Vera
Villiers de L’Isle Adam
A la señora condesa d’Osmoy:
“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”
La fisiología moderna
El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho
Salomón: su misterioso poder no tiene límites.
Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del
sombrío barrio de Saint–Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban
retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos
se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines
antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la
vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur,
con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca
forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de
treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En
la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin
mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.
Vacilante, ascendió las blancas escaleras que
conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un
féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su
amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.
En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la
alfombra. Él levantó las cortinas.
Todos los objetos permanecían en el mismo
lugar en donde la condesa los había dejado la víspera. La muerte, súbita, la
había fulminado. La noche anterior, su bien amada se desvaneció entre placeres
tan profundos, se perdió en tan exquisitos abrazos, que su corazón, quebrado
por tantas delicias sensuales, había desfallecido. Sus labios se mojaron
bruscamente con un rojo mortal. Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso
de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra. Luego, sus largas
pestañas, como cendales de luto, se cerraron para siempre.
Aquella jornada sin nombre ya había
transcurrido.
Hacia el mediodía, después de la espantosa
ceremonia en el panteón familiar, el conde D’Athol despidió a la fúnebre
escolta. Después solo, encerrose con la muerta, entre los cuatro muros de
mármol, y cerró la puerta de hierro del mausoleo. El incienso se quemaba en un
trípode, frente al ataúd. Una corona luminosa de lámparas, en la cabecera de la
joven difunta, la aureolaba como estrellas.
Él, en pie, ensimismado, con el solo
sentimiento de una ternura sin esperanza, se había quedado allí durante todo el
día. Alrededor de las seis, en el crepúsculo, salió del lugar sagrado. Al
cerrar el sepulcro, quitó la llave de plata de la cerradura y, empinándose en
el último peldaño de la escalinata, la arrojó al interior del panteón. Cayeron
sobre las losas interiores a través del trébol que adornaba la parte superior
del portal. ¿Por qué todo esto…? Con certeza obedecía a la secreta decisión de
no volver allí nunca más.
Y ahora, él revisó la solitaria habitación.
La ventana, detrás de los amplios cortinajes
de cachemira malva, recamados en oro, estaba abierta. Un último y pálido rayo
de luz del atardecer iluminaba un cuadro envejecido de madera. Era el retrato
de la muerta. El conde miró a su alrededor. La ropa estaba tirada sobre un
sillón, como la víspera. sobre la chimenea estaban las joyas, el collar de
perlas, el abanico a medio cerrar, y los pesados frascos de perfume que su amada
no aspiraría nunca más. Sobre el techo deshecho, construido de ébano, con
columnas retorcidas, junto a la almohada, en el lugar donde la cabeza adorada
había dejado su huella, en medio de los encajes, vio el pañuelo enrojecido, por
gotas de su sangre cuando su joven alma aleteó un instante. El piano permanecía
abierto, a la espera de una melodía inconclusa. Las flores de indiana, recogidas
por ella en el invernadero, se marchitaban dentro del vaso de Sajonia. A los
pies del lecho, sobre una piel negra, estaban las pequeñas chinelas orientales,
de terciopelo, sobre las que un emblema gracioso resaltaba bordado en
perlas: Quien ve a Vera la ama. Los pies desnudos de la bien amada
jugaban aún la mañana del día anterior, moviendo a cada paso el edredón de
plumas de cisne. Y allá, en la sombra, estaba el reloj de péndulo al que él
había roto el resorte para que no sonasen más las horas.
Así, pues, ella había partido… ¿Adónde? Vivir
ahora, ¿para hacer qué? Era imposible, absurdo…
Y el conde se abismó en aquellos pensamientos
extraños y sobrecogedores, rememorando toda la existencia pasada.
Seis meses habían transcurrido desde su
matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la vio
por primera vez…? Sí, ese instante se recreaba ante sus ojos, pero de forma muy
distinta. Ella se le apareció allí, radiante, deslumbrante. Aquella tarde sus
miradas se habían encontrado. Ellos se habían reconocido íntimamente,
sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre.
Los propósitos engañosos, las sonrisas que
observaban, las insinuaciones, todas las dificultades y problemas que opone el
mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se
desvanecía ante la certeza que ellos tuvieron, en aquel fugaz instante, de
saberse el uno para el otro.
Vera, cansada de la insípida ceremoniosidad,
de las personas de su entorno, había ido hacia él desde el primer instante,
dejando de lado las banalidades donde se pierde el tiempo precioso de la vida.
¡Oh! Cómo, a las primeras palabras, las tontas
ideas de quienes les eran indiferentes, les parecían como el vuelo de los
pájaros nocturnos adentrándose en la oscuridad. ¡Qué sonrisas intercambiaban y
qué inefables abrazos!
Sin embargo, su naturaleza era de lo más
extraña. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente
terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante,
tanto es así que se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Y por
el contrario, ciertas ideas, aquellas del alma, por ejemplo, del Infinito,
de Dios mismo, estaban como veladas a su entendimiento. La fe de la
mayoría de las personas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que
algo sorprendente y extraño, una cuestión de la cual no se preocupaban, no
considerándose con capacidad para criticar o aprobar.
En razón de eso, puesto que reconocían que el
mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de haberse
unido, en esa vieja y sombría mansión, donde la extensión de los jardines
alejaba los ruidos del exterior.
Allí, ambos amantes se sumergieron en ese
océano de alegrías lánguidas y perversas donde el espíritu se mezcla con los
misterios de la carne. Ellos agotaron las violencias de los deseos, los
estremecimientos de la ternura más apasionada, y se convirtieron en el
palpitante latido de ser el uno del otro. En ellos, el espíritu se adentraba
tan bien en el cuerpo que sus formas parecían compenetrarse, y los besos
ardientes les encadenaban en una fusión ideal. ¡Prolongado deslumbramiento! La
muerte había destruido el encanto. El terrible accidente los desunía, y sus
brazos se desenlazaban. ¿Qué sombra había atrapado a su querida muerta? ¡Muerta
no! ¿Es que el alma de los violoncelos puede ser arrastrada con el gemido de
una cuerda que se quiebra?
Transcurrieron las horas.
A través de la ventana, él contemplaba cómo la
noche se insinuaba en los cielos. Y la noche se le apareció como algo personal.
Tuvo la impresión de que era una reina marchando con melancolía en el exilio, y
el broche de diamantes de su túnica de luto, Venus, sola, brillaba por encima
de los árboles, perdida en el fondo oscuro.
–Es Vera –pensó él.
Al pronunciar en voz muy baja su nombre se
estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose, miró en torno
suyo.
En la habitación, los objetos estaban
iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una
lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo,
hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de
incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una
madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo
y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima
de la chimenea.
La compacta aureola de la Madona brillaba con
hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en
el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la
infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la
Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más
que un supersticioso amor, ofrecido a veces, ingenua y
pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara.
Al verla, el conde, herido de recuerdos
dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz
santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón, hacerlo
sonar.
Apareció un sirviente. Era un anciano vestido
de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa.
Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver
a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido.
–Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta
tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena
hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí
durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe
pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás
que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de
abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos
a nadie.
El mayordomo temblaba y le miraba con
atención.
El conde encendió un cigarro y descendió a los
jardines.
El sirviente pensó primeramente que el dolor,
demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le
conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un
despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber
consistía en respetar aquel secreto.
Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a
ese sueño religioso? ¿Obedecer…? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a
la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que
una noche? Mañana, mañana… ¡Ay! Pero, ¿quién sabe…? ¡Quizá! Después de todo era
un proyecto sagrado… ¿Con qué derecho reflexionar sobre ello?
Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie
de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia.
Se trataba de crear un terrible espejismo.
El embarazo de los primeros días se borró
súbitamente.
Al principio con estupor, pero luego por una
especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer
natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él
mismo se sentía engañado por su buena voluntad. No había lugar para segundas
interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la
necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. Se dejó
arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy
pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y
rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por
completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando
paulatinamente la atmósfera que les rodeaba. Tenía miedo, un miedo indeciso,
suave…
D’Athol, en efecto, vivía sumido en la
inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre
presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la
suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo
en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del
fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la Ilusión sonriente,
sentada, a sus ojos, en el otro sillón.
Las noches, los días, las semanas,
transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban
haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase
cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían
idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por
manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D’Athol
vivía doblemente iluminado. Un semblante suave y pálido, entrevisto como un
relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente
el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a
hablar, pensamientos femeninos que aparecían en él como respuesta a
lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en
una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy
próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas
muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un
poder desconocido! Una vez, D’Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó
en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera.
–¡Chiquilla! –murmuró él, sonriente.
Y se adormecía como un amante ofendido por su
amada risueña y adormilada.
El día de su cumpleaños colocó,
como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de
la almohada de Vera.
–Puesto que ella se cree muerta… –murmuró él.
Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad
del señor D’Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su
mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser
de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y
se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro
entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el
sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto
llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo
invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo
de lo más natural!
Había transcurrido un año.
En la tarde del aniversario, sentado junto al
fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento
florentino, Callimaque, cuando, cerrando el libro y
sirviéndose el té, dijo:
–Douschka, ¿te acuerdas del Valle de las
Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres…? Estas historias
te lo han recordado, ¿no es verdad?
Se levantó y en el espejo azulado se vio más
pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró
atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente
se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel
collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera, solía palidecer
enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante
algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel.
Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el
exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado
el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de
batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como
claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página
final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había
vuelto a encender en el relicario…? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente
el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales,
nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa
de colocarlas? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más
significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al
conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la
hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año.
Sin embargo, esa tarde se había dicho que,
desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a
aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto
de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo
flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su
esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor. Su
presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí.
Ella debía desear volver a sonreír aún en
aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se
había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas.
La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la
llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y
su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la
muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el
cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo
más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la
penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los
vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas
pedrerías que la amaban en su oscura simpatía, la inmensa y
absoluta necesidad de su presencia, ansia compartida
finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la
adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR!
¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos…!
El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel
vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el
universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea
definitiva, simple, absoluta: ¡Ella debía estar allí, en la habitación!
Él estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su
alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. Y
como no faltaba más que la misma Vera, tangible, exterior, era
preciso que ella se encontrase allí y que el gran sueño de la vida y
de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas. El camino de
resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa
iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de
sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de
encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta
su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir,
al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún.
–¡Roger…! –exclamó con voz lejana.
Él se le acercó. Sus labios se unieron en una
alegría divina, extasiada, inmortal.
Y entonces se dieron cuenta de que ellos no
formaban más que un solo ser.
Las horas volaron en un viaje extraño, un
éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo.
De repente, el conde D’Athol se estremeció
como golpeado por una fatal reminiscencia.
–¡Ah! Ahora recuerdo… ¿Qué es lo que me
sucede…? ¡Pero si tú estás muerta!
En ese mismo instante, al oírse estas
palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de
una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los
intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear
acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias
cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del
péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La certeza de
todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las
manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose
entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y
blanca visión entró en el aire y se perdió. El conde se puso en pie. Acababa de
darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en
un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola
palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos.
Como esas lágrimas de cristal, ensambladas
ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su
parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable
polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se
había desvanecido.
–¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he
perdido…! ¡Otra vez vuelve a estar sola…! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar
hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti!
De pronto, como una respuesta, un objeto
brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un
rayo del tétrico día lo iluminó… El abandonado se inclinó. Lo cogió y una
sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto. ¡Era la llave de
la tumba!
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN
LECTORA:
1. Lee la siguiente frase inicial del cuento:
"El amor es más fuerte que la muerte, ha
dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites". Responde: ¿Qué
relación hay entre esta frase y el contenido del cuento?
2. ¿Quién era el conde D’Atho? ¿Quién era
Vera?
3. ¿Cómo había muerto Vera?
4. Infiere: ¿Por qué el conde D’Athol se
encerró con el cadáver de su esposa?
5. ¿Qué significa esta frase: "Así, pues,
ella había partido… ¿Adónde? Vivir ahora, ¿para hacer qué? Era imposible,
absurdo…" Explica tu respuesta.
6. ¿Qué le dijo el conde a Raymond, su criado?
¿Qué pensó el criado sobre ello?
7. Infiere: ¿Qué significa esta parte de la
narración: "D’Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la
muerte de su bien amada"? Explica tu respuesta
8. ¿Por qué el conde D’Athol colocó una flor
de siemprevivas en la almohada de Vera?
9. ¿Por qué en una parte de este cuento la
palabra "¡REGRESAR!" está escrita con mayúsculas y entre signos de
admiración?
10. Qué se infiere de la siguiente frase:
"El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que
aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el
universo se hundiría". Justifica tu respuesta.
11. ¿Por qué al final del cuento se hace
referencia a la llave de la tumba? ¿Qué significa ello? Justifica tu respuesta.
12. ¿Qué simboliza la condesa Vera en este cuento?
Explica tu respuesta.
13. Después de leer el cuento: ¿Crees que el
conde D’Athol había enloquecido? Justifica tu respuesta.
14. ¿Crees que este cuento es de terror? ¿Por
qué?
15. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Cómo lo
valorarías? ¿Qué te gustó más y qué no te gustó? Explica tu respuesta.
ACTIVIDAD CREATIVA:
Crea un cuento cuyo protagonista haya sufrido
la perdida de un ser amado. No olvides crear una atmósfera acorde a los
sentimientos de tu protagonista.
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