LOS
MISERABLES
Victor Hugo
(fragmento 1)
Este fragmento nos cuenta cómo por el robo de
un pan Jen Valjean se vuelve un presidiario.
Hacia la
medianoche, Jean Valjean se despertó.
Jean Valjean era de
una pobre familia de aldeanos de la Brie. En su infancia no había aprendido a
leer. Cuando fue hombre tomó el oficio de podador en Faverolles. Su madre se
llamaba Jeanne Mat- hieu, y su padre, Jean Valjean, o Vlajean, mote y contracción,
probablemente, de voila Jean.
Jean Valjean tenía
el carácter pensativo, sin ser triste, lo cual es propio de las naturalezas
afectuosas. En resumidas cuentas, era una cosa algo adormecida y bastante
insignificante, en apariencia al menos, este Jean Valjean. De muy corta edad,
había perdido a su padre y a su madre. Esta había muerto de una fiebre láctea
mal cuidada. Su padre, podador como él, se había matado al caer de un árbol.
Ajean Valjean le había quedado solamente una hermana mayor que él, viuda, con
siete hijos, entre varones y hembras. Esta hermana había criado a Jean Valjean
y, mientras vivió su marido, alojó y alimentó a su hermano. El marido murió. El
mayor de sus hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de
cumplir veinticinco años. Reemplazó al padre y sostuvo, a su vez, a la hermana
que le había criado. Hizo aquello sencillamente, como un deber, y aun con cierta
rudeza de su parte. Su juventud se gastaba, pues, en un trabajo duro y mal
pagado. Nunca le habían conocido «novia» en la comarca. No había tenido tiempo
para enamorarse.
Por la noche,
regresaba cansado y tomaba su sopa sin decir una palabra. Su hermana, mientras
él comía, le tomaba con frecuencia de su escudilla lo mejor de la comida, el
pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para darlo a alguno
de sus hijos; él, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza
casi metida en la sopa y sus largos cabellos cayendo alrededor de la escudilla,
ocultando sus ojos, parecía no ver nada y dejábala hacer. Había en Faverolles,
no lejos de la cabaña de los Valjean, al otro lado de la callejuela, una
lechera llamada Marie-Claude; los niños Valjean, casi siempre hambrientos, iban
muchas veces a pedir prestado a Marie- Claude, en nombre de su madre, una pinta
de leche que bebían detrás de una enramada, o en cualquier rincón de un
portal, arrancándose unos a otros el vaso con tanto apresuramiento que las
niñas pequeñas lo derramaban sobre su delantal y su cuello. Si la madre hubiera
sabido este hurtillo, habría corregido severamente a los delincuentes. Jean
Valjean, brusco y gruñón, pagaba, sin que Jeanne lo supiera, la pinta de leche
a Marie-Claude, y los niños no eran castigados.
En la estación de
la poda, ganaba veinticuatro sueldos por día, y luego se empleaba como segador,
como peón de albañil, como mozo de bueyes o como jornalero. Hacía todo lo que
podía. Su hermana, por su parte, trabajaba también; pero ¿qué podía hacerse con
siete niños? Era un triste grupo, al que la miseria envolvía y estrechaba poco
a poco. Sucedió que un invierno fue muy crudo. Jean no encontró trabajo. La
familia no tuvo pan. Ni un bocado de pan, y siete niños.
Un domingo por la
noche, Maubert Isabeau, panadero en la plaza de la iglesia, en Faverolles, se
disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la vidriera enrejada de la
puerta de su tienda.
Llegó a tiempo para
ver un brazo pasar a través del agujero hecho de un puñetazo en uno de los
vidrios. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió apresuradamente; el
ladrón huyó a todo correr; Isabeau corrió tras él y le detuvo. El ladrón había
soltado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.
Esto pasó en 1795-
Jean Valjean fue llevado ante los tribunales acusado de «robo con fractura, de
noche y en una casa habitada». Tenía un fusil y era un excelente tirador, un
poco aficionado a la caza furtiva; esto le perjudicó. Existe un prejuicio
legítimo contra los cazadores furtivos. El cazador furtivo, lo mismo que el
contrabandista, anda muy cerca del salteador. Sin embargo, digámoslo de paso,
hay un abismo entre ambos y el miserable asesino de las ciudades. El cazador
furtivo vive en el bosque; el contrabandista vive en las montañas o cerca del
mar. Las ciudades hacen hombres
feroces, porque hacen hombres corrompidos. La montaña, el mar, el
bosque hacen hombres salvajes. Desarrollan el lado feroz, pero a menudo lo
hacen sin destruir el lado humano.
Jean Valjean fue
declarado culpable. Los términos del código eran formales. En nuestra civilización
hay momentos terribles; son aquellos en que la ley pronuncia una condena.
¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable
abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de galeras.
El 22 de abril de
1796, se celebró en París la victoria de Montenotte, obtenida por el general en
jefe de los ejércitos de Italia, a quien el mensaje del Directorio a los
Quinientos, el 2 de floreal del IV, llama Buona-Parte; aquel mismo día se
remachó una cadena en Bicétre. Jean Valjean formaba parte de esta cadena. Un
antiguo portero de la cárcel, que tiene hoy cerca de noventa años, recuerda
aún perfectamente a este desgraciado, cuya cadena se remachó en la extremidad
del cuarto cordón, en el ángulo norte del patio. Estaba sentado en el suelo,
como todos los demás. Parecía no comprender nada de su situación, salvo que era
horrible. Es probable que descubriese, a través de las vagas ideas de un
hombre ignorante, que había en su pena algo excesivo. Mientras a grandes
martillazos remachaban detrás de él el perno de su argolla, lloraba; las
lágrimas le ahogaban, le impedían hablar y solamente de vez en cuando
exclamaba: «Yo era podador en Faverolles.» Luego, sollozando, alzaba su mano
derecha y la bajaba gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente
siete cabezas a desigual altura; por este gesto se adivinaba que lo que había
hecho, fuese lo «que fuera, había sido para alimentar y vestir a siete pequeñas
criaturas.
Partió para Tolón.
Llegó allí después de un viaje de veintisiete días en una carreta, con la
cadena al cuello. En Tolón fue revestido de la casaca roja. Todo se borró de lo
que había sido su vida, incluso su nombre; ya no fue más Jean Valjean; fue el
número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? ¿Quién se
ocupó de ellos? ¿Qué es del puñado de hojas del joven árbol serrado por su pie?
La historia es
siempre la misma. Estos pobres seres vivientes, estas criaturas de Dios, sin
apoyo desde entonces, sin guía, sin asilo, marcharon a merced del azar, ¿quién
sabe a dónde?, cada uno por su lado, quizá, sumergiéndose poco a poco en esa
fría bruma en la que se sepultan los destinos solitarios, tenebrosas tinieblas
en las que desaparecen sucesivamente tantas cabezas infortunadas, en la sombría
marcha del género humano. Abandonaron aquella región. El campanario de lo que
había sido su pueblo, los olvidó; el límite de lo que había sido su campo, los
olvidó; después de algunos años de permanencia en la prisión, Jean Valjean
mismo los olvidó. En aquel corazón, donde había existido una herida, había una
cicatriz. Aquello fue todo. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón,
oyó hablar una sola vez de su hermana. Era, creo, hacia el final del cuarto año
de su cautividad. No sé por qué conducto recibió las noticias. Alguien, que los
había conocido en su país, había visto a su hermana. Estaba en París. Vivía en
una pobre calle, cerca de San Sulpicio, en la calle del Geindre. No tenía
consigo más que a un niño, el último. ¿Dónde estaban los otros seis? Quizá ni
siquiera ella misma lo sabía. Todas las mañanas iba a una imprenta de la calle
del Sabot, n.°3, donde era plegadora y encuadernadora. Era preciso estar allí a
las seis de la mañana, mucho antes de ser de día en invierno. En el mismo edificio
de la imprenta había una escuela, a la cual llevaba a su hijo, que tenía siete
años. Pero, como ella entraba en la imprenta a las seis, y la escuela no abría
hasta las siete, el niño tenía que esperar una hora en el patio, hasta que se
abriese; en invierno, una hora de noche y al descubierto. No querían que el
niño entrara en la imprenta, porque molestaba, según decían. Los obreros veían
a esta criatura, al pasar por la mañana, sentada en el suelo, cayéndose de
sueño y, muchas veces, dormido en la oscuridad, acurrucado sobre su cestito.
Los días de lluvia, una viejecita, la portera, tenía piedad de él; le recogía
en su covacha, donde no había más que una pobre cama, una rueca y dos
taburetes; el pobrecillo se dormía allí, en un rincón, arrimándose al gato para
sentir menos frío. A las siete se abría la escuela y entraba. Esto fue lo que
le dijeron a Jean Valjean. Ocupó su ánimo esta noticia un día, es decir, un
momento, un relámpago, como una ventana abierta bruscamente al destino de los
seres que había amado. Después se cerró la ventana; no se volvió a hablar más,
y todo se acabó. Nada más supo de ellos; no los volvió a ver; jamás los
encontró; ni tampoco los encontraremos en la continuación de esta dolorosa
historia.
Hacia el final de
este cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus compañeros le ayudaron,
como suele hacerse en aquella triste mansión. Se evadió. Erró durante dos días
en libertad por el campo; si es ser libre estar perseguido; volver la cabeza a
cada instante; estremecerse al menor ruido; tener miedo de todo, del techo que
humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la
hora que suena, del día porque se ve, de la noche porque no se ve, del camino,
del sendero, de los árboles, del sueño. En la noche del segundo día fue
apresado. No había comido ni dormido desde hacía treinta y seis horas. El
tribunal marítimo le condenó, por aquel delito, a un recargo de tres años, con
lo cual eran ocho los de pena. Al sexto año, le llegó de nuevo el turno de
evadirse; aprovechóse de él, pero no pudo consumar su huida. Había faltado a la
lista. Disparóse el cañonazo y, por la noche, la ronda le encontró escondido
bajo la quilla de un barco en construcción; ofreció resistencia a los guardias
que le prendieron: evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código
especial, fue castigado con un recargo de cinco años, de los cuales dos bajo
doble cadena. Trece años. Al décimo, le llegó otra vez su turno y lo aprovechó,
pero no salió mejor librado. Tres años más, por aquella nueva tentativa.
Dieciséis años. Finalmente, en el año decimotercero, según creo, intentó de
nuevo su evasión y fue cogido cuatro horas más tarde. Tres años más, por estas
cuatro horas. Diecinueve años. En octubre de 1815, fue liberado; había entrado
en presidio en 1796, por haber roto un vidrio y haber robado un pan.
desastre de una
vida. Claude Gueux había robado un pan; Jean Valjean había robado un pan. Una
estadística inglesa demuestra que, en Londres, de cada cinco robos, cuatro
tienen por causa inmediata el hambre.
Jean Valjean había
entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había
entrado desesperado, salió de él sombrío.
¿Qué había pasado en su alma?
LOS
MISERABLES
Victor Hugo
(fragmento 2)
Al inicio de la novela, Jean Valjean sale de
la cárcel amargado y sin amigos. El único que lo ayuda es un obispo que le da
posada y lo trata como a un ser humano digno de caridad y respeto. Pero
Valjean, necesitado de dinero, le roba unos cubiertos de plata y huye. Poco
después es descubierto por la policía y llevado ante el obispo. La escena que
vas a leer es la continuación de esta historia.
Al día siguiente,
al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La señora
Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.
- Monseñor,
monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo de los
cubiertos?
- Sí -contestó el
obispo.
- ¡Bendito sea
Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.
El obispo acababa
de recoger el canastillo en el jardín, y se lo presentó a la señora Magloire.
- Aquí está.
- Sí -dijo ella-;
pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?
- ¡Ah! -dijo el
obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.
- ¡Gran Dios! ¡La
han robado! El hombre de anoche la ha robado.
Y en un momento,
con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en la alcoba,
y volvió al lado del obispo.
- ¡Monseñor, el
hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!
El obispo
permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señora
Magloire con toda dulzura:
- ¿Y era nuestra
esa platería?
La señora Magloire
se quedó sin palabras; y el obispo añadió:
- Señora Magloire;
yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía a los
pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.
- ¡Ay, Jesús! -dijo
la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a nosotras
nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora,
monseñor?
El obispo la miró
como asombrado.
- Pues, ¿no hay
cubiertos de estaño?
La señora Magloire se
encogió de hombros.
- El estaño huele
mal.
- Entonces de
hierro.
La señora Magloire
hizo un gesto expresivo:
- El hierro sabe
mal.
- Pues bien -dijo
el obispo-, cubiertos de palo.
Algunos momentos
después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean Valjean la
noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar
alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que
murmuraba sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque
fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.
- ¡A quién se le
ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a un hombre
así, y darle cama a su lado!
Cuando ya iban a
levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.
- Adelante -dijo el
obispo.
Se abrió con
violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres
traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era
Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo
el saludo militar.
- Monseñor...
-dijo.
Al oír esta palabra
Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la
cabeza.
- ¡Monseñor!
-murmuró-. ¡No es el cura!
- Silencio -dijo un
gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto
monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
- ¡Ah, habéis
regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había dado
también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos
francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió
los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar
ninguna lengua humana.
- Monseñor -dijo el
cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si
fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
- ¿Y os ha dicho
-interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, un sacerdote
anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
- Entonces -dijo el
gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?
- Sin duda -dijo el
obispo.
Los gendarmes
soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
- ¿Es verdad que me
dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.
- Sí; te dejamos,
¿no lo oyes? -dijo el gendarme.
- Amigo mío -dijo
el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la
chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo
miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que
pudiese distraer al obispo.
Jean Valjean,
temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
- Ahora -dijo el
obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que
paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle.
Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.
Después volviéndose
a los gendarmes, les dijo:
- Señores, podéis
retiraros.
Los gendarmes
abandonaron la casa.
Parecía que Jean
Valjean iba a desmayarse.
El obispo se
aproximó a él, y le dijo en voz baja:
- No olvidéis nunca
que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
Jean Valjean, que
no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con
solemnidad:
- Jean Valjean,
hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma;
yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a
Dios.
Actividades de comprensión (fragmento 1)
1.
¿Qué opinas de la vida que le tocó vivir a Jean
Valjean? Explica tu respuesta.
2.
¿Por qué Jean Valjean robó un pan?
3.
¿Qué relación encuentras con la frase subrayada en
el fragmento y el destino de Jean Valjean?
4.
Qué infieres de esta frase: "Jean Valjean
había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible.
Había entrado desesperado, salió de él sombrío". Fundamenta tu respuesta.
Actividades de comprensión (fragmento 2)
1.
¿Quiénes traían a Jean Valjean? ¿Ante quién pensaba
Jean Valjean que estaba? ¿Por qué lo
llevaron ante al obispo?
2.
¿Cómo encubrió el obispo al ladrón? ¿Qué otra ayuda
le ofreció?
3.
Si tú te hubieras visto en la misma situación como
la de Jean Valjean, ¿cómo habrías actuado? ¿Por qué?
4.
¿Por qué crees que el obispo actuó de esta manera?
¿Te pareció un hombre justo? ¿Por qué?
EXTRA: VIDEO ANÁLISIS DE "LOS MISERABLES" DE VICTOR HUGO:
Muchas gracias por compartir la información y enseñarnos parte de se quehacer literario.
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