Palabra de occiso
Palabra de occiso
Jonathan Estrada
(Kovac Editores, 2013)
“El poeta denuncia esa soledad de lo virtual, la melancolía
que nos ha transformado en pusilánimes que al escapar de su propia realidad han
perdido el sentido de su propia humanidad”.
Escrito por: Paolo Astorga
Palabra de
occiso (Kovac Editores, 2013) del poeta peruano Jonathan Estrada (Lima, 1984) es un
libro donde el testimonio de lo decadente deja su huella desoladora. El poeta
se enfrenta a una realidad desmitificada y diluida en la culpa y la estupidez
irracional. La hipocresía es el símbolo de lo real donde la inmensidad y la
necesidad de decir, de denunciar las apariencias y lo podrido de las heridas de
este mundo que se ha vuelto feliz en medio de miasmas y el hiperconsumo, hacen
del vate un visionario, un testigo en carne propia del desmoronamiento del ser.
Dios es una moneda,
Que abulta los templos y centavos
En la colina de las cantatas
Y los reflectores en abundante secuencia.
Para ser desde su ruma
monumento de envidia y monolito de penitencia.
monumento de envidia y monolito de penitencia.
A lo largo de
este intenso poemario vemos cómo la angustia se presenta como la violencia de
la melancolía. La nada, el vacío de la existencia es simplemente la debilidad
de la carne ante los deseos de ser y tener lo que se desea. El temor se
convierte en iniquidad, en indiferencia frente al sentir que el mundo se
destruye así mismo. El poeta ha visionado un apocalipsis cuya catástrofe es la
cotidianidad, la rutina, el hábito del hombre "súper" que ha aceptado que lo
violen sin parar y ha dejado de lado la necesidad de ser sustancia para
convertirse en apariencia, en objeto de consumo colgado como res para ser
devorado:
Porque las leyes ya no
vienen de las tablas
Sino de las actas
selladas del anonimato,
Que se escurre, se
zambulle y te percude,
Hasta el haber soñado
con volar…
Porque el vuelo es
metálico,
Y el nado un eco de lo
que fue un espacio llamado sueño.
Porque el beso está en
vitrina
Y el amor a un tris de
vivirse en foto,
Sonriendo en pálido
intento,
Pues todos tienen que
verlo
Y no hay peor eco que
el rumor cero.
Y entonces el
poeta en la incertidumbre de su ser encuentra el enigma de la muerte.
Nuevamente el pensamiento es nada porque la angustia ante la muerte es
inminente. Lo peor es tener conciencia de que es inevitable, de que la
depredación es una actividad común, de que estamos obligados a una cruenta
batalla contra nosotros mismos y la violencia de la sinrazón que se construye
para divertirnos, para hacernos partícipes de nuestra lucha insignificante
contra el mundo y sus “cuervos” que nos miran esperando incesantemente engullir
nuestra carne doblegada por la satisfacción fofa de la felicidad.
Ese retraso que te agobia hasta la giba del puerco
sonriente,
sonriente,
Esa solución magna que respeto y que atollo al tirar
de la
cadena,
cadena,
Ese pararme cada día, cada hermoso día
En el umbral de la cornisa;
Y mirar los cuervos, cara a cara… siempre al acecho.
Como vemos este
libro intenta despertar en nosotros no una conciencia que nos haga responsables
de nuestro propio suicidio, sino entender que hemos perdido el sentido de nuestras
alas de Ícaro y la rebeldía de querer liberarnos en medio de lo agreste. Nos
hemos acobardado ante la cruda realidad que nos nace al estar solos y sin
escusas ante un mundo que ya no quiere mirarse a sí mismo y entender que no hay
otros, sino que uno es lo que se ha hecho. El poeta denuncia esa soledad de lo
virtual, la melancolía que nos ha transformado en pusilánimes que al escapar de
su propia realidad han perdido el sentido de su propia humanidad:
Desaparezco
Y con nosotros el
girar de los brazos en círculos
Y las sombras
juguetonas; maquillaje de apagones.
Las soledades eternas,
que crujían sin espanto
Con la oreja pegada a
la estación
En la hora sucedánea
que pulía el encanto
Y esfumaba en pedazos
los delirios.
(…)
Y la certeza de la
inocencia, ametrallada
Y la campana de la
escuela, saboteada
Y la escritura en
contratapa, dinosauria
Y las estrellas de
albedrío, asesinadas…
En el firmamento de
una céntrica y fluorescente plaza.
(…)
Has vencido universo.
Allá me voy a
recostare
Con mis amados ceros
Y mis queridos unos
Mis ceros y unos
Ceros y unos…
Observamos pues,
esa disolución inminente en lo repetitivo que destruye y desvirtúa toda
necesidad de asirse a un ideal, a un sueño.
La palabra es de la muerte, la única palabra posible que se produce
desde lo inmóvil, la nada que apasiona, que se presenta como una salida, como
un lugar posible que al final solo es un paliativo del sufrimiento eterno. Es
la muerte, entonces, un fetiche para seguir siendo.
Cómete la tierra de
gusto,
Porque no hay sabor
más fresco.
Tómate la sangre y envenena cada vínculo de tu seso
Pues no hay mayor cáliz que el saberse sólo dueño de
un
féretro
féretro
Inquilino de una caja, invasor de un hueco.
En suma, Palabra de occiso de Jonathan Estrada,
busca denunciar de un modo crudo y
visceral la necesidad por reencontrarnos en la melancolía de lo humano. He allí
este libro entre la falsedad y el narcótico de los que viven amando a sus fetiches,
a sus paraísos artificiales sin saber que su carne se pudre y la muerte los
traga lentamente. He allí el poeta, un visionario, que desde la muerte como
signo construye un libro desgarrador y a la vez testimonio de una realidad que
se disfraza de encanto y lucidez.
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