CRIMEN Y CASTIGO
(Fragmento)
Fiódor Dostoyevski
Rodión
Raskolnikov, un joven y humilde estudiante de Derecho, está
decidido a asesinar a una vieja usurera que según él es la encarnación de la
maldad e inmundicia humana. Planifica su plan meticulosamente con frialdad.
Piensa que si mata a la vieja le hará un “bien” a la sociedad… pero su
conciencia le impide sentirse satisfecho con sus acciones…
La
puerta se abrió formando una estrecha rendija, como la otra vez, y de nuevo dos
ojos inquisidores y desconfiados se clavaron en él desde la oscuridad. En este
momento Raskólnikov se desconcertó y cometió un grave error.
Temiendo
que la vieja al verle solo se asustara, y convencido de que su aspecto de
ningún modo iba a tranquilizarla, agarró la puerta y tiró de ella hacia sí, a
fin de que a la vieja no se le ocurriera cerrar otra vez. Ella no volvió a
cerrar la puerta, en efecto, mas tampoco soltó la manija, de modo de
Raskólnikov por poco la arrastra hacia la escalera junto con la puerta. Como Aliona
Ivánovna se quedaba de pie en medio de la puerta sin dejar el paso libre, él
dio un paso adelante. La anciana se apartó, asustada, quiso decir algo, mas
pareció que no podía y se quedó mirando al joven con los ojos enormemente
abiertos.
—Buenas
tardes, Aliona Ivánovna —comenzó él a decir con la mayor desenvoltura posible,
pero la voz no le obedeció, se le quebró, temblorosa...—. Le traigo...un
objeto...,pero será mejor entrar ahí, acercarse a la luz.
Soltó
la puerta y, sin esperar a que le invitaran a pasar, entró en la habitación. La
vieja corrió tras él y recobró entonces el don de la palabra:
—¡Señor!
Pero ¿qué quiere?...¿Quién es usted? ¿Qué se le ofrece?
—Perdone,
Aliona Ivánovna..., soy un conocido suyo... Raskólnikov...Le traigo una prenda,
que le prometí hace unos días... —y le tendió el objeto que llevaba preparado.
La
vieja echó un vistazo al paquetito, pero en seguida volvió a clavar la mirada
en los ojos del inesperado visitante. Le miraba atenta, con ira y desconfianza.
Transcurrió un minuto. Raskólnikov creyó distinguir en los ojos de la vieja una
expresión sarcástica, como si lo hubiera adivinado todo. Tenía la sensación de
que perdía la serenidad, de que el miedo se apoderaba de él, un miedo horrible,
hasta el punto de que si ella continuaba mirándole de aquel modo, sin decir una
palabra, un minuto más, huiría de allí corriendo.
—Pero,
¿por qué me mira usted de ese modo, como si no me hubiese reconocido? —exclamó
él, de pronto, con rabia—. Si lo requiere, tómelo; si no, lo llevaré a otro sitio.
No tengo tiempo que perder.
Ni
siquiera había pensado decir aquello; estas palabras le salieron como por sí
mismas. La vieja volvió en sí; por lo visto, el tono decidido del recién
llegado le dio ánimos.
—¿Por
qué te pones de ese modo, señor? Así, sin más ni más... ¿Qué me traes?
—preguntó mirando la prenda.
—Una
pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez.
La
vieja tendió la mano.
—¿Qué
le pasa, que está usted tan pálido? ¿Le tiemblan las manos? ¿Viene del baño,
acaso?
—Son
las fiebres —respondió Raskólnikov con voz cascada—. ¿Y quién no se pone
pálido, si no tiene nada que comer? —añadió, articulando a duras penas las
palabras.
Otra
vez las fuerzas le abandonaban. Mas la respuesta parecía verosímil. La vieja
tomó la prenda.
—¿Qué
es esto? —preguntó, sopesándola con la mano y mirando otra vez fijamente a
Raskólnikov.
—Este
objeto es... una pitillera... de plata... mírela.
—No
parece de plata. ¡Vaya modo de atarla!
Para
desatar el cordoncito, se volvió hacia una ventana, hacia la luz (tenía todas
las ventanas cerradas, a pesar del calor asfixiante), y por unos segundos se
apartó de el abrigo y descolgó el hacha del lazo, pero no lo sacó del todo; lo
sostenía con la mano derecha debajo del abrigo. Tenía las manos enormemente
débiles; se daba cuenta de que a cada momento se le entorpecían y se le cayera
al suelo...
De
pronto le pareció que el vértigo se apoderaba de él.
—¡Vaya
lío que ha armado con esto! —exclamó la vieja, malhumorada, e hizo un
movimiento como para dirigirse hacia él.
No
había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó
con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó
caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof
creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las
recuperaba después de haber dado el hachazo.
La
vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises,
ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar
en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la
nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de
la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que
tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas
tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos
hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un
recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó
definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó
sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que
parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro
estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
Raskolnikof
dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando
no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había
visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba
plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante
recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia,
que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de
sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que
él ya había visto.
Corrió
con las llaves al dormitorio. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño:
apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó
una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito.
Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para
retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia,
otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación.
Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí...
Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha,
la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba
muerta.
Se
inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo
abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba era
innecesaria.
(...)
Una
impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus
tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del
temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por
ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en introducirla.
De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las otras
pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo
había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez
guardaba la vieja todos sus tesoros.
(...)
Se
limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como
la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De
pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
«¡Qué
insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
Pero
cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un
reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo
aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados
todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de
estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel
de periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo:
introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán
sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero
de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos
en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo
estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió
un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó en
seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Raskolnikof,
en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó
empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba
Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver
de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para
gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su
rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo;
abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue
retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio,
aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el
hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas
que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan
a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.
Era
tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni
siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su
cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si
quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte
superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó.
Raskolnikof perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después
lo dejó caer y corrió al vestíbulo.
Su
terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había
proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de
ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo
absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que
tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de
aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría
entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus
crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo
habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones
interiores.
Sin
embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso
llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas
esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo,
como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un
cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos
estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después
cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la
ventana y se lavó.
Seguidamente
sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos
frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con
un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego
examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras
habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.
Después
de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus
pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la
escasa luz que había en la cocina.
A
simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las
botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no
veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.
Luego
quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se
decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en disposición de
razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a
la perdición.
«¡Señor!
¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo. Se arrojó sobre la
puerta y echó el cerrojo.
«Acabo
de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
ACTIVIDADES
DE COMPRENSIÓN LECTORA:
Responde:
1. ¿Por qué Rodion
Raskolnikov no está tranquilo con su conciencia?
2. Escribe un fragmento
de lo leído donde Raskolnikov se siente culpable del crimen que comete
3. ¿Cómo es la
personalidad de la vieja usurera en el fragmento?
4. ¿Cómo muere la vieja
usurera?
5. ¿Qué persona
“inocente” muere a manos de Raskolnikov?
6. ¿Crees que es bueno
tomar la justicia por nuestras propias manos?
7. ¿Cuál es el tema
central de la obra?
8. En pocas palabras, ¿qué
podría simbolizar Raskolnikov y qué simboliza la vieja usurera? Explica tu
respuesta.
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