El hombre a quien maté
Tim O´Brien
Tenía la mandíbula en la garganta, el labio y
los dientes superiores habían desaparecido, un ojo estaba cerrado, el otro era
un agujero en forma de estrella, sus cejas eran finas y arqueadas como las de
una mujer, su nariz estaba intacta, había una gota leve en el lóbulo de una
oreja, su limpio pelo negro caía hacia atrás hasta formar un remolino en la
parte posterior del cráneo, su frente tenía algunas pecas, sus uñas estaban
limpias, la piel de su mejilla izquierda estaba arrancada en tres tiras desiguales,
su mejilla derecha era suave y lampiña, había una mariposa posada en su mentón,
su cuello estaba abierto hasta la médula espinal, y allí la sangre era densa y
brillante; ésa era la herida que le había matado. Estaba tendido boca arriba en
medio del sendero, un joven delgado, muerto, casi delicado.
Tenía piernas huesudas, cintura estrecha,
dedos largos y elegantes. Tenía el pecho hundido y poco musculoso; un
estudiante, tal vez. Sus muñecas eran las muñecas de un niño. Llevaba camisa
negra, amplios pantalones orientales negros, una canana gris, un anillo de oro
en el dedo corazón de la mano derecha. Sus sandalias de goma habían volado. Una
estaba junto a él, la otra unos metros más allá, en el sendero. Tal vez había
nacido en 1946 en la aldea de My Khe, cerca de la costa central de la provincia
de Quang Ngai, donde sus padres trabajaban la tierra, y donde su familia había
vivido durante varios siglos, y donde, durante la época de los franceses, su
padre y dos tíos y muchos vecinos se habían unido a la lucha por la
independencia. No era comunista. Era ciudadano y soldado. En la aldea de My
Khe, como en toda Quang Ngai, la resistencia patriótica tenía la fuerza de la
tradición, que era en parte la fuerza de la leyenda, y desde la más tierna
infancia el hombre a quien maté había oído historias sobre las heroicas
hermanas Trung y la famosa derrota que Tran Hung Dao infligió a los mongoles y
la victoria final de Le Loi contra los chinos en Tot Dong. Le habían enseñado
que defender su tierra era el deber más alto y el mayor privilegio de un
hombre. Lo aceptaba. Nunca fue amigo de discutir. Secretamente, sin embargo,
también le daba miedo. No tenía madera de soldado. Tenía mala salud, su cuerpo
era pequeño y frágil. Le gustaban los libros. Quería ser profesor de matemáticas
algún día. Por la noche, tendido sobre la estera, no podía imaginarse llevando
a cabo los actos valientes de su padre, o de sus tíos, o de los héroes de las
historias. Esperaba de todo corazón que nunca le pusieran a prueba. Esperaba
que los norteamericanos se fueran. Pronto, esperaba. Seguía esperando y
esperando, siempre, incluso cuando dormía.
-¡Vaya, hombre, has jodido al que te quería
joder! -dijo Azar-. ¡Lo has desparramado por completo, fíjate en lo que has
hecho, lo has desparramado como si fuera un jodido huevo!
-Vete -dijo Kiowa.
-¡Sólo estoy diciendo la verdad! ¡Como un
jodido huevo!
-Vete -repitió Kiowa.
-De acuerdo, entonces; me largo -dijo Azar.
Empezó a apartarse, después se detuvo y dijo-: Como un jodido huevo, ¿sabes?
¡Si hay categorías de muertos, este tío es de primera!
Sonriendo de su propia agudeza, se encogió de
hombros y enfiló el sendero hacia la aldea que estaba tras los árboles.
Kiowa se agachó.
-Olvídate de esa bestia -dijo. Abrió la
cantimplora y me la tendió por un momento y después suspiró y la retiró-. ¡No
le des más vueltas, hombre! ¿Qué otra cosa podías hacer?
Más tarde Kiowa dijo:
-Hablo en serio. Nadie podía hacer
nada. Vamos, Tim, deja de mirar así.
El cruce de senderos estaba sombreado por una
hilera de árboles y altos arbustos. El delgado muchacho estaba tendido con las
piernas a la sombra. Su mandíbula estaba en la garganta. Un ojo estaba cerrado
y el otro tenía un agujero en forma de estrella.
Kiowa le echó un vistazo al cuerpo.
-Está bien, déjame hacerte una pregunta
-dijo-. ¿Te gustaría cambiarte con él? Ponte en su lugar: ¡te gustaría? Contéstame
francamente.
El agujero en forma de estrella era rojo y amarillo.
La parte amarilla parecía ir ampliándose, desplegándose hacia el centro de la
estrella. El labio superior, la encía y los dientes habían desaparecido. La
cabeza del hombre estaba acomodada en un ángulo insólito, como si el cuello se
hubiera soltado, y su cuello estaba mojado de sangre.
-Piénsalo -dijo Kiowa.
Después, más tarde, dijo:
-Tim, es una guerra. El tío ese no era
Heidi: tenía un arma, ¿correcto? Es duro, desde luego, pero tienes que dejar de
mirar. Después dijo:
-Tal vez lo mejor sería que te tumbaras unos
minutos.
Después de un largo rato de silencio dijo:
-Tómatelo con calma. Ve adonde el espíritu te
lleve.
La mariposa se estaba abriendo camino a lo
largo de la frente del muchacho, que estaba salpicada de pequeñas pecas
oscuras. La nariz estaba intacta. La piel de la mejilla derecha era suave y
tersa y lampiña. De aspecto frágil, huesos delicados, el joven nunca había
querido ser soldado y en lo más hondo de su corazón había temido comportarse
mal en la batalla. Incluso cuando era un muchacho que crecía en la aldea de My
Khe se había preocupado a menudo por eso. Se imaginaba cubriéndose la cabeza y
tendido en un agujero profundo y cerrando los ojos y quedándose inmóvil hasta
que la guerra terminara. No tenía estómago para la violencia. Le encantaban las
matemáticas. Sus cejas eran finas y arqueadas como las de una mujer, y en la
escuela los muchachos a veces se burlaban de él por lo hermoso que era, con sus
cejas arqueadas y sus dedos largos y elegantes, y en el patio de recreo
imitaban el modo de caminar de una mujer y se mofaban de su piel tersa y su
amor por las matemáticas. No era capaz de pelear con ellos. A menudo deseaba
hacerlo, pero le daba miedo, y eso aumentaba su vergüenza. Si no se atrevía a
pelear con chicos, pensaba, ¿cómo podría ser soldado y luchar contra los
norteamericanos con sus aviones y sus helicópteros y sus bombas? No parecía
posible. En presencia de su padre y sus tíos, fingía estar ansioso por cumplir
con su deber patriótico, que era además un privilegio, pero por la noche rezaba
con su madre para que la guerra terminara pronto. Por encima de todo, temía ser
una deshonra para sí mismo, y por lo tanto para su familia y su aldea. Pero
todo lo que podía hacer era esperar y rezar y tratar de no crecer demasiado
deprisa.
-Escúchame -dijo Kiowa-. Te sientes muy mal,
lo sé.
Después dijo:
-Está bien, tal vez no lo sé.
A lo largo del sendero había pequeñas flores
azules, como campanillas. La cabeza del muchacho estaba torcida de costado,
pero sin llegar a mirar de frente a las flores, y aunque se encontraba a la
sombra, un rayo de luz solar refulgía contra la hebilla de su canana. Su
mejilla izquierda estaba pelada hacia atrás en tres tiras desiguales. Las
heridas del cuello aún no se habían coagulado, lo que le hacía parecer animado
incluso en la muerte, pues la sangre se desparramaba por la camisa.
Kiowa sacudió la cabeza.
Hubo un largo silencio antes de que dijera:
-Deja de mirar.
Las uñas del muchacho estaban limpias. Había
una gota leve en el lóbulo de una oreja, una salpicadura de sangre en el
antebrazo. Llevaba un anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Tenía
el pecho hundido y poco musculoso: un estudiante, tal vez. Durante años, a
pesar de la pobreza de su familia, el hombre a quien maté había estado decidido
a continuar sus estudios de matemáticas. Los medios para ello tal vez se habían
arreglado mediante los cuadros del movimiento de liberación de la aldea, y en
1964 el joven empezó a asistir a clases en la Universidad de Saigón, en
donde evitó la política y prestó atención a los problemas de cálculo. Se dedicó
al estudio. Pasaba las noches solo, escribía poemas románticos en su diario
íntimo, gozaba de la gracia y la belleza de las ecuaciones diferenciales. Sabía
que la guerra, al fin, le llamaría, pero por el momento procuraba no pensar.
Había dejado de rezar; en vez de eso, ahora esperaba. Y mientras esperaba, en
el último año de universidad, se enamoró de una compañera de estudios, una
muchacha de diecisiete años, que un día le dijo que sus muñecas eran como las
muñecas de un niño, pequeñas y delicadas, y que admiraba su cintura estrecha y
el remolino que se alzaba como la cola de un pájaro en la parte posterior de su
cabeza. Le gustaba el modo sereno de ser del muchacho, se reía de sus pecas y
de sus piernas huesudas. Una noche, tal vez, intercambiaron anillos de oro.
Ahora un ojo era una estrella.
-¿Estás bien? -dijo Kiowa.
El cuerpo estaba casi por entero en la sombra.
Había jejenes en su boca, y partículas de polen vagaban encima de su nariz.
Había dejado de sangrar, salvo las heridas del cuello. La mariposa se había
ido.
Kiowa recogió las sandalias de goma y las
limpió, después se agachó para registrar el cuerpo. Encontró una bolsita de
arroz, un peine, un cortaúñas, unas pocas piastras sucias, una instantánea de
una muchacha de pie ante una motocicleta. Kiowa colocó aquellos objetos en su
mochila junto con la canana gris y las sandalias de goma.
Después se agachó.
-Te diré la pura verdad -dijo-. El tío este
estaba muerto en cuanto pisó el sendero. ¿Me entiendes? Todos le teníamos en el
punto de mira. Una buena presa: arma, munición, todo… -Minúsculas gotas de
sudor brillaban en la frente de Kiowa. Sus ojos pasaron del cielo al cuerpo del
hombre muerto y a los nudillos de su propia mano-. Así que, escucha, ¡tienes
que recobrarte, diablos! No puedes quedarte sentado aquí todo el día.
Más tarde dijo:
-¿Entiendes?
Después dijo:
-Cinco minutos, Tim. Cinco minutos más y
seguimos adelante.
En el ojo cerrado se operó una curiosa
transformación: pasó del rojo al amarillo. La cabeza estaba torcida de costado,
como si el cuello se hubiera soltado, y el muchacho muerto parecía estar
mirando un objeto lejano más allá de las flores como campanillas del sendero.
La sangre del cuello se había vuelto de un profundo negro purpúreo. Uñas
limpias, cabello limpio: había sido soldado un solo día. Después de sus años en
la universidad, el hombre a quien maté regresó con su esposa -se acababan de
casar- a la aldea de My Kbe, donde se alistó como soldado raso en el 48
batallón del Vietcong. Sabía que no tardaría en morir. Sabía que vería un
relámpago de luz. Sabía que caería muerto y despertaría en las historias de su
aldea y de su pueblo.
Kiowa cubrió el cuerpo con un poncho.
-¡Vaya, Tim, tienes mejor aspecto! -dijo-. No
hay duda al respecto. Todo lo que necesitabas era tiempo: un poco de permiso
mental.
Después dijo:
-Chico, lo siento.
Después, más tarde, dijo:
-¿Por qué no me hablas?
Después dijo:
-¡Venga, hombre, háblame!
Era un muchacho delgado, muerto, casi
delicado, de unos veinte años. Estaba tendido con una pierna doblada debajo de
él, la mandíbula en la garganta, la cara ni expresiva ni inexpresiva. Un ojo
estaba cerrado. El otro era un agujero en forma de estrella.
-¡Háblame! -dijo Kiowa.
ACTIVIDADES DE
COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Por qué el cuento inicia con una
descripción? Explica tu respuesta.
2. ¿Cómo se siente el protagonista al matar al
soldado enemigo? ¿Qué nos revela ese sentimiento? Explica tu respuesta.
3. ¿Por qué crees Kiowa se burla del muerto?
4. ¿Por qué la descripción del cadáver del
soldado enemigo es tremendamente significativa en este cuento? Justifica tu
respuesta.
5. Qué piensas de la pregunta de Kiowa que le
hace al protagonista: "¿Te gustaría cambiarte con él?". ¿Crees que su
punto de vista es razonable? ¿Por qué?
6. A qué hace referencia esta frase:
"Sabía que caería muerto y despertaría en las historias de su aldea y de
su pueblo". Explica tu respuesta.
7. ¿Qué podemos inferir del final del cuento?
Explica tu respuesta.
8. Este cuento nos habla de la brutalidad de
la guerra de Vietnam y de toda guerra en general. Según tu postura, ¿crees que las
guerras son inevitables? ¿Por qué? Justifica tu punto de vista.