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domingo, 26 de septiembre de 2021

Cuento "La máscara de la muerte roja" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora

 

La máscara de la muerte roja

Edgar Allan Poe


Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.

Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dajaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad. Fuera estaba la Muerte Roja. 

Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad. 

Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en toda su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda, en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y purpúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura. Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz alguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia. 

También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.

Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.

Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación y el brillo, lo ilusorio y lo picante..., mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -no han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegría en las salas más distantes. 

Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la última campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca en boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco.  

En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta..., y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.  

Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira. 

-¿Quién se ha atrevido...? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitadle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer! 

Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.

Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; así que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poca distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible. 

Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja. 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. Organiza las siguientes ideas del argumento según la aparición temporal en el cuento:

a)     La muerte disfrazada se introduce en la fiesta del príncipe Próspero.

b)    Una gran peste conocida como la muerte roja azota el pueblo del príncipe Próspero.

c)     La muerte mata al príncipe y a todos los ocupantes del castillo.

d)    Este se refugia en su castillo un millar de amigos sanos y joviales.

El orden es:______________

 

2. ¿En qué consistía la muerte roja?

3. ¿Quién es el príncipe Próspero? Infiere: ¿Por qué crees que tiene ese nombre? Explica.

4. ¿Qué sucedió 12 de la medianoche?

5. Identifica: ¿Qué elementos de la narrativa de terror podemos encontrar en este cuento de Edgar Allan Poe?

6.Qué infieres de la siguiente frase: “Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen.”. Explica tu respuesta.

7. A qué hace referencia esta frase: “Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres”.

8. Infiere: ¿Qué simboliza el reloj dentro de la historia? ¿Es un elemento importante? ¿Por qué?

9. Infiere: Qué significa la frase: “Había venido como un ladrón en la noche”. Explica.

10. Qué infieres del siguiente fragmento: “También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos”.

11. Critica: ¿Te parece justa la actitud del príncipe de encerrarse frente a la peste de la “Muerte Roja”?

 

 

ACTIVIDAD DE CREACIÓN:

1. A partir del texto construye un cuento donde la temática sea de terror y donde el objeto central sea una MÁSCARA.

 

lunes, 13 de septiembre de 2021

Cuento "El barril de amontillado" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora

 

El barril de amontillado

Edgar Allan Poe


Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.

Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.

Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.

Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
—Mi querido Fortunato —le dije—, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas

—¿Cómo? —exclamó Fortunato—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…

—Tengo mis dudas —insistí—, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y quiero salir de ellas.

—¡Amontillado!

—Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que…

—Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.

—Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.

—¡Ven! ¡Vamos!

—¿Adónde?

—A tu bodega.

—No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi…

—No tengo nada que hacer; vamos.

—No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.

—Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.

Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.

No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.

Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.

Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.

—El barril —dijo.

—Está más delante —contesté—, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.

Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.

—¿Salitre? —preguntó, después de un momento.

—Salitre —repuse—. ¿Desde cuándo tienes esa tos?

El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.

—No es nada —dijo por fin.

—Vamos —declaré con decisión—. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que…

—¡Basta! —dijo Fortunato—. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.

—Ciertamente que no —repuse—. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.

Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.

—Bebe —agregué, presentándole el vino.

Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.

—Brindo —dijo— por los enterrados que reposan en torno de nosotros.

—Y yo brindo por que tengas una larga vida.

Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.

—Estas criptas son enormes —observó Fortunato.

—Los Montresors —repliqué— fueron una distinguida y numerosa familia.

—He olvidado vuestras armas.

—Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.

—¿Y el lema?

Nemo me impune lacessit.

—¡Muy bien! —dijo Fortunato.

Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también barriles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.

—¡Mira cómo el salitre va en aumento! —dije—. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos… Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos…

—No es nada —dijo Fortunato—. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.

Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciolo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.

Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprendes?

—No —repuse.

—Entonces no eres de la hermandad.

—¿Cómo?

—No eres un masón.

—¡Oh, sí! —exclamé—. ¡Sí lo soy!

—¿Tú, un masón? ¡Imposible!

—Un masón —insistí.

—Haz un signo —dijo él—. Un signo.

—Mira —repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.

—Te estás burlando —exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos—. Pero vamos a ver ese amontillado.

—Puesto que lo quieres —dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.

En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.

Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.

—Continúa —dije—. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi…

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.

—Pasa tu mano por la pared —dije— y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.

—Es cierto —repliqué—. El amontillado.

Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.

Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.

Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.

Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.

—¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!

—¡El amontillado! —dije.

—¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!

—Sí —dije—. Vámonos.

—Sí —dije—. Por el amor de Dios.

Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:

—¡Fortunato!

Silencio. Llamé otra vez.

—¡Fortunato!

No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. El tema de este cuento es la venganza, ¿por qué Montresaor quería vengarse de Fortunato?

2. ¿Cuál es, según el narrador-protagonista, el punto débil de Fortunato?

3. ¿Cuál es la estrategia de Montresor para ganarse la confianza de Fortunato y así ejecutar su venganza?

4. Infiere: ¿Qué quiere decir que un vino sea amontillado?

5. Infiere: Qué significa esta expresión: "Me vengaría a la larga". Explica tu respuesta.

6. ¿Por qué crees que es importante que la venganza de Fortunato se lleve a cabo en un carnaval? Explica tu respuesta.

7. Qué infieres de esta frase: "Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez". Explica.

8. ¿Por qué es simbólico el lema: «Nemo me impune lacessit». (En esapañol: «Nadie me ofende impunemente»)? Explica tu respuesta.

9. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que Montresor cometió su crimen hasta que cuenta la historia?

10. ¿Cómo es asesinado Fortunato? Explica.

11. ¿Por qué es importante el salitre y la humedad de la catacumba?

12. Infiere: ¿Crees que el nombre “Fortunato” tiene alguna relación con su destino trágico? ¿Por qué?

13. ¿Crees que Montresor está trastornado mentalmente? Explica

14. ¿Crees que lo hecho por Montresor tiene justificación? Explica tu respuesta.

15. ¿Cuál crees que haya sido la intención de Edgar Allan Poe al escribir este cuento? Explica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento de suspenso cuyo tema gire en torno a la venganza. No olvides ser creativo y original.