Manuscrito hallado en una botella
Edgar Allan Poe
Qui n’a plus qu’un
moment à vivre
N’a plus rien à dissimuler.
[A quien sólo le queda un momento de
vida,
ya no tiene que disimular nada.]
Auinault – Atys
Sobre mi país y mi familia tengo poco que
decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y
malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco
común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los
conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre
todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas
alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la
facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus
falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de
imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis
opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte
inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común
en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos
susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En
definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los
severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la
superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la
historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una
imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien
los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de muchos años de viajar por el
extranjero, en el año 18… me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y
populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda.
Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud
que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas
toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con
remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las
islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar
morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos
de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco
escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa,
y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro
incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro
con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos
dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la
borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era
notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde
nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol,
cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una
angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa.
Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la
extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua
parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver
claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince
brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y
cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al
rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y
resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama
de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido
entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo,
el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como
navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y
echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por
malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé… sobrecogido por un
mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia
de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis
palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me
impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie
sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte
e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y
antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el
centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar
de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran
medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como
sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó
pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo
la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible explicar qué milagro
me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me
encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran
dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que
nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino
de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después
oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco
zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No
tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de
nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta;
el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los
camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer
por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos
en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del
ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos
a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de
popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero
comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no
parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia
del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por
completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente,
sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se
convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en
los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza
que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del
barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas
ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más
aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con
pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste,
y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese
a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una
enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el
horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y
sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular.
Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora-
volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con
propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin
reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de
hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por
obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido
que se sumergía de prisa en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día
-ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir
de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no
hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna
continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante
del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos
que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no
conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos
envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y
sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el
espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso
asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo
inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana,
clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de
calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena
conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante
anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo.
Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas…
olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje
sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no
zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de
nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco;
pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma,
y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía
demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar
negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar,
elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos mareaba la
velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y
ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”.
Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos
abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la
noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso!
¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y
rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos,
arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada,
contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda,
directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido,
flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la
cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño
excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su
enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los
acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce
asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban
las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al
otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue
que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara
con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su
proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino.
Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo,
como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y… se
precipitó sobre nosotros.
En ese instante no sé qué repentino dominio de
mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude
hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había
abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia,
recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su
estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia
irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí, la nave viró y se
escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la
tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto
hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto
encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué
lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de
temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese
navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me
producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré
conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña
porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las
enormes cuadernas del buque.
Apenas había completado mi trabajo cuando el
sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite
pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a
verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo
en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le
temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga.
Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras
entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de
instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en
un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda
infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta
y no lo volví a ver.
* * *
Un sentimiento que no puedo definir se ha
posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la
cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me
temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta
última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por
satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe
asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en
fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido… una nueva entidad se incorpora a
mi alma.
* * *
Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta
de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están
concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en
meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir
mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace
pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace
mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los
elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando
continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la
oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último
momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido un incidente que me proporciona
nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin
gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la
atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una
balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé
un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera
cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las
marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra
descubrimiento.
Últimamente he hecho muchas observaciones
sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de
guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una
suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es,
pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su
extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su
excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente
cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas
del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de
épocas remotas.
He estado estudiando el maderamen de la nave.
Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las
características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es
apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema
porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los
gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre
provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente
insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español,
en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, viene a mi memoria
el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía
en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo
crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino.”
Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con
un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba
parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi
presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener
una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les
inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces
eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez
y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos,
por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más
pintoresca y anticuada construcción.
Hace un tiempo mencioné que había sido izada
un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha
continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas
desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada
instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la
mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible
mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos
inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no
sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar
indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo.
Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por
las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales
alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero
como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido
destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única
causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega
dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de
fondo.
He visto al capitán cara a cara, en su propia
cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un
observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más
o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un
sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi
estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien
proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es
la singularidad de la expresión que reina en su rostro… es la intensa, la
maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo
que excita en mi espíritu una sensación… un sentimiento inefable. Su frente,
aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus
cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son
sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de
papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos
científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada
en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse
sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca.
Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega,
sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de
mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
El barco y todo su contenido está impregnado
por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como
fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y
cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos,
siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades
y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en
Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis
anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta
ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los
cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la
vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de
agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros
alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que
se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin duda está en una
corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y
chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la
velocidad con que cae una catarata.
Presumo que es absolutamente imposible
concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar
en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y
me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos
precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de
compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta
corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una
suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su
favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos
inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera
a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento
de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se
eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a
derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos
concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro,
el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me
queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con
rapidez… nos precipitamos furiosamente en la vorágine… y entre el rugir, el
aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!…
¡y se hunde …!
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Qué tipo de narrador y en qué tiempo está
narrado este cuento?
2. ¿Dónde se embarca el protagonista?
3. ¿Qué es lo que le sucede a la embarcación
donde está el protagonista?
4.¿Qué era lo que le extrañaba al protagonista
al estar en el gigantesco navío?
5. ¿Qué puede simbolizar el gigantesco navío en
el que se encuentra el protagonista y su acompañante?
6. Lee el siguiente fragmento: “Esperamos en
vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el
sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una
profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte
pasos del barco”. ¿Qué puede simbolizar la idea de que el sexto día no llegue y
que todo quedara en una profunda oscuridad?
7. ¿Crees que existe una relación entre la
muerte y el gigantesco navío? Justifica tu respuesta ya sea afirmativa o negativa.
8. Infiere: ¿por qué el protagonista analiza
mucho al gigantesco navío?
9. ¿Qué puede significar que tanto el
protagonista como su acompañante no sean vistos por la tripulación del gigantesco
navío?
10. Qué significa que la tripulación del gigantesco
navío sea gente “el espíritu de la Vejez” y se movieran como “fantasmas de
siglos ya enterrados”. Justifica tu respuesta.
11. Qué infieres de estas últimas líneas del
cuento: “Los círculos se estrechan con rapidez… nos precipitamos furiosamente
en la vorágine… y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la
tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!… ¡y se hunde …!”
12. ¿Qué elemento fantástico podemos encontrar
en este relato? Explica.
13. ¿Por qué el cuento se llama “Manuscrito
hallado en una botella”? Explica.
14. ¿Cuál es tu valoración del cuento “Manuscrito
hallado en una botella”? No olvides argumentar tu valoración.
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento fantástico que tenga una atmósfera de misterio o sobrenatural. Que tu cuento esté escrito en primera persona y que el protagonista sea un descriptivo del ambiente narrado. No olvides ser creativo y original.
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