La tercera resignación
Gabriel García Márquez
Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel
ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le
presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera
desacostumbrado a él.
Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo
y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera.
Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro
haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada,
desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su
estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado
normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe
seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía
recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de
cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con
la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las
palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante.
Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido
por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre.
Ya iba a alcanzarlo. No.
El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba
dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y
definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que
penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus
poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos
mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No
permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo,
contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:
Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían
reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes,
adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces
con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se
sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel
ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido la
impresión de estar deshojando una flor de plomo.
Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo
había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante
la vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y
se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente
un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el
tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si
hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bosque –en el que había
dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire– estaba él,
cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente.
Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías
sentía las plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían
puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y hubo que
ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron
de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello
envuelto en su mortaja; mortalmente bello.
Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que
no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con
toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor
dejarse morir allí; morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo
que el médico había dicho a su madre, secamente:
–Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–,
haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte.
Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de
autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos
espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también
normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...
Recordaba las palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue
creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre
tifoidea.
Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los
faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de
ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no
podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y
cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló
de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente
contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba
muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.
Desde entonces –en el tiempo de su muerte tenía siete años– su madre le
mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño. Pero el
médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto
normal, pues aquella, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto
deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse
cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo
construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a
los pies, con el fin de ajustarlo.
Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año
podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al
crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años (ahora tenía
veinticinco). Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y
el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más
grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante
semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada.
Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo
decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los
días de calor.
Pero había algo que le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los
ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara
más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos
animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a
sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo
a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios,
resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban
devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los
escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era
exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir
viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que
sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos
seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de
su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta
sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha
desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se
entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.
Recordó que había llegado a mayor de edad. Tenía veinticinco años y eso
significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias.
Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido.
La pasó muerto.
Su madre había tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la
transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta
del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de
los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire
fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo, cuando,
después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la
maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó, así mismo, de evitar la presencia
de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la
existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una
mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos
años, la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En
los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre
sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia
de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera
“realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba
a su caja, discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de
pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la
precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.
Y él sabía que ahora estaba “realmente”
muerto, Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se
dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos
imperceptibles que sólo él podía percibir se habían desvanecido ahora de su
pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la
primitiva substancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora
con un poder irrevocable. Estaba innegable. Pero estaba más descansado así. Ni
siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.
Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus
miembros. Allí, sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta
hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío
que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de
veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado
a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose”
siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no
acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el
de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus
brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas
del ataúd. Su vientre duro, como una corteza de nogal. Y más allá las piernas
íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo
reposaba con pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo
se hubiera detenido de repente, y nadie interrumpiera el silencio; como si
todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir
la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la
hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de
la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre
en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como
antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las
cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo, y que eran renovadas cada
tres meses, empezaban a agotarse nuevamente: precisamente cuando iban a ser
indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que
su madre había llevado aquella terrible mañana. La sintió en las azucenas, en
las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud;
al contrario, era feliz allí, sólo con su soledad. ¿Sentirse miedo después?
Quién sabe. Era duro pensar en el
momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera
el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo atraído
ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría ladeado en un
fondo húmedo, arcilloso y blanco, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos,
se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco
sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más
natural de su nuevo estado.
No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría
enfriado para siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano
de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día
–sin embargo– sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar,
de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene
forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta
anatomía de 25 años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sin
definición geométrica.
En el polvillo bíblico de la muerte.
Acaso sienta entonces una ligera nostalgia: nostalgia de no ser un cadáver
formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en
el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces, que va a subir por los
vasos capilares de un manzano y al despertarse medido por el hambre de un niño
en una mañana otoñal. Sabrá entonces –y eso sí le entristecía– que ha perdido
su unidad: que ya no es –siquiera– un muerto ordinario, un cadáver común. La
última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio
cadáver. Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos del sol tibio por la
ventana, abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento.
Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo:
allí estaba el “olor”. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer
sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el
cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor
inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más
penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior.
Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de p ocas horas vendría su madre a cambiar las
flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces
sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.
Pero de pronto el miedo le dio una
puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa!
Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo
comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba
muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente,
blanda, acolchada, terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la
ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!
No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida
que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que
penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba
perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había
quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.
Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber
que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar
el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón,
que el gato había arrastrado hasta su pieza, se descompuso con el calor. No. El
“olor” no podías ser de su cuerpo.
Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar
muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un
vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no
respondían a su llamada. No podía expresarse, y era eso lo que le causaba
terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo.
Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su
angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.
Inútilmente trataría de levantarse, de
llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd
oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo.
Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último
llamado de su sistema nervioso.
Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una
pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se
puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las
vajillas de la tierra se quebraran de un sólo golpe allí a su lado, para
despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.
Pero, no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño
no habría fallado el último intento de volver a la realidad. El no despertaría
ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor
fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera
querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a deshacerse, y el
espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían
espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era
mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. El mismo
quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba
verdaderamente muerto, o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De
todos modos persistía el “olor”.
Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal
respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio
penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez –¡quién
sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta
nadando en su propio sudor, en un agua viscosa, espesa, como estuvo nadando
antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo. Pero estará
ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.
ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN
1. ¿Quién es el
protagonista? ¿Cómo es?
2. ¿Cuál es la
relación entre la muerte y la resignación en este cuento?
3. ¿Crees que el
protagonista acepta su muerte? ¿Por qué? Explica tu respuesta en 3 líneas
4. Infiere: ¿Qué
quiere decir el médico al decir que el protagonista sufre "una muerte
viva"?
5. ¿Por qué aun
cuando está muerto nuestro protagonista se lo sigue tratando como un ser vivo?
Explica tu respuesta
6. Al protagonista
lo cuida su madre que lo ve como un ser que está vivo, ¿Qué opinión te merece
las actitudes de la madre?
7. ¿Cuál crees que
es la relación de "vida" y la "cinta métrica"? Explica
8. ¿Qué opinas tú
sobre el cuento y los dos personajes del cuento? Fundamenta tu respuesta en 5
líneas
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crear un cuento
de una cara sobre el tema “muerte en vida” o “vida en muerte”
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