Warma kuyay
(Amor de niño)
José María Arguedas
(Andahuaylas, Perú 1911 - Lima, 1969)
Noche de
luna en la quebrada de Viseca.
Pobre
palomita, por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los cielos.
—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
En
un terso lago canta la gaviota,
memoria me deja de gratos recuerdos.
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!
—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara
de sapo te gusta!
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen
laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso
Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus
ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay, Justinacha!
—¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la
cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha…
soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
—¡Sonso, niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a
bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a
ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado,
vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo
de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del
Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus
sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a
la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio
negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo
por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras
conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala,
nos moriríamos todos!
En medio del witron [patio grande],
Justina empezó otro canto:
Flor
de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.
Los
cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio
inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de
tender cueros.
—Ese puntito negro que está al medio es Justina.
Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos
miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda.
El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como
potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a
la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero
corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le
siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de
la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froilán apareció en la
puerta del witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la
tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
—¡A ése le quiere!
Los indios de don Froilán se perdieron en
la puerta del caserío de la hacienda, y don Froilán entró al patio tras de
ellos.
—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia
él.
—Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de
metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había
un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas
del padre de don Froilán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa
de arriba.
La hacienda era de don Froilán y de mi
tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío
y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos
leguas de la hacienda.
Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera;
entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por
la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado
del cholo.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
—¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!
—¡Mentira, Kutu, mentira!
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de
agua, cuando fue a bañarse con los niños!
—¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí
miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si
hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no
puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don
Froilán.
Me levantó como a un becerro tierno y me
echó sobre mi catre.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a
Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño?
¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo
porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al
Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a
don Froilán!
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el
corredor como el maullido del león que entra hasta el caserío en busca de
chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche
vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la
luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
—¿Y por qué no matas a don Froilán? Mátale
con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero
cuando seas “abugau” ya estarán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo,
como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto?
Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.
—¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tienen
hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas
de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froilán es peor
que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de
Capitana.
—¡“Endio” no puede, niño! ¡“Endio” no
puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos
cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores,
hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los
potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus
ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le
quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos
negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su
boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería;
sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de
Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se
parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.
—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella
misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos.
Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella,
¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente:
estaba húmeda de sudor.
—¡Verdad! Así quieren los mistis.
—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer,
no sirves para ella. ¡Déjala!
—¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para
ti solito! Mira, en Wayrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las
estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la
oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más
abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.
Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos,
chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca!
¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más,
humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y
se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froilán. Al principio yo lo
acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los
becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba
duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…, cien
zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas,
lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y
gozaba. Yo gozaba.
—¡De don Froilán es, no importa! ¡Es de mi
enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para
tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena
negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que
una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me
vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo,
corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya
había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos,
silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y
atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué
junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita
sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a
su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos
negros y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé
ante ella.
—¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no!
¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome
durante largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada
humilde, dulce.
—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como
la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en
el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes,
llenos de frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los
potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca
ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres maula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto
miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito
es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero
mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó al
galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y
se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a
don Froilán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue
a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades
de Sondondo, Chacralla… ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé junto a don Froilán,
pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la
orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo
vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma
quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa,
mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un
“warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría
que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos
roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las
fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en
esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me
arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no
quiero, que no comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él
quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque
maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le
respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un
animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales
candentes y extraños.
VOCABULARIO:
Abusar: violentar
sexualmente
barranco: abismo,
precipicio
bayo: caballo
blanco amarillento
bosta: excremento
del ganado
bullicio: ruido
fuerte
charanguero: el que
toca el charango
chispear: brillar
despachar: arrojar
daño: se dice
cuando un animal entra a una chacra ajena
en tropa: en
grupo
estaca: palo con
puntada clavado en la tierra
forzar: tener
sexo a la fuerza
fúnebre: macabro
galga: piedra
grande
jarawi:
poema- canción quechua
laceador: el que
atrapa a los animales con un lazo
lucero:
astro luminoso
mak tasu: joven
fuerte
maula: cobarde
misti: señor
blanco poderoso
paca-paca: pájaro de
la sierra
quebrada: abismo
querencia: lugar
amado
terciana: fiebre
torcaza: paloma
torillito: becerrito
tuya: árbol de
hoja verdes
warma kuyay: amor de
niño
witron: patio
grande
zurriago: látigo o
azote
zurriagazo: latigazo