizo proezas en las vísperas de los días
santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas; ese
danzak' se llamó Tankayllu.
Pinkuyllu es el nombre de una quena grande que tocan los
indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu tiene una voz grave
y extraña que ofusca y exalta. Los indios desafían la muerte mientras lo oyen.
Ninguna música llega más hondo al corazón humano.
***
¡Zumbayllu! Ántero trajo el
primer zumbayllu al colegio. Los niños pequeños lo rodearon.
-¡Vamos al patio, Ántero!
Palacios corrió entre los primeros. Saltaron
el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:
-¡Zumbayllu, zumbayllu!
Yo los seguí ansiosamente. ¿Qué
podía ser el zumbayllu? ¿Qué podía nombrar esa palabra cuya terminación me
recordaba bellos y misteriosos objetos?
El humilde Palacios había corrido casi
encabezando todo el grupo de muchachos que fueron a ver el
zumbayllu; había dado un gran salto para llegar primero al campo de recreo. Y
estaba allí, mirando las manos de Ántero. Una gran dicha, anhelante, daba a su
rostro el esplendor que no tenía antes. Su expresión era muy semejante a la de
los escolares indios que juegan a la sombra de los molles en
los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio Añuco, el
engreído, el arrugado y pálido Añuco, miraba a Ántero desde un extremo del
grupo: en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello
delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad.
Parecía un ángel nuevo, recién convertido.
Yo recordaba al gran
Tankayllu, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el
atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero Tankayllu, el insecto
volador que perseguíamos entre los meses de abril y mayo. Pensaba en los
pinkuyllus que había oído sonar en los pueblos del sur.
Yo no pude ver el pequeño trompo
ni la forma como Ántero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca del
Añuco. Sólo vi que Ántero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe
con el brazo derecho. Luego escuché un campo delgado.
Bajo el sol denso, el canto
del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía estar henchido de
esa voz delgada; y también toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía
brotar.
-¡Zumbayllu, zumbayllu!
Hice un gran esfuerzo, empujé a otros alumnos más grandes
que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Ántero. Tenía en las manos un
pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos
pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados. La púa era grande y delgada.
Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Ántero encordeló
el trompo, lentamente luego lo arrojó. El trompo se detuvo un instante en el
aire y luego cayó, lanzando ráfagas de aire por sus cuatro ojos, vibrando como
un gran insecto cantador (...)
Ántero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Así atento,
agachado. Ántero parecía asomarse desde otro espacio (...)
-¡Quiero ver si tú puedes manejarlo! - me dijo, entregándome el trompo.
Lo encordelé, lo lancé hacia arriba. El cordel se deslizó como una culebra
entre mis manos, enderezó la púa y cayó, lentamente.
-¡Sube, winku!
El trompo apoyó la púa en un andén de la piedra más grande,
sobre un milímetro de espacio. La púa era redonda y no rozaba en ella la púa.
-¡Mira, Ernesto! - me dijo Ántero. No va a la montaña, sino
arriba. ¡Derechito al sol! Ahora a la cascada, winku. ¡Cascada arriba!
El zumbayllu se detuvo y cambió de voz.
-¿Oyes? -dijo Ántero -. ¡Sube al cielo, sube al cielo! ¡Con el sol se va
a mezclar!
Cuando empezó a bajar el tono del zumbido, Ántero levantó
el trompo. Me miró fijamente.
-¡Guárdalo! -me dijo-. Lo haremos llorar en el campo, o
sobre una alguna piedra grande del río. Cantará mejor todavía.
Lo guardó en el bolsillo. Lo examiné despacio con los
dedos. Era en verdad winku, es decir, deforme, sin dejar de ser redondo, y
layk'a, es decir, brujo, porque era rojizo con muchas difusas. Por eso,
cambiaba de voz y de colores como si estuviera hecho de agua.
-Si lo hago bailar, y soplo su canto hacia la dirección de
Chalhuanca, donde está mi padre, ¿llegaría hasta sus oídos? - le
pregunté.
-¡Llega, hermano! Para él no hay distancia. Enantes subió
al sol. Y su canto no se quema ni se hiela. Tú le hablas primero en uno de sus
ojos, le das tu encargo, le orientas el camino, y después, cuando estás
cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres, donde está tu padre y
sigues dándole tu encargo. El zumbayllu canta al oído de quién espera. ¡Haz la
prueba ahora, al instante!
-¿Yo mismo tengo que hacerlo?
-Sí. Debe ser el que quiere dar el encargo. Háblale bajito -me advirtió.
Puse los labios sobre uno de sus ojos.
-"Dile a mi padre que estoy bien -le dije al zumbayllu-; aunque mi corazón
se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en la frente. Le cantarás para
su alma".
Lo encordelé cuidadosamente, y tiré la cuerda.
-¡Corriente arriba del Pachachaca, corriente arriba! -grité.
El zumbayllu cantó fuerte en el aire.
-¡Sopla! ¡Sopla un poco! -exclamó Ántero.
Yo soplé hacia Chalhuanca, en dirección de la
cuenca alta del gran río.
Y el zumbayllu cantó dulcemente.
FRAGMENTO
2:
Puente sobre el mundo
En esos barrios había manzanas enteras sin construcciones, campos en que
crecían arbustos y matas de espinos. De la Plaza de Armas hacia el río sólo
había dos o tres casas, y luego un campo baldío, con bosques bajos de
higuerilla, poblado de sapos y tarántulas. En ese campo jugaban los alumnos del
Colegio. Los sermones patrióticos del Padre Director se realizaban en la
práctica; bandas de alumnos “peruanos” y “chilenos” luchábamos allí; nos
arrojábamos frutos de la higuerilla con hondas de jebe, y después, nos
lanzábamos al asalto, a pelear a golpes de puño y a empellones. Los “peruanos”
debían ganar siempre. En ese bando se alistaban los preferidos de los campeones
del Colegio, porque obedecíamos las órdenes que ellos daban y teníamos que
aceptar la clasificación que ellos hacían.
Muchos alumnos volvían al internado con la
nariz hinchada, con los ojos amoratados o con los labios partidos. “La mayoría
son chilenos, padrecito”, informaban los “jefes”. El Padre Director sonreía y
nos llevaba al botiquín para curarnos.
El “Añuco” era un “chileno” artero y temible.
Era él el único interno descendiente de una familia de terratenientes.
Se sabía en Abancay que el abuelo del “Añuco”
fue un gran hacendado, vicioso, jugador y galante. Hipotecó la hacienda más
grande e inició a su hijo en los vicios.
El padre del “Añuco” heredó joven, y dedicó su
vida, como el abuelo, al juego. Se establecía en las villas de los grandes
propietarios; invitaba a los hacendados vecinos y organizaba un casino en el
salón de la casa-hacienda. Tocaba piano, cantaba y era galante con las hijas y
las esposas de los terratenientes. Las temporadas que él pasaba en los palacios
de las haciendas se convertían en días memorables. Pero al cabo, se quedó sin
un palmo de tierra. Sus dos haciendas cayeron en manos de un inmigrante que
había logrado establecer una fábrica en el Cuzco, y que estaba resuelto a
comprar tierras para ensayar el cultivo del algodón.
Contaban en Abancay que el padre del “Añuco”
pasó los tres últimos años de su vida en la ciudad. (…)
El “Añuco” aparecía bruscamente entre los
“chilenos”. Atacaba como un gato endemoniado. Era delgado; tendría entonces
catorce años. Su piel era delicada, de una blancura desagradable que le daba
apariencia de enfermizo; pero sus brazos flacos y duros, a la hora de la lucha
se convertían en fieras armas de combates; golpeaba con ambas manos, como si
hiriera con los extremos de dos troncos delgados. Nadie lo estimaba. Los
alumnos nuevos, los que llegaban de las provincias lejanas, hablaban con él
durante algunos días. El “Añuco” trataba de infundirles desconfianza y rencor
por todos los internos. Era el primero en acercarse a los nuevos, pero acababa
siempre por cansarlos; y se convertía en el primer adversario de los recién
llegados. Si era mayor, lo insultaba con las palabras más inmundas, hasta ser
atacado, para que Lleras interviniera; pero si reñía con algún pequeño lo
golpeaba encarnizadamente. En las guerras era feroz. Hondeaba con piedras y no
con frutos de higuerilla. O intervenía sólo en el “cuerpo a cuerpo”, pateando
por detrás, atropellando a los que estaban de espaldas. Y cambiaba de “chileno”
a “peruano”, según fuera más fácil el adversario, por pequeño o porque
estuviera rodeado de mayor número de enemigos. No respetaba las reglas. Se
sentía feliz cuando alguien caía derribado en una lucha en grupo, porque entonces
se acomodaba hábilmente para pisotear el rostro del caído o para darle
puntapiés cortos, como si todo fuera casual, y sólo porque estaba cegado por el
juego. Sin embargo, alguna vez, su conducta era distinta. Al “Añuco” se le
llegó a prohibir que jugara a las “guerras”. A pesar de Lleras, en una gran
asamblea, lo descalificamos, por “traicionero” y “vendepatria”. Pero él
intervenía casi siempre, cuando no iba a escalar los cerros con Lleras, o a
tomar chicha y a fastidiar a las mestizas y a los indios. Llegaba
repentinamente; aparecía en los bosques de higuerilla, saltaba de una tapia o
subía del fondo de alguna zanja; y a veces peleaba a favor de cualquier pequeño
que estuviera perseguido o que había sido tomado prisionero y estaba en el
“cuartel”, escoltado por varios “guardias”. Se lanzaba como una pequeña fiera,
gruñía, mordía, arañaba y daba golpes contundentes y decisivos. “¡Fuera sarnas!
¡Tengo mal de rabia!”, gritaba, con los ojos brillantes, que causaban
desconcierto; se lanzaba a luchar de verdad, y sus adversarios huían. Pero
muchas veces, cuando el “Añuco” caía entre algún grupo de alumnos que lo
odiaban especialmente, era golpeado sin piedad. Gritaba como un cerdo al que
degüellan, pedía auxilio y sus chillidos se oían hasta el centro del pueblo.
Exageraba sus dolores, gemía durante varios días. Y los odios no cesaban, se
complicaban y se extendían.
(…)
Muchas veces, tres o cuatro alumnos tocaban huaynos
en competencia. Se reunía un buen público de internos para escucharlos y hacer
de juez. En cierta ocasión cada competidor tocó más de cincuenta huaynos.
A estos tocadores de armónica les gustaba que yo cantara. Unos repetían la
melodía; los otros “el acompañamiento”, en las notas más graves; balanceaban el
cuerpo, se agachaban y levantaban con gran entusiasmo, marcando el compás. Pero
nadie tocaba mejor que Romero, el alto y aindiado rondinista de Andahuaylas.
(…)
Durante el día más de cien alumnos jugaban en
ese pequeño campo polvoriento. Algunos de los juegos eran brutales; los elegían
los grandes y los fuertes para golpearse, o para ensangrentar y hacer llorar a
los pequeños y a los débiles. Sin embargo, muchos de los alumnos pequeños y
débiles preferían, extrañamente, esos rudos juegos; aunque durante varios días
se quejaban y caminaban cojeando, pálidos y humillados.
Durante las noches, el campo de juego quedaba
en la oscuridad. El único foco de luz era el que alumbraba la puerta del
comedor, a diez metros del campo.
(…)
Jamás peleaban con mayor encarnizamiento;
llegaban a patear a sus competidores cuando habían caído al suelo; les clavaban
el taco del zapato en la cabeza, en las partes más dolorosas. Los menores no
nos acercábamos mucho a ellos. Oíamos los asquerosos juramentos de los mayores;
veíamos cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían algunos de los
contendores, mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a gritos que en las
próximas noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños. La lucha no
cesaba hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a los dormitorios;
o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta del comedor,
porque había escuchado los insultos y el vocerío.
(…)
El “Añuco” y Lleras miraban con inmenso
desprecio a los contusos de las peleas nocturnas. Algunas noches contemplaban
los pugilatos desde la esquina del pasadizo. Llegaban cuando la lucha había
empezado, o cuando la violencia de los jóvenes cedía, y por la propia
desesperación organizaban una fila.
—¡A ver, criaturas! ¡A la fila! ¡A la fila!
—gritaba el “Añuco”, mientras Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros,
a los menores, que nos alejábamos a los rincones del patio. Los grandes
permanecían callados en su formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras;
él corría hacia el comedor, y el grupo de sus perseguidores se detenía.
Un abismo de odio separaba a Lleras y “Añuco”
de los internos mayores. Pero no se atrevían a luchar con el campeón.
(…)
El interno más humilde y uno de los más
pequeños era Palacios. Había venido de una aldea de la cordillera. Leía
penosamente y no entendía bien el castellano. Era el único alumno del Colegio
que procedía de un ayllu de indios. Su humildad se debía a su origen y a
su torpeza. Varios alumnos pretendimos ayudarle a estudiar, inútilmente; no
lograba comprender y permanecía extraño, irremediablemente alejado del ambiente
del Colegio, de cuanto explicaban los profesores y del contenido de los libros.
Estaba condenado a la tortura del internado y de las clases. Sin embargo, su
padre insistía en mantenerlo en el Colegio, con tenacidad invencible. Era un
hombre alto, vestido con traje de mestizo; usaba corbata y polainas. Visitaba a
su hijo todos los meses. Se quedaba con él en la sala de recibo, y le oíamos
vociferar encolerizado. Hablada en castellano, pero cuando se irritaba, perdía
la serenidad e insultaba en quechua a su hijo. Palacitos se quejaba, imploraba
a su padre que lo sacara del internado.
—¡Llévame al Centro Fiscal, papacito! —le
pedía en quechua.
—¡No! ¡En colegio! —insistía enérgicamente el
cholo.
Y luego se iba. Dejaba valiosos obsequios para
el Director y para los otros frailes. Traía cuatro o cinco carneros degollados
y varias cargas de maíz y de papas.
El Director llamaba a Palacitos luego de cada
visita del padre. Tras una larga plática, Palacitos salía aún más lloroso que
del encuentro con su padre, más humilde y acobardado, buscando un sitio
tranquilo donde llorar. A veces la cocinera podía hacerlo entrar en su
habitación, cuidando de que los Padres no lo vieran. Nosotros le disculpábamos
ante el profesor, y Palacitos pasaba la tarde, hasta la hora de la comida, en
un extremo de la cocina, cubierto con algunas frazadas sucias. Sólo entonces se
calmaba mucho. Salía de la cocina con los ojos un poco hinchados, pero con la
mirada despejada y casi brillante. Conversaba algo con nosotros y jugaba. La
demente lo miraba con cierta familiaridad, cuando pasaba por la puerta del
comedor.
Lleras y “Añuco” se cansaron de molestar a
Palacitos. No era rebelde, no podía interesarles. Al cabo de un tiempo, el
“Añuco” le dio un puntapié y no volvió a fijarse en él.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA PARA EL FRAGMENTO 1: ZUMBAYLLU
1.
¿Qué era el zumbayllu? ¿Cómo era el zumbayllu?
2.
¿Por qué los alumnos se ilusionan mucho con el
zumbayllu?
3.
¿Crees que el zumbayllu ayuda a que reine la paz
entre los alumnos del colegio? ¿Por qué?
4.
¿Qué relación existe entre el zumbayllu y la
inocencia de ser niño?
5.
¿Por qué crees que Ernesto le pide el favor que
se menciona en la narración al zumbayllu?
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA PARA EL FRAGMENTO 2: PUENTE SOBRE EL MUNDO
1.
¿Cuál era el “juego” que exigía jugar el Padre Director?
2.
¿Quién era el Añuco? ¿Cuál era su edad? ¿Cómo era su personalidad?
3.
¿Qué hacía el Añuco con los demás internos?
4.
¿Quién era Lleras?
5.
¿Quién era Palacios?
6.
¿Por qué Palacios no quería estar en ese colegio?
7.
¿En qué partes de este fragmento se puede observar situaciones violentas?
Nombra y explica dos situaciones
8.
¿Estás de acuerdo con la actitud de Añuco y Lleras frente a Palacios?
¿Por qué?
9.
¿Por qué crees que Añuco y Lleras son violentos?
10.
¿Crees que los métodos de enseñanza de este colegio realmente educan a
los estudiantes? ¿Por qué?
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