Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse
dentro de la caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era
uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un
rebullir tan suave!… Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde
entonces en mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.
Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y
por tanto -compréndanme, escúchenme-, por tanto no podía, no debía decir nada.
Imagínense por un instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.
Todas las cabezas de los viejos que portaban
cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban
extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino
a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos
los labios un murmullo sobrecogido, insólito:
-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!…
Callaría el lamento de la madre y de las hermanas,
y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los
bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos
los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una
importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi
sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable
y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas,
se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un
son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprenden? Por eso no dije nada.
Hubo un instante en que por el rostro de uno de
los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como
si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un relámpago.
En seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí
al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:
-¿Y si Bieito fuese vivo?
El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué
ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me encontré a punto de decirlo en el
camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los
réquienes.
«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura
terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer terrón de tierra, besado por un
niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta
la garganta las palabras salvadoras… Estuvieron a punto de surgir. Pero
entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante
ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y
bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo
desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé,
siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que quieras! Pues bien… ¿Y
si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se
pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme
callado! Oigan ya el griterío de la gente…
-Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado…
-Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo…
-Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse
bajar a la sepultura.
-¡Ahí lo tienes, con la cara torcida por el
esfuerzo!
-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo
como un payaso!
-¿Es tonto o qué?
Todo el día, amigos míos, anduve loco de
remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto
absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en
vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la
obsesión del delito.
Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me
fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras
mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar… Me
eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el
seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé,
no sé. Allí cerca había una azada… Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo. Por
el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla. Venía
gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas horas
y con una azada en la mano.
¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo
que estaba vivo?
Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.
La luna era llena y los perros ladraban a lo
lejos.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1.
¿Quién es el protagonista de este cuento? ¿Cómo definirías su personalidad?
2.
¿Cuál es su problema que atribula al protagonista?
3.
El predicamento del protagonista, ¿es importante en este cuento ¿Por qué?
4.
¿Quién es Bieito?
5.
¿En qué lugar ocurre este cuento?
6.
¿Qué palabra clave resumiría este cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
7.
¿Crees que este es un cuento de terror? ¿Por qué?
8.
¿Qué piensas del protagonista de este cuento?
9.
¿Qué crees que hubiera pasado si el protagonista desenterraba a Bieito? Explica
tu versión de ello.
10. ¿Qué te gustó y no te gustó de este cuento?
¿Por qué?
No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi
Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más
abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra,
una cosa larga, con aspecto de embutido, que le cae desde el centro de la cara.
Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun
encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente
preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya
porque su condición de sacerdote "que aspira a la salvación en la Tierra
Pura del Oeste" le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien
porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la
aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.
Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de
ellas: la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca
comer solo, pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía
sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con
una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros
de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea
fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a
ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se
precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a
Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le
mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.
La gente del pueblo opinaba que Naigu debía de sentirse feliz, ya que
al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz
ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él
había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo
Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación.
Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio
como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente,
de restaurar su orgullo mal herido.
En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz
aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo,
estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no
satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara
entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero
lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera
satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría, además, que cuando más se
empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y, suspirando
hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante
mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.
En el templo de lke-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para
los sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones
destinadas a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma
permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu
escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar
siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban
los lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos.
Naigu no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había
aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto,
su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se
tocaba el extremo de su enorme nariz y se le veía enrojecer de vergüenza a
pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor.
Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia.
Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés
Nichiren, o Sãriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido
narices largas. Seguramente tanto Nãgãrjuna, el conocido filósofo budista del
siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando
Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había
tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas
orejas, se hubiese tratado de la nariz.
Pero no es de extrañar que, a pesar de estos lamentos, Naigu intentara
en toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer,
desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de
ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.
Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyoto, reveló
que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin
embargo, Naigu, dando a entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a
poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien, por
otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las
comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al
discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió
más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir
para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió.
El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla
después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía
introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el
discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde
hizo a Naigu introducir su nariz en el orificio. La nariz no experimentó
ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el
discípulo:
-Creo que ya ha hervido.
Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera
imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente.
El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante.
Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del
discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del
maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:
-¿No te duele? ¿Sabes?... el médico me dijo que pisara con fuerza.
Pero, ¿no te duele?
En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la
picazón en el lugar exacto.
Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz.
Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo
dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: "El médico dijo que
había que sacar los granos con una pinza".
Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el
discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero
tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el
paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con
desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.
Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto
alivio:
-Tendrás que hervirla de nuevo.
La segunda vez comprobaron que se había acortado mucho más que antes.
Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el
discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido
hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente,
enrojecida a consecuencia del pisoteo.
"En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz". El rostro
reflejado en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu.
Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño
anterior. Mientras leía los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo
momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus dudas. Pero la nariz se
mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente,
de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto a sufrir
ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables
a los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras.
Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un
conocido samurai que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho
otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas le había hablado. Y
para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de
arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la
cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los
practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente,
pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos
veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del
cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el
motivo fuera ése, el modo de burlarse era "diferente" al de antes,
cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más
cómica que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más
que eso...
"Pero si antes no se reían tan abiertamente..." Así cavilaba
Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la
pintura de Samantabliadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó
meditando como "aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente
su glorioso pasado". Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia
suficiente para responder a este problema.
En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por
ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa
misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente.
Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin
darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la
actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente
ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.
Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por
cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura
con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda.
Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos
ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante
perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros
de largo, gritando: "La nariz, te pegaré en la nariz".
Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cidra al ayudante. Era la
misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.
Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber
acortado su nariz.
Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del
templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar
se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando
sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano la notó algo hinchada e
incluso afiebrada.
-Debo haber enfermado por el tratamiento.
En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con
ambas manos. A la mañana siguiente, al levantarse temprano como de costumbre,
vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los
castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro
por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la
galería que daba al jardín y aspiró profundamente.
En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto
de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de
antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como
cuando comprobó su reducción.
-Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.
Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz
en la brisa matinal del otoño.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1. ¿Cuál crees que es el
tema de este cuento? ¿Por qué?
2. ¿Quién es el
protagonista? ¿Cómo es su físico y personalidad?
3. ¿Por qué la palabra
del clave del cuento es "nariz"? Fundamenta tu respuesta.
4. ¿Por qué, aunque el
protagonista soluciona el problema con su nariz, la gente se sigue burlando de
él?
5. ¿Cuál crees que es el
mensaje de este cuento? ¿Por qué?
6. ¿Crees que debemos
amarnos tal como somos? ¿Por qué?
7. ¿Qué opinas de este
cuento? Fundamenta tu respuesta.
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento de
una cara de extensión cuyo tema sea FEALDAD FÍSICA. No olvides ser original.
Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa,
esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y
aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo
alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el
rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos
solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito
alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y
sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y
hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra,
¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen
conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn
sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto
de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas
direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento
cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario
que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres
kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn
pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de
nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro.
Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie.
Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando
la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que
yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo
real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido,
desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún
modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una
torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del
faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca
volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas
del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chupó su
pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca
dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán
diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus
fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía
el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas
arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho
kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un
cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones,
hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese
reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con
suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada
quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto?
-McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y
solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones
de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y
los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny,
y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la
oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me
creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta
noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si
quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el
galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí
sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos
tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas
frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas
sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y
escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: “Necesitamos
una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz.
Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una
cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la
puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia
el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura
y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán
las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades
todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo
llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y
la brevedad de la vida”.
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja-
para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la
llama, pienso, y ella viene…
-Pero… -interrumpí.
-Chist… -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío
entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los
hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba
el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo,
gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá,
lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya
de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una
cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego… no un
cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del
agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita
de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La
cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o
treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo
que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra
cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y
oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor,
borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra
inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de
una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo
era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la
escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy
abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora,
Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda la
frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además,
estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la
costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y
agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de
mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió
otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la
boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y
lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el
sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene
aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá,
mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando
el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años.
Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de
su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos
hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y
llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos
de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo
en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la
sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el
barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de
cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el
peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de
agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y
te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de
bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y
septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena
todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día
a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía
vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas
tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las
frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de
los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo
como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con
una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo… lo supe todo. En solitario un millón
de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad
en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se
limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los
perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres
corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó
alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse
mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día,
inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul
como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó.
Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas
posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros,
y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre
ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien
espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a
algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro,
quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso
que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el
lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de
linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un
volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora
se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y
se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la
torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de
que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré
un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los
dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada
cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre
se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios,
que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a
ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la
escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre
nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las
piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El
monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo
nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que
oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a
escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento,
el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que
el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó.
La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a
través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y
llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta
mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido, debían de
pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo
está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de
rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre,
el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn
gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el
cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de
la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas
golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero
en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había
casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de
otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el
encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde
llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva
sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar,
sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos.
Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más
abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura!
Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este
lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz
que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y
sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1.
¿En dónde ocurren los hechos de este cuento?
2.
¿Quién es McDunn?
3.
¿Quién es el narrador de este cuento?
4.
¿Qué es lo que se les aparece a los hombres en el faro?
5.
Qué infieres del siguiente fragmento: "...nosotros somos imposibles. Él es
lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra
cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros". Explica tu respuesta.
6.
¿Por qué la sirena es tan importante en este cuento?
7.
¿Qué es la sirena para el monstruo?
8.
Lee esta frase: "Comprendió que en este mundo no se puede amar
demasiado". ¿A qué hace referencia esta frase en el cuento?
9.
Este cuento fantástico nos habla de la necesidad de comunicación como una forma
de escape de la soledad. ¿Crees que nos comunicamos por temor a la soledad?
¿Por qué? Explica tu respuesta.
10.
Si tuvieras que elegir una palabra que resuma el cuento, ¿cuál sería? Justifica
tu respuesta.
11.
¿Qué opinas sobre el cuento? Argumenta tu respuesta.
La prensa le había dado al crimen una cobertura destacadísima,
casi escandalosa. El hecho de que la señora de Umpiérrez (argentina, natural
de Córdoba) fuera una viuda de primera clase y que además formara parte de lo
que en el Río de la Plata se suele nombrar como Patria Financiera, conmovió a
las variadas capas sociales (argentinas, uruguayas) de Punta del Este.
El cadáver no había aparecido en su lujosa mansión,
rodeada de césped cuidadísimo, sino encadenado a la popa de uno de los yates
que en verano ocupan y decoran los muelles del puerto.
Ya habían pasado quince días de eso que los periodistas
llamaron, como siempre, «macabro hallazgo». La policía había seguido numerosas
pistas sin el menor resultado. En las comisarías y en las redacciones de
Maldonado, Punta del Este y Montevideo se recibían a diario llamadas anónimas
que proporcionaban datos siempre falsos. En casos como éste los bromistas
cavernosos se reproducen como hongos.
Por fin llegó de Buenos Aires un tal Gonzalo
Aguilar, famoso detective privado, a quien la acongojada familia Umpiérrez
había encomendado la investigación y la eventual solución del caso.
Tras dos semanas de agotadores registros, gestiones,
entrevistas, búsquedas, análisis, indagatorias y conjeturas, los periodistas
presionaron a Gonzalo Aguilar para que concediera una conferencia de prensa. La
reunión tuvo lugar en un amplio salón del hotel más lujoso del balneario.
El implacable bombardeo de los cronistas no turbó
al detective, que siempre acompañaba sus ambiguas respuestas con una sonrisa
socarrona.
Después de dos horas de áspero diálogo, un periodista
porteño, más agresivo que los demás, dejó caer un comentario que era casi un
juicio:
-Le confieso que me parece decepcionante que un
investigador de su talla no haya llegado a ninguna conclusión acerca de quién
cometió el crimen.
-¿Quién le ha dicho eso?
-¿Acaso usted sabe quién es el asesino?
-Claro que lo sé. A esta altura, ignorarlo
significaría un fracaso que mi reputación profesional no puede permitirse.
-¿Entonces?
-Entonces, tome nota, muchacho. El asesino soy yo.
El detective abrió su portafolio y extrajo del mismo
un revólver de lujo. Casi instintivamente, la masa de periodistas se contrajo
en un espasmo de miedo.
-No se asusten, muchachos. Esta preciosa arma la
compré en Zúrich, hace diez años. Fue con ella que maté a la pobre señora,
después de un breve pero inquietante recorrido a bordo de su yate Neptunia. Me permitirán que, por lógica
reserva profesional, me reserve los motivos de mi agresión. No quiero manchar
su memoria ni la mía. Y bien: mi orgullo no puede permitir que otro colega, y
menos si es un compatriota, descubra quién fue el autor de esa muerte tan misteriosa.
Ah, pero además, como siempre me ha gustado que el culpable sufra su castigo,
he decidido hacer justicia conmigo mismo. O sea que tienen un buen tema para
primera página. Por favor, no se asusten con el disparo. Y un pedido casi
póstumo: que alguno de ustedes se preocupe de que este hermoso revólver
acompañe a mis cenizas.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA
1.¿Qué elementos del cuento policial clásico encuentras en este relato?
2.¿Cómo describe el narrador a la prensa? Explica tu respuesta.
3.¿Quién era la señora Umpiérrez? ¿Qué pasó con ella?
4.¿Quién era Gonzalo Aguilar?
5.¿Quién era el asesino de la señora Umpiérrez?
6.Resuelve el enigma: ¿Por qué fue asesinada la señora Umpiérrez? Argumenta
tu respuesta de la manera más lógica posible. Puedes tomar partes de este
cuento para usarlas como sustento de tu respuesta.
A las seis de la mañana la ciudad se levanta
de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el
perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que
recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que
pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente
hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados
por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su
melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro,
armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando
hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de
frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a
una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la
pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del
corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua
se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse
ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se
lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su
larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero
aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino,
trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas
filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste
llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en
el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones,
en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado.
Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico
viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene
repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos,
otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido
sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve
descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos
de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos
íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una
caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de
pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan los
restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y
tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata
de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas
salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo,
hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que
fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique,
en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las
escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con
avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la
basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque
el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas
y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el
carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora
celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en
éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los
obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los
gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión
estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
-Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han
puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas
ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero.
Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba
la comida.
-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con
hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que
zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba
convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don
Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a
levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más
desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que
estaba al borde del mar.
-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil
además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al
barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra,
descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón,
el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los
gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos
arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando.
Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus
pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de
materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la
exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña
devorada a medias. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban
impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si
quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban
en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar.
Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que
repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos,
Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la
extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia,
laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos,
como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que
Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una
pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual
prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos
no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que
tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
-Dentro de veinte o treinta días vendré por
acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los
ojos.
-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en
adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don
Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-.
Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La
infección había comenzado.
-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la
acequia y que se envuelva con un trapo.
-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No
puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el
chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la
pierna de palo-. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo
trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado
en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi
vacíos.
-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-.
Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si
meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y
cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la
cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete
ahora mismo al muladar!
Cerca de mediodía Enrique regresó con los
cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio
sarnoso.
-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y
me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
-¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y
huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi
comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de
palo en el lodo.
-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con
ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
-Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para
insistir:
-No come casi nada…, mira lo flaco que está.
Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y
tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde
se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue
rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo
aferrado al corazón corrió donde su hermano.
-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el
abuelo.
-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique
acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor
se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de
jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este regalo, mira -dijo
mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando
yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás
a que te traiga piedras en la boca.
¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su
mano hacia el animal.
-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había
empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
-¡Pascual, Pascual… Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos
se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el
atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de
varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una
mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo
cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y
quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la
noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció
resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En
el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién
se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía
por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio,
que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique
no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió
temblando, quemado por la fiebre.
-¿Tú también? -preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El
abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
-¡Está muy mal engañarme de esta manera!
-plañía-. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que
soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de
Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique
comenzó a toser.
-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él.
¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas!
Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí,
hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan
levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las
latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin
la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los
perros, además, habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin
comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación
pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las
pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo
en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón,
sin otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por
culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días
angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto,
sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin
tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por
el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos
de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les
lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno
donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A
veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda,
con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su
castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse.
Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los
ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión
humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus
brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo
comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A
veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique
lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños,
atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su
cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos
responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo
dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los
cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo
permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón
ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta.
Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a
dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la
boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes
comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así?
¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó,
aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta
volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su
cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame
a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en
recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos,
cuatro cubos…
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó
a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían
trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno
pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar
la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía
ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un
gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes
emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos,
todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique,
devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y
fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor,
resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel,
terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas
penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón
una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en
equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero,
miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo.
Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
-¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó
inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín
apenas lo vio, comenzó a gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió
la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil,
con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se
acercó al viejo.
-¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual
devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No,
no! -y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó,
girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno
suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus
ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último,
impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí
Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el
festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo
manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara
que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente
la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y,
lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo,
cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda,
resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó
el oído, pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El
abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la
boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo
y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo
sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo
pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre,
con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
¡A mí, Enrique, a mí!…
-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose
sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos
irnos de acá!
-¿Adónde? -preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer
algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y
lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron
lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta
que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría
ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una
batalla.
Los
gallinazos sin plumas, 1955
ACTIVIDADES
DE COMPRENSIÓN LECTORA
PREGUNTAS
DE OPCIÓN MÚLTIPLE:
1. ¿Cuál
era el trabajo que realizaba Efraín y Enrique?
a)Recolectar basura para
el cerdo Pascual.
b)Cultivar zanahorias en
su huerto.
c)Reciclaje de basura.
d)Crianza de animales en
una granja.
2. ¿Por
qué los niños sufrían?
a)Porque Pascual tenía
poca comida.
b)Porque don Santos no
podía caminar.
c)Porque se sentían
desamparados.
d)Porque creían que no
iban a ir a la escuela.
3. ¿Quiénes
son los gallinazos sin pluma del relato?
a)Las aves del muladar.
b)Efraín y Enrique.
c)Don Santos.
d)Todos los personajes
de la lectura.
4. ¿A
quién se refieren cuando dicen: “El enemigo siempre está al acecho”?
a)A don Santos.
b)A la baja policía.
c)Al hambre que tienen
los hermanos.
d)A Pascual.
5. ¿Quién
pisa un vidrio en el muladar?
a)Efraín
b)Enrique
c)Pascual
d)Don Santos
PREGUNTAS INFERENCIALES Y CRÍTICO-VALORATIVAS:
1. ¿Qué
puede simbolizar el perro que recoge Enrique en el muladar?
2. ¿Qué
puede simbolizar el cerdo Pascual en el cuento?
3. ¿Qué
hace que Enrique se enfrente a su abuelo don Santos?
4. ¿Qué
significa para ti la frase: "Desde el chiquero llegaba el rumor de una
batalla"? Explica tu respuesta.
5. ¿Crees
que este cuento nos habla de la explotación infantil? ¿Por qué? Explica tu
respuesta.
ACTIVIDAD
CREATIVA:
1. Crea
un cuento breve cuya temática hable de algún problema social. No olvides ser
creativo y original.