Alienación
Julio Ramón Ribeyro
A pesar de ser zambo y de llamarse López,
quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a
un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar
en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes
que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo
conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en
americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre,
digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar
por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que
conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos,
que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contranatura, algo que
su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla
infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba
Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos
documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa
hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.
Todo empezó la tarde en que un grupo de
blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de
las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos,
hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables
tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un
colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba
en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún
blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la
lavandera.
Pero en realidad, como todos nosotros, iba
para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos años
siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no
estudiaba con las monjas alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas
del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía
sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en
ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que
contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su
manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre
descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.
Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni los
mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de
Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la
rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que
tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se
atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se
puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no
le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír,
jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en
profundas tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas
blancas, consolaba.
Fue una fatídica bola la que alguien arrojó
esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde
Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto
tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores,
saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota
que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la
alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar
algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo
ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como
veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.
Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció
Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco palabras
decidieron su vida.
Todo hombre que sufre se vuelve observador y
Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada había
perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante
que cala, elige, califica.
Queca había ido creciendo, sus carreras se
hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en
impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo
eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a
descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas
comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la
banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en
un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más
triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera
vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra
deidad había dejado de pertenecernos y que ya no nos quedaba otro recurso que
ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado
irremisiblemente de los dioses.
Desdeñados, despechados, nos reuníamos después
de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros cigarrillos,
nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo
irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos
una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba
con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola
zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a
pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro
abandono.
Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a
Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos
dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes
insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en
palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los geranios,
resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su
papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato
acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas
reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía
apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya
nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no
olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra
juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque
preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros barrios
en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como
repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros
niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían nuestros
juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria
registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la
casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un
episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para
la llegada del original, del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan,
hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos.
Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas
floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de
dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su
papá. No se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada
vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus raquetas de tenis,
sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura de Chalo se
fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo
al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Sólo
Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como
sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos con los que tanto,
durante años, tan inútilmente soñamos.
Las decepciones, en general, nadie las
aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten
en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho
Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto
realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y Lucas de
Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces
en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y
tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si había
tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un
estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad
gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El
problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el
sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había
librado a un largo escrutinio y trazado un plan de acción.
Antes que nada había que deszambarse. El
asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y se lo
hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco
de botica hasta lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado
sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo
caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.
Lo vimos entonces merodear, en sus horas
libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en común:
los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country
Club, otros a la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba
haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió
en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron
quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada
norteamericana.
Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo
pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de
vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco
convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas
del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de
cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona
blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas de lona con
visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas
verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una
cremallera o el sello pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía
de las camisetas blancas con el emblema de una universidad norteamericana.
Todas estas prendas no se vendían en ningún
almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba fuera de su
alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había
familias de gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían,
previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes que nadie en esas
casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de
su trabajo y de sus privaciones.
Pelo planchado y teñido, blue-jeans y
camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.
Todo esto le trajo problemas. En el callejón,
decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al pretencioso.
Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un
centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en
trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber sido un blanco roñoso que se
esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de salir con
ella ni de ser pilotín de barco.
Entre nosotros, el primero en ficharlo fue
Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a
un purser de la Braniff. Cuando le llegó se lo puso para
lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón con Roberto que llevaba uno
igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado
la película, que seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había
notado que compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la
frente.
Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide
Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y
regionalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había
rajado el alma durante veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba
más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante
era la mosca, el agua, el molido, conocía
miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que su empleado se había
teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba
se tragó un carajo que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a
trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de
machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la
pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las normas
de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si no venía con
mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en el
culo.
Roberto estaba demasiado embalado para dar
marcha atrás y prefirió la patada.
Fueron interminables días de tristeza,
mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo
como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le
cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el
aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de
lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un
cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento
puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el
cine, una escuela que además de enseñar divertía.
En la cazuela de los cines de estreno pasó
tardes íntegras viendo en idioma original westerns y
policiales. Las historias le importaban un comino, estaba sólo atento a la
manera de hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las
apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los
films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto
era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible declaración de
amor a la bailarina del bar, como el gánster feroz que pronunciaba sentencias
lapidarias mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en
él ciertos equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía
un ligero parecido con Alan Ladd, que en un western aparecía
en blue-jeans y chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad
sólo tenía en común la estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer
sobre la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la
película y al término de ésta se quedaba parado en la puerta, esperando que salieran
los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso, ese tipo se parece a
Alan Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la primera vez que lo vimos
en esa pose nos reímos de él en sus narices.
Su madre nos contó un día que al fin Roberto
había encontrado un trabajo, no en casa de un gringo como quería, pero tal vez
algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de
la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos
reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neutra y
francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que
entrara uno para que ya estuviera a su lado, tomando nota de su pedido y
segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola.
Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma
lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de
expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices
de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de
pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.
Y fue con el nombre de Boby López que pudo al
fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo
vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó
de hacer una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro
de gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían
cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios,
sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y
llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo especialmente de José
María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la misma
ciega admiración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular
al zambo que había en él con resultados realmente vistosos. Tenía además la
ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd,
que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas
esnobs, sino al indestructible John Wayne. Ambos formaron entonces una pareja
inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y mister Brown los puso
como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco deseo de
superación”.
La pareja debía tener largas, amenísimas
conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans desteñidos,
yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero también es
cierto que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni
parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en un
edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un
reducto inviolable, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y
sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contribuyó
con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus pósters y José María, que era
aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy
Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su
Lucky, escuchaban The strangers in the night y miraban pegado
al muro el puente sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban
caminando sobre el puente.
Para nosotros incluso era difícil viajar a
Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho dinero. Ni
López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el
salto de pulga, como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo
de purser en una compañía de aviación. Todos los años
convocaban a concurso y ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les
encantaba servir, eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no
tenían recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de
mulatos talqueados. Fueron desaprobados.
Dicen que Boby lloró y se mesó
desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al
vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días
más sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse en
un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el ánimo les
volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos,
había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la del inmigrante
disfrazado de turista.
Fue un año de duro trabajo en el cual fue
necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una bolsa
común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin
hacer maletas y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto
habían sufrido y a la que no querían regresar así no quedara piedra sobre
piedra
Todo lo que viene después es previsible y no
hace falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el barrio
dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de
viajeros y al final relato de un testigo.
Por lo pronto Boby y José María se gastaron en
un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta además que en
Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo,
asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos,
caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda
procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en común el querer
vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber intentado
usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, complacientemente,
mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un tubo, los dirigía
hacia el mecanismo de la expulsión.
A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de
sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que les permitiera
quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las
narices, sin concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una
cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba al
huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog, que
en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue
católico y luego a la banca del parque público. Pronto conocieron esa cosa
blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar como
idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista de la
naturaleza.
Sólo había una solución. A miles de kilómetros
de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses combatían contra
unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían los
diarios y lo repetían los hombres de Estado en la televisión. ¡Pero era tan
penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como ratas,
dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un
cuarto en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear un
año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro
social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de
reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su corazón.
Boby y José María se inscribieron para no ser
expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel partieron en
un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue
inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico,
haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de privaciones, es
verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde,
volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se
aproximaban, jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.
La lavandera María tiene cantidades de
tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una
letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y
cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer
ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos
reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos,
Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino al mundo.
Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de soldados amarillos
que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios, los
indómitos vigías de Occidente.
José María se salvó por milagro y enseñaba con
orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su
patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había
emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera
ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una acequia, con todo el pelo
pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un brazo, pero estaba allí vivo,
contando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo
como nunca, viviendo holgadamente de lo que le costó ser un mutilado.
La mamá de Roberto había sufrido entonces su
segundo ataque, que la borró del mundo. No pudo leer así la carta oficial en la
que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a
una citación honorífica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.
Colofón
¿Y Queca?
Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez
no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba
convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de
carne de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda
casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados
por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil
pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés
que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se
agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más
tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de auto, sus
pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el
pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se
enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se
volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la
linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía
estúpidamente y la llamaba chola de mierda.
(París, 1975)
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Quién es el
protagonista del cuento? ¿Qué es lo que quiere?
2. ¿Qué significa la
palabra “deslopizarse”? Explica
3. ¿Cómo se dan el tema
del racismo y de la autoestima dentro del cuento?
4. ¿Cuál es el problema
mayor que trata este cuento? ¿Por qué?
5. Según tú, ¿crees que
este cuento está relacionado con la realidad actual? ¿Por qué?
6. ¿Quién es Queca? ¿Qué
significa ella para López?
7. ¿Qué fue lo que hizo
López para ser un “gringo” y subir de estatus social?
8. ¿Bob López era el
único que quería ser gringo? ¿Quiénes más querían serlo?
9. ¿Por qué crees que
López está avergonzado con su forma de ser y su origen?
10. Según
tú, ¿qué significa alienación?
11. ¿Crees
que es importante aceptarnos como somos? ¿Por qué?
12. ¿Qué
sucede al final con José María, Queca y Bob López?
ACTIVIDAD CREATIVA:
1. Crea un cuento donde el tema central sea
DISCRIMINACIÓN. La extensión será de una cara y con un título original.
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