El vuelo de los cóndores
Abraham Valdelomar
I
Aquel día demoré en la calle y no sabía qué
decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el
muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido
entre ellos supe que había desembarcado un circo.
—Ése es el barrista —decían unos, señalando a
un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los
empleados de la aduana.
—Aquél es el domador. —Y señalaban a un sujeto
hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el
andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero;
llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.
—Éste es el payaso —dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente:
—¡Qué serio!
—Así son en la calle.
Era éste un joven alto, de movibles ojos,
respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida
de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca,
sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre
la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito,
partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día
siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran y qué decían. Pero encaminándome
a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían
comido. ¿Qué decir? Sacome de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.
—¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué
responder.
—Nada —apunté con despreocupación forzada—,
que salimos tarde del colegio…
—No puede ser; porque Alfredito llegó a su
casa a la cuatro y cuarto…
Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique,
el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de
la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos
no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a
dar el beso a mamá, ésta, sin darle la importancia de otros días, me dijo
fríamente:
—Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?…
Yo no respondí nada. Mi madre agregó:
—¡Está bien!…
Metime en mi cuarto y me senté en la cama con
la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido:
levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.
—Oye —me dijo tirándome del brazo y sin
mirarme de frente—, anda a comer… Su gesto me alentó un poco. Era mi buena
confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés
como de ella misma.
—¿Ya comieron todos? —le interrogué.
—Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos!
Ya van a bajar el farol…
—Oye —le dije—, ¿y qué han dicho?…
—Nada; mamá no ha querido comer…
Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y
volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que
le habían regalado en la tarde.
—Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer
nada… Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer…
—No, no quiero.
—Pero oye, ¿dónde fuiste?…
Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en
aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación,
empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!
—Cuántos volatineros hay —le decía—, un
barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente
porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre
las rendijas! ¡Y el payaso!… ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un
montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a
una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!
—¿Y cuándo dan función?
—El sábado…
E iba a continuar, cuando apareció la criada:
—Niñita, ¡a acostarse!
Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la
voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo,
en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi
madre, sentose a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó
blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi
madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se
molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería…
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita
madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo!
Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había
contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en
la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me
había perdonado!
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar
«el bendito», me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se
había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo
volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:
—Oye, los dos centavos para ti, y el trompo
también te lo regalo…
II
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en
mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el
oso, el mono, el caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos
negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada
y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el
payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas
al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la
imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida.
Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi
casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el
mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que
«Confitito»; qué oso tan inteligente y luego… todos los jóvenes de Pisco iban a
ir aquella noche al circo…
Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir
el almuerzo sacó pausadamente un sobre.
—¡Entradas! —cuchichearon mis hermanos.
—Sí, entradas. ¡Espera!…
—¡Entradas! —insistía el otro.
El sobre fue a poder de mi madre.
Levantose papá y con él la solemnidad de la
mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.
—¿Qué es? ¿Qué es?…
—¡Estarse quietos o… no hay nada!
Volvimos a nuestros asientos. Abriose el sobre
y ¡oh, papelillos morados!
Eran las entradas para el circo; venían dentro
de un programa. ¡Qué programa!
¡Con letras enormes y con los artistas
pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el hombre de
goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con
su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso «Confitito»,
rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante
espectáculo «El Vuelo de los Cóndores», ejecutado por la pequeñísima artista
Miss Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no podía ser
otra… Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel
prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui
al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con
ninguno de mis camaradas.
III
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a
casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis
hermanos.
—¡El «convite»! ¡El «convite»!…
—¡Abraham, Abraham! —gritaba mi hermanita—.
¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la
calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían.
Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y
sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después en un caballo
blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus
brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre
con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la
brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos
brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima
criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy engalanado,
caballero en un asno pequeño, y luego «Confitito», rodeado de muchedumbre de
chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.
En la esquina se detuvieron y «Confitito»
entonó al son de la música esta copla:
Los jóvenes de este tiempo usan flor en el
ojal
y dentro de los bolsillos
no se les encuentra un real…
Una algazara estruendosa coreó las últimas
palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su
pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la
plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube
de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la
caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso
camino.
IV
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la
hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi
padre llevaba su «Carlos Alberto».
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la
calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al
cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida;
una trepidación; soltose el breque; chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegamos por fin al pueblo y poco después al
circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en
la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la
entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados
vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la
amarilla de garbanzos y la dulce de «bonito», las butifarras que eran panes en
cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con
cebollas picadas en vinagre, la fuente de «escabeche» con sus yacentes
pescados, la «causa», sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de
los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos
verdes y el «pisco» oloroso, alabado por las vendedoras…
Entramos por un estrecho callejoncito de
adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un
inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían
gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.
—¡Segunda! —gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada
muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada
por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos
nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a
realizarse las maravillas de aquella noche.
Sonó largamente otro campanillazo.
—¡Tercera! ¡Bravo, bravo!
La música comenzó con el programa: «Obertura
por la banda». Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble
fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud
uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable
cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con
sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba
lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgose,
giró retorcido vertiginosamente, parose en la barra, pendió de corvas, de
brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó
en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación.
Agradeció. Después todos los números del
programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata
desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran
cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister
Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se
golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el
segundo entreacto:
—¡El Vuelo de los Cóndores!
V
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios.
Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos
estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios
colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y
apareció entre dos artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al
centro, saludó graciosamente, colgose de una cuerda y la ascendieron al
estrado. Parose en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La
prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro,
le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el
espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de
trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio
opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo —detenida la música—
producía un ruido siniestro y monótono.
¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto
habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!
Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El
público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló
nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó
con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo.
Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su
cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño
monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más,
más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con
los otros. La prueba iba a repetirse.
Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al
hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público
enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos
en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se
lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó
a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó
como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de
la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron,
escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres
y en medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles,
tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé qué
cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había
hombres muy malos…
VI
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con
tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente,
pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría?
El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no
daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad
del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la
Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música.
—¡El convite! ¡Los volatineros!…
Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss
Orquídea?…
¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó
el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces
ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el
caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza… Luego el
resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin
sentido…
¿Dónde estaba Miss Orquídea?…
No quise ver más; entré a mi cuarto y por
primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita
artista.
VII
Algunos días más tarde, al ir, después del
almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan
hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas
de madera, senteme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que
a la izquierda quedaba.
Volví la cara al oír unas palabras en la
terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy
pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era
Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde,
inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó
hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la
Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita,
sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió,
sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al
otro, y así durante ocho días.
Éramos como amigos. Yo me acercaba a la
baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo
estaba mucho tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss
Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo
se iba pronto. Aquel día salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y
atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con
maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y
esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran
cantidad del pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre
Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo,
tosiendo, la bella criatura.
Metime entre las gentes para verla bajar al
bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy
dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:
—Adiós…
—Adiós…
Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall
al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle;
y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó
mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo
se distinguía el pañuelo como un ala rota, como una paloma agonizante, y por
fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor…
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de
la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que
ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor,
que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1. ¿Quién es el
protagonista de este cuento? ¿Con qué adjetivo resumirías su personalidad?
Explica tu respuesta.
2. ¿A dónde había llegado
el protagonista? ¿Cómo era ese lugar?
3. ¿En qué consistía
el programa "Obertura por la banda"?
4. ¿En qué consistía
el acto “El vuelo de los cóndores”?
5. ¿Quién era Miss
Orquídea?
6. ¿El personaje y
narrador qué deseaba ante el acto de Miss Orquídea?
7. ¿Qué le pasó a Miss
Orquídea?
8. A qué se refiere el protagonista con la
siguiente frase: “había hombres muy malos…” Explica tu respuesta.
9. ¿En qué momento el
narrador volvió a ver a Miss Orquídea?
10. El narrador
siempre visitaba a Miss Orquídea, pero no le hablaba, solo la miraba y sonreían
juntos. Según tú: ¿Qué significado tiene “la miradas” en del protagonista y
Miss Orquídea? Explica tu respuesta.
11. ¿Qué sucedió al
noveno día? ¿Cómo fue la despedida?
12. ¿Crees que el
narrador se había enamorado de Miss Orquídea? ¿Por qué?
13. Opina: ¿Crees que
el acto que realizaba Miss Orquídea era peligroso? ¿Por qué?
14. Sigue opinando:
¿Crees que a Miss Orquídea le agrada su trabajo en el circo? Explica tu
respuesta.
15. ¿Qué elemento
regional o tradicional encuentras en este relato? Explica tu respuesta.
16. Explica con tus
propias palabras cómo se da la amistad y ternura en este relato.
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento breve que aborde el tema de la
amistad verdadera. No olvides ser creativo y original.
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