Fitz James O’Brien
Muy lejos, allá en el corazón de un lejano país, había un viejo y solitario
cementerio. Ya no se enterraba allí a los muertos, pues estaba abandonado desde
hacía mucho tiempo. Su hierba crecida alimentaba ahora algunas cabras que
trepaban por el muro ruinoso y vagaban por aquel triste desierto de tumbas. El
camposanto estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos y la puerta de hierro
oxidado, rara vez abierta, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como
si algún alma perdida, condenada a vagar en ese lugar desolado, sacudiera los
barrotes y se lamentara de su terrible encarcelamiento.
En este cementerio había una tumba distinta de las demás. La lápida no
tenía nombre, pero en su lugar aparecía la tosca escultura de un sol saliendo
del mar. La tumba, muy pequeña y cubierta de una espesa capa de retama y
ortigas, podría ser, por su tamaño, la de un niño de pocos años.
No muy lejos del viejo cementerio, vivía con sus padres un chico en una
mísera casa; era un muchacho soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los
otros niños del barrio, pues le gustaba corretear por los campos, recostarse a
la orilla del río para ver caer las hojas en el murmullo de las aguas y mecer
los lirios sus blancas cabezas al compás de la corriente. No era de extrañar
que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran malas personas que
bebían y discutían todo el día y toda la noche, y los ruidos de sus peleas
llegaban en las tranquilas noches de verano hasta los vecinos que vivían en la
aldea debajo de la colina.
El muchacho estaba aterrorizado con estas horribles disputas y su alma
joven se encogía cada vez que oía los juramentos y los golpes en la pobre casa,
así que solía correr por los campos en donde todo parecía tan tranquilo y tan
puro, y hablar con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos.
De este modo, llegó a frecuentar el viejo cementerio y empezó a caminar
entre las lápidas semienterradas, deletreando los nombres de las personas que
habían partido de la tierra años y años atrás.
Sin embargo, la pequeña tumba sin nombre y olvidada le atrajo más que
todas las demás. La extraña y misteriosa imagen de la salida del sol sobre el
mar le producía asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la furia de sus
padres lo arrojaba de su casa, solía dirigirse allí, sentarse sobre la espesa
hierba y pensar quién podría estar enterrado debajo de ella.
Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto que la adornó
según su gusto infantil. Arrancó las retamas, las ortigas y la maleza que
crecían sombrías sobre ella, y recortó la hierba hasta que empezó a crecer
espesa y suave como la alfombra de los cielos. Después trajo prímulas de los
verdes campos, flores blancas de espino, rojas amapolas de los maizales,
campanillas azules del corazón del bosque, y las plantó alrededor de la tumba.
Con las ramas flexibles de mimbre plateado trenzó un simple cerco alrededor y
raspó el musgo que cubría toda la tumba hasta dejarla como si fuera la de una
hermosa hada.
Entonces quedó muy satisfecho. Durante los largos días de verano, se
tendía sobre la tumba, abrazando el hinchado montículo, mientras que el suave
viento jugaba a su alrededor y tímidamente acariciaba sus cabellos. Del otro
lado de la colina le llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a
veces alguno de ellos venía y le proponía participar en sus juegos, pero él lo miraba
con sus tranquilos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho,
impresionado, se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico
que amaba una tumba.
Era cierto, él amaba aquel cementerio más que cualquier juego. Se sentía
muy a gusto con la quietud del lugar, el aroma de las flores silvestres y los
rayos dorados cayendo entre los árboles y jugueteando sobre la hierba.
Permanecía horas recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando
navegar las nubes blancas y preguntándose si serían las almas de las buenas
personas camino del hogar celestial. Pero cuando las nubes negras de la
tormenta se acercaban llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y
fuego, pensaba en su casa y en sus malos padres y se dirigía a la tumba y
recostaba su mejilla contra ella como si fuera su hermano mayor.
Así fue pasando el verano hasta convertirse en otoño. Los árboles
estaban tristes y temblaban al acercarse el tiempo en que el viento feroz les
arrebataría sus capas, y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros
desnudos. Las prímulas se pusieron pálidas y se marchitaron, pero en sus
últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: “No llores
por nosotros, regresaremos de nuevo el año que viene”. Pero la tristeza de la
temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno, y a menudo mojaba la
pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un
amigo que está a punto de partir.
Una tarde, hacia el final del otoño, cuando el bosque estaba marrón y
sombrío, y el viento sobre la colina parecía aullar amenazador, el chico,
sentado junto a la tumba, oyó chirriar la vieja puerta al girar sobre sus
oxidados goznes, y mirando por encima de la lápida vio acercarse una extraña
procesión. Eran cinco hombres: dos llevaban lo que parecía ser una caja larga
cubierta con un paño negro, otros dos llevaban picas en las manos y el quinto,
un hombre alto de rostro consternado, envuelto en una capa larga, caminaba al
frente. Cuando el chico vio andar a estos hombres de un lado a otro por el
cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las
inscripciones semiborradas, su corazón casi dejó de latir y se encogió, lleno
de terror, detrás de la piedra gris.
Los hombres caminaban de un lado a otro, con el hombre alto en cabeza,
buscando concienzudamente entre la hierba y de vez en cuando se detenían para
consultar entre ellos. Finalmente el hombre que los dirigía encontró la pequeña
tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse
y su luz bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces hizo
señas a sus compañeros. “La encontré -dijo-, es aquí”. Los demás se acercaron y
los cinco hombres quedaron parados contemplando la tumba. El pequeño, detrás de
la piedra, apenas respiraba.
Los dos hombres que llevaban la caja la apoyaron en la hierba, quitaron
el paño negro y el chico vio entonces un pequeño ataúd de ébano brillante con
adornos plateados y en la cubierta, labrada también en plata, la escultura
familiar de un sol saliendo del mar.
“Ahora, ¡a trabajar!” dijo el hombre alto y, al momento, los dos que
llevaban picas y palas se pusieron a cavar en la pequeña tumba. El chico pensó
que se le rompería el corazón y ya no pudo contenerse, se arrojó sobre el
montículo y exclamó sollozando:
“¡Oh, señor! ¡No toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único querido que
tengo en el mundo! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo,
y es como si fuera mi hermano. La cuido y mantengo la hierba cortita y gruesa,
y le prometo que, si me la dejan, el año que viene plantaré aquí las más bellas
flores de la colina.”
“¡Calla, hijo, no seas tonto!”, respondió el hombre de rostro serio.
“Es una tarea sagrada la que debo realizar; el que yace aquí era un chico como
tú, pero de sangre real, y sus antepasados vivían en palacios. No es apropiado
que sus huesos reposen en un terreno común y abandonado. Del otro lado del mar
los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para
depositarlos en bóvedas de pórfido y mármol. Por favor -dijo a los hombres-,
apártenlo y sigan con su trabajo.”
Los hombres separaron al chico, lo dejaron cerca sobre la hierba
sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en la tumba. El chico,
a través de sus lágrimas, vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en
el ataúd de ébano; oyó cerrarse la tapa de la caja y vio cómo las palas volvían
a poner la tierra negra en la tumba vacía, y se sintió robado. Los hombres
levantaron el ataúd y se fueron por donde habían venido. El portón chirrió una
vez más sobre sus goznes y el chico quedó solo.
Regresó a su casa en silencio y sin lágrimas, pálido como un fantasma.
Cuando se acostó en la cama llamó a su padre y le dijo que iba a morir. Le pidió
que lo enterraran en la pequeña tumba que tenía una lápida gris con un sol
naciendo del mar esculpido sobre ella. El padre se rió y le dijo que se
durmiera; pero cuando llegó la mañana el niño estaba muerto.
Lo enterraron en donde él había deseado y cuando el césped estuvo
alisado y el cortejo fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella
en el cielo, mirando la pequeña tumba.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA
1. ¿Por qué el narrador inicia su relato presentándonos un viejo cementerio?
2. ¿A quién pertenecía la tumba que era distinta en el cementerio?
3. ¿Cómo era la personalidad del niño que vivía en una mísera casa?
4. ¿Por qué la vida del niño era triste y solitaria?
5. ¿Por qué el niño comenzó a frecuentar el antiguo cementerio?
6. ¿Por qué crees que el niño empezó a amar la pequeña tumba que tenía
la imagen de la salida del sol sobre el mar?
7. ¿Qué pasó una tarde, hacia el final del otoño?
8. ¿Por qué el niño no quería que los hombres tocasen la tumba?
9. ¿Qué significa este fragmento final del cuento: "esa noche
apareció una nueva estrella en el cielo, mirando la pequeña tumba? Explica tu
respuesta.
10. ¿Qué opinas del final de este cuento?
11. ¿Qué opinas del protagonista de este cuento? ¿Estás de acuerdo con
la manera en cómo terminó? ¿Por qué?
12. Infiere: En una palabra o frase ¿cuál es el tema que aborda este
cuento? Explica tu respuesta.
13. Infiere: ¿qué puede simbolizar la tumba a la que tanto amaba el
niño? Justifica tu respuesta.
14. ¿Qué otro final le darías a esta historia? Explícala con tus
propias palabras.
ACTIVIDAD CREATIVA
Crea un cuento cuyo
protagonista sea un niño y que haga referencia al tema de este cuento.
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