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viernes, 20 de agosto de 2021

Cuento "La agonía del Rasu-Ñiti" de José María Arguedas con actividades de comprensión lectora

La agonía del Rasu-Ñiti

José María Arguedas

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

 

     Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

 

     —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’1 “Rasu-Ñiti”2 .

 

     Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

 

     Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

 

     La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

 

     — Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.

     —¡Es tu padre! —dijo la mujer.

 

     Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

 

     Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

 

     “Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

 

     — ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.

     —El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

 

     Corrieron las dos muchachas.

 

     La mujer se acercó al marido.

 

     —Bueno. ¡Wamani3 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.

     —Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!

     Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.

     —Tardará aún la chiririnka4 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

 

     Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

 

     La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

 

     —¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

 

     Ella levantó la cabeza.

 

     —Está —dijo—. Está tranquilo.

     —¿De qué color es?

     —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.

     —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

 

     La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

 

     Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

 

     Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

 

     Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

 

     —¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

 

     Las tres lo contemplaron, quietas.

 

     —No —dijo la mayor.

     —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.

     —¿Oye el galope del caballo del patrón?

     —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

 

     Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

 

     —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.

     —¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

 

     Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

 

     Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

 

     Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

 

     El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

   

    “Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

 

     Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

   

     Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”5, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

 

     “Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

 

     —¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.

     —Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.

     —¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

 

     El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

 

     —Aletea no más. No lo veo bien, padre.

     —¿Aletea?

     —Sí, maestro.

     —Está bien. “Atok’ sayku” joven.

     — Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

 

     “Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

 

     “Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

 

     —¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

 

     Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

 

     —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

 

     Se le paralizó una pierna

 

     —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

 

     El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

 

     —El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

 

     Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

 

     —¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

 

     Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

 

     Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

 

     “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

 

     El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

 

     La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

 

     “Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

 

     “Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

 

     Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

 

     —¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.

     —Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

 

     “Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

 

     A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

 

     “Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

 

     —¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

 

     “Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

 

     El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

 

     “Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

 

     Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.

“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

 

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

 

     —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

 

     Nadie se movió.

 

     Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

 

     “Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

 

     —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.

     —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.

     —Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.

     —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

 

     “Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

 

     —¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.

     —Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.

 

(1961)

 

Notas:

1. Dansak: bailarín.

2. Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.

3. Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.

4. Mosca azul.

5. Que cansa al zorro.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

 

PREGUNTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE:

 

1. ¿Quién es el autor de la obra?

a) José María Arguedas

b) Mario Vargas Llosa

c) Ciro Alegría

d) Julio Ramón Ribeyro

e) José Carlos Mariátegui

 

2. No es un personaje de la obra:

a) Wamani

b) Pedro Huancayre

c) Don Pascual

d) Pellejo

e) Lurucha

 

3. ¿Dónde sucedieron los hechos?

a) En un pueblo

b) En un caserío

c) En una urbanización

d) En una comunidad

e) En una aldea

 

4. ¿Quién era Atok’ sayku?

a) Un guerrero

b) Un Dios

c) Un discípulo del dansak

d) Un discípulo de Lurucha

e) Un amigo de la familia.

 

5. ¿Qué significa la melodía Yawar mayu?

a) Río de sangre

b) Río que llora

c) Fuente de entrada

d) La lucha

e) La muerte

 

6. La obra narra:

A) La vida del dansak

B) La agonía de Rasu Ñiti

C) El Wamani encarnado

D) El cóndor hecho dios

E) La reencarnación de Rasu Ñiti

 

7. Los hechos narrados en la obra nos hacen pensar que sucedieron en:

A) La costa

B) La playa

C) La sierra

D) La selva

E) La selva alta

 

8. Rasu Ñiti necesitaba ayuda para vestirse, ¿por qué?

a) Se encontraba enfermo

b) Sus piernas no le ayudaban

c) Esperaba a sus hijas

d) Llegó la orden del wamani

e) Llegaron don Pascual y Lurucha

 

9. ¿De la lectura se infiere que Rasu ñiti?

a) Se reencarnó en su discípulo.

b) Se convirtió en un Dios.

c) Se convirtió en un cóndor.

d) Se esfumó hacia los cielos.

e) Se convirtió en un héroe.

 

10. La obra leída

a) Es indigenista.

b) Es realista

c) Es modernista

d) Es vanguardista

e) Es romántica.

 

 

 

PREGUNTAS DE INFERENCIA, CRÍTICA Y VALORACIÓN:

 

1. ¿Por qué son importantes los elementos de la naturaleza en el relato? Fundamenta tu respuesta.

 

2. En el cuento hay varios elementos que se mencionan como objetos, seres y alimentos típicos de la sierra peruana, ¿cuál crees que es la importancia de su inclusión en el relato? Explica tu respuesta.

 

3. En el cuento, los personajes están convencidos de que los elementos de la naturaleza tienen «espíritu», es decir, tienen vida. ¿Qué creencia conoces tú en donde se haga referencia a esto? Explícala.

 

4. En la obra de José María Arguedas, autor del relato, se presentan dicotomías, es decir, lucha entre dos aspectos opuestos como el bien y el mal. Según lo ello, ¿cuál es la dicotomía que se presenta en este cuento? Justifica tu respuesta.

 

5. ¿Cuál es tu opinión general del cuento? Argumenta tu respuesta.

 

6. ¿Cuál crees que es el mensaje principal que nos deja este cuento? ¿Por qué?

 

 

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

 

1. Redacta un cuento breve que hable sobre alguna celebración tradicional o danza típica de tu región. No olvides ser muy creativo y original.

  

miércoles, 18 de agosto de 2021

Fragmentos de "Los ríos profundos" de José María Arguedas con actividades de comprensión lectora

 

Los ríos profundos (Fragmentos)

José María Arguedas


FRAGMENTO 1:

Zumbayllu

 

La terminación quechua "yllu" es una onomatopeya. "Yllu" representa la música que producen las pequeñas alas en vuelo; música que surge del movimiento de objetos leves. Se llama tankayllu al tábano zumbador e inofensivo que vuela en el campo libando flores.  Su color es raro, tabaco oscuro; en el vientre lleva unas rayas brillantes; y como el ruido de sus alas es intenso, los indios creen que tiene en su cuerpo algo más que su sola vida. Su alargado cuerpo termina en un aguijón que no sólo es inofensivo, sino dulce. Los niños le dan caza para beber la miel en que está untado ese falso aguijón, ¿Por qué lleva miel? ¿Por qué sus pequeñas y endebles alas  mueven el viento hasta agitarlo y cambiarlo? Él remueve el aire, zumba como si  fuera grande. No, no es un ser malvado. Los niños que beben su miel sienten el corazón, durante toda la vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra  el rencor y la melancolía.


     En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijeras que ya se ha hecho legendario. Bailó e hizo proezas en las vísperas de los días santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas; ese danzak' se llamó Tankayllu.


     Pinkuyllu es el nombre de una quena grande que tocan los indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu tiene una voz grave y extraña que ofusca y exalta. Los indios desafían la muerte mientras lo oyen. Ninguna música llega más hondo al corazón humano.

 

***

     ¡Zumbayllu! Ántero trajo el primer zumbayllu al colegio. Los niños pequeños lo rodearon.

     -¡Vamos al patio, Ántero!

Palacios corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:

   

 -¡Zumbayllu, zumbayllu!

 

    Yo los seguí ansiosamente. ¿Qué podía ser el zumbayllu? ¿Qué podía nombrar esa palabra cuya terminación me recordaba bellos y misteriosos objetos?

 

El humilde Palacios había corrido casi encabezando todo el grupo  de muchachos que fueron a ver  el zumbayllu; había dado un gran salto para llegar primero al campo de recreo. Y estaba allí, mirando las manos de Ántero. Una gran dicha, anhelante, daba a su rostro el esplendor que no tenía antes. Su expresión era muy semejante a la de los escolares indios que juegan a la sombra de los molles en los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio Añuco, el engreído, el arrugado y pálido Añuco, miraba a Ántero desde un extremo del grupo: en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad. Parecía un ángel nuevo, recién convertido.

 

     Yo recordaba al gran Tankayllu, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero Tankayllu, el insecto volador que perseguíamos entre los meses de abril y mayo. Pensaba en los pinkuyllus que había oído sonar en los pueblos del sur.

 

     Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma como Ántero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca del Añuco. Sólo vi que Ántero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un campo delgado.

 

     Bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía estar henchido de esa voz delgada; y también toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.


  -¡Zumbayllu, zumbayllu!


     Hice un gran esfuerzo, empujé a otros alumnos más grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Ántero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados. La púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Ántero encordeló el trompo, lentamente luego lo arrojó. El trompo se detuvo un instante en el aire y luego cayó, lanzando ráfagas de aire por sus cuatro ojos, vibrando como un gran insecto cantador (...)


Ántero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Así atento, agachado. Ántero parecía asomarse desde otro espacio (...)


-¡Quiero ver si tú puedes manejarlo! - me dijo, entregándome el trompo.


Lo encordelé, lo lancé hacia arriba. El cordel se deslizó como una culebra entre mis manos, enderezó la púa y cayó, lentamente.


-¡Sube, winku!


     El trompo apoyó la púa en un andén de la piedra más grande, sobre un milímetro de espacio. La púa era redonda y no rozaba en ella la púa.


     -¡Mira, Ernesto! - me dijo Ántero. No va a la montaña, sino arriba. ¡Derechito al sol!  Ahora a la cascada, winku. ¡Cascada arriba!


     El zumbayllu se detuvo y cambió de voz.


 -¿Oyes? -dijo Ántero -. ¡Sube al cielo, sube al cielo! ¡Con el sol se va a mezclar!


     Cuando empezó a bajar el tono del zumbido, Ántero levantó el trompo. Me miró fijamente.


     -¡Guárdalo! -me dijo-. Lo haremos llorar en el campo, o sobre una alguna piedra grande del río. Cantará mejor todavía.


     Lo guardó en el bolsillo. Lo examiné despacio con los dedos. Era en verdad winku, es decir, deforme, sin dejar de ser redondo, y layk'a, es decir, brujo, porque  era rojizo con muchas difusas. Por eso, cambiaba de voz y de colores como si estuviera hecho de agua.


     -Si lo hago bailar, y soplo su canto hacia la dirección de Chalhuanca, donde está mi padre, ¿llegaría hasta  sus oídos? - le pregunté.


     -¡Llega, hermano! Para él no hay distancia. Enantes subió al sol. Y su canto no se quema ni se hiela. Tú le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas el camino, y después, cuando estás cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres, donde está tu padre y sigues dándole tu encargo. El zumbayllu canta al oído de quién espera. ¡Haz la prueba ahora, al instante!


-¿Yo mismo tengo que hacerlo?

 
-Sí. Debe ser el que quiere dar el encargo. Háblale bajito -me advirtió.


Puse los labios sobre uno de sus ojos.


-"Dile a mi padre que estoy bien -le dije al zumbayllu-; aunque mi corazón se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en la frente. Le cantarás para su alma".


Lo encordelé cuidadosamente, y tiré la cuerda.
-¡Corriente arriba del Pachachaca, corriente arriba! -grité.

 

El zumbayllu cantó fuerte en el aire.

 

 -¡Sopla! ¡Sopla un poco! -exclamó Ántero.

 

Yo soplé hacia Chalhuanca, en dirección de la cuenca alta del gran río.


     Y el zumbayllu cantó dulcemente.

 

 

 

 

FRAGMENTO 2:

Puente sobre el mundo 


 

En esos barrios había manzanas enteras sin construcciones, campos en que crecían arbustos y matas de espinos. De la Plaza de Armas hacia el río sólo había dos o tres casas, y luego un campo baldío, con bosques bajos de higuerilla, poblado de sapos y tarántulas. En ese campo jugaban los alumnos del Colegio. Los sermones patrióticos del Padre Director se realizaban en la práctica; bandas de alumnos “peruanos” y “chilenos” luchábamos allí; nos arrojábamos frutos de la higuerilla con hondas de jebe, y después, nos lanzábamos al asalto, a pelear a golpes de puño y a empellones. Los “peruanos” debían ganar siempre. En ese bando se alistaban los preferidos de los campeones del Colegio, porque obedecíamos las órdenes que ellos daban y teníamos que aceptar la clasificación que ellos hacían.

Muchos alumnos volvían al internado con la nariz hinchada, con los ojos amoratados o con los labios partidos. “La mayoría son chilenos, padrecito”, informaban los “jefes”. El Padre Director sonreía y nos llevaba al botiquín para curarnos.

El “Añuco” era un “chileno” artero y temible. Era él el único interno descendiente de una familia de terratenientes.

Se sabía en Abancay que el abuelo del “Añuco” fue un gran hacendado, vicioso, jugador y galante. Hipotecó la hacienda más grande e inició a su hijo en los vicios.

El padre del “Añuco” heredó joven, y dedicó su vida, como el abuelo, al juego. Se establecía en las villas de los grandes propietarios; invitaba a los hacendados vecinos y organizaba un casino en el salón de la casa-hacienda. Tocaba piano, cantaba y era galante con las hijas y las esposas de los terratenientes. Las temporadas que él pasaba en los palacios de las haciendas se convertían en días memorables. Pero al cabo, se quedó sin un palmo de tierra. Sus dos haciendas cayeron en manos de un inmigrante que había logrado establecer una fábrica en el Cuzco, y que estaba resuelto a comprar tierras para ensayar el cultivo del algodón.

Contaban en Abancay que el padre del “Añuco” pasó los tres últimos años de su vida en la ciudad. (…)

El “Añuco” aparecía bruscamente entre los “chilenos”. Atacaba como un gato endemoniado. Era delgado; tendría entonces catorce años. Su piel era delicada, de una blancura desagradable que le daba apariencia de enfermizo; pero sus brazos flacos y duros, a la hora de la lucha se convertían en fieras armas de combates; golpeaba con ambas manos, como si hiriera con los extremos de dos troncos delgados. Nadie lo estimaba. Los alumnos nuevos, los que llegaban de las provincias lejanas, hablaban con él durante algunos días. El “Añuco” trataba de infundirles desconfianza y rencor por todos los internos. Era el primero en acercarse a los nuevos, pero acababa siempre por cansarlos; y se convertía en el primer adversario de los recién llegados. Si era mayor, lo insultaba con las palabras más inmundas, hasta ser atacado, para que Lleras interviniera; pero si reñía con algún pequeño lo golpeaba encarnizadamente. En las guerras era feroz. Hondeaba con piedras y no con frutos de higuerilla. O intervenía sólo en el “cuerpo a cuerpo”, pateando por detrás, atropellando a los que estaban de espaldas. Y cambiaba de “chileno” a “peruano”, según fuera más fácil el adversario, por pequeño o porque estuviera rodeado de mayor número de enemigos. No respetaba las reglas. Se sentía feliz cuando alguien caía derribado en una lucha en grupo, porque entonces se acomodaba hábilmente para pisotear el rostro del caído o para darle puntapiés cortos, como si todo fuera casual, y sólo porque estaba cegado por el juego. Sin embargo, alguna vez, su conducta era distinta. Al “Añuco” se le llegó a prohibir que jugara a las “guerras”. A pesar de Lleras, en una gran asamblea, lo descalificamos, por “traicionero” y “vendepatria”. Pero él intervenía casi siempre, cuando no iba a escalar los cerros con Lleras, o a tomar chicha y a fastidiar a las mestizas y a los indios. Llegaba repentinamente; aparecía en los bosques de higuerilla, saltaba de una tapia o subía del fondo de alguna zanja; y a veces peleaba a favor de cualquier pequeño que estuviera perseguido o que había sido tomado prisionero y estaba en el “cuartel”, escoltado por varios “guardias”. Se lanzaba como una pequeña fiera, gruñía, mordía, arañaba y daba golpes contundentes y decisivos. “¡Fuera sarnas! ¡Tengo mal de rabia!”, gritaba, con los ojos brillantes, que causaban desconcierto; se lanzaba a luchar de verdad, y sus adversarios huían. Pero muchas veces, cuando el “Añuco” caía entre algún grupo de alumnos que lo odiaban especialmente, era golpeado sin piedad. Gritaba como un cerdo al que degüellan, pedía auxilio y sus chillidos se oían hasta el centro del pueblo. Exageraba sus dolores, gemía durante varios días. Y los odios no cesaban, se complicaban y se extendían.

 

(…)

Muchas veces, tres o cuatro alumnos tocaban huaynos en competencia. Se reunía un buen público de internos para escucharlos y hacer de juez. En cierta ocasión cada competidor tocó más de cincuenta huaynos. A estos tocadores de armónica les gustaba que yo cantara. Unos repetían la melodía; los otros “el acompañamiento”, en las notas más graves; balanceaban el cuerpo, se agachaban y levantaban con gran entusiasmo, marcando el compás. Pero nadie tocaba mejor que Romero, el alto y aindiado rondinista de Andahuaylas.

(…)

Durante el día más de cien alumnos jugaban en ese pequeño campo polvoriento. Algunos de los juegos eran brutales; los elegían los grandes y los fuertes para golpearse, o para ensangrentar y hacer llorar a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, muchos de los alumnos pequeños y débiles preferían, extrañamente, esos rudos juegos; aunque durante varios días se quejaban y caminaban cojeando, pálidos y humillados.

Durante las noches, el campo de juego quedaba en la oscuridad. El único foco de luz era el que alumbraba la puerta del comedor, a diez metros del campo.

(…)

Jamás peleaban con mayor encarnizamiento; llegaban a patear a sus competidores cuando habían caído al suelo; les clavaban el taco del zapato en la cabeza, en las partes más dolorosas. Los menores no nos acercábamos mucho a ellos. Oíamos los asquerosos juramentos de los mayores; veíamos cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían algunos de los contendores, mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a gritos que en las próximas noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños. La lucha no cesaba hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a los dormitorios; o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta del comedor, porque había escuchado los insultos y el vocerío.

(…)

El “Añuco” y Lleras miraban con inmenso desprecio a los contusos de las peleas nocturnas. Algunas noches contemplaban los pugilatos desde la esquina del pasadizo. Llegaban cuando la lucha había empezado, o cuando la violencia de los jóvenes cedía, y por la propia desesperación organizaban una fila.

—¡A ver, criaturas! ¡A la fila! ¡A la fila! —gritaba el “Añuco”, mientras Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros, a los menores, que nos alejábamos a los rincones del patio. Los grandes permanecían callados en su formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras; él corría hacia el comedor, y el grupo de sus perseguidores se detenía.

Un abismo de odio separaba a Lleras y “Añuco” de los internos mayores. Pero no se atrevían a luchar con el campeón.

(…)

El interno más humilde y uno de los más pequeños era Palacios. Había venido de una aldea de la cordillera. Leía penosamente y no entendía bien el castellano. Era el único alumno del Colegio que procedía de un ayllu de indios. Su humildad se debía a su origen y a su torpeza. Varios alumnos pretendimos ayudarle a estudiar, inútilmente; no lograba comprender y permanecía extraño, irremediablemente alejado del ambiente del Colegio, de cuanto explicaban los profesores y del contenido de los libros. Estaba condenado a la tortura del internado y de las clases. Sin embargo, su padre insistía en mantenerlo en el Colegio, con tenacidad invencible. Era un hombre alto, vestido con traje de mestizo; usaba corbata y polainas. Visitaba a su hijo todos los meses. Se quedaba con él en la sala de recibo, y le oíamos vociferar encolerizado. Hablada en castellano, pero cuando se irritaba, perdía la serenidad e insultaba en quechua a su hijo. Palacitos se quejaba, imploraba a su padre que lo sacara del internado.

—¡Llévame al Centro Fiscal, papacito! —le pedía en quechua.

—¡No! ¡En colegio! —insistía enérgicamente el cholo.

Y luego se iba. Dejaba valiosos obsequios para el Director y para los otros frailes. Traía cuatro o cinco carneros degollados y varias cargas de maíz y de papas.

El Director llamaba a Palacitos luego de cada visita del padre. Tras una larga plática, Palacitos salía aún más lloroso que del encuentro con su padre, más humilde y acobardado, buscando un sitio tranquilo donde llorar. A veces la cocinera podía hacerlo entrar en su habitación, cuidando de que los Padres no lo vieran. Nosotros le disculpábamos ante el profesor, y Palacitos pasaba la tarde, hasta la hora de la comida, en un extremo de la cocina, cubierto con algunas frazadas sucias. Sólo entonces se calmaba mucho. Salía de la cocina con los ojos un poco hinchados, pero con la mirada despejada y casi brillante. Conversaba algo con nosotros y jugaba. La demente lo miraba con cierta familiaridad, cuando pasaba por la puerta del comedor.

Lleras y “Añuco” se cansaron de molestar a Palacitos. No era rebelde, no podía interesarles. Al cabo de un tiempo, el “Añuco” le dio un puntapié y no volvió a fijarse en él.

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA PARA EL FRAGMENTO 1: ZUMBAYLLU

 

1.    ¿Qué era el zumbayllu? ¿Cómo era el zumbayllu?

2.    ¿Por qué los alumnos se ilusionan mucho con el zumbayllu?

3.    ¿Crees que el zumbayllu ayuda a que reine la paz entre los alumnos del colegio? ¿Por qué?

4.    ¿Qué relación existe entre el zumbayllu y la inocencia de ser niño?

5.    ¿Por qué crees que Ernesto le pide el favor que se menciona en la narración al zumbayllu?

 



ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA PARA EL FRAGMENTO 2: PUENTE SOBRE EL MUNDO

 

1.    ¿Cuál era el “juego” que exigía jugar el Padre Director?

2.    ¿Quién era el Añuco? ¿Cuál era su edad? ¿Cómo era su personalidad?

3.    ¿Qué hacía el Añuco con los demás internos?

4.    ¿Quién era Lleras?

5.    ¿Quién era Palacios?

6.    ¿Por qué Palacios no quería estar en ese colegio?

7.    ¿En qué partes de este fragmento se puede observar situaciones violentas? Nombra y explica dos situaciones

8.    ¿Estás de acuerdo con la actitud de Añuco y Lleras frente a Palacios? ¿Por qué?

9.    ¿Por qué crees que Añuco y Lleras son violentos?

10.  ¿Crees que los métodos de enseñanza de este colegio realmente educan a los estudiantes? ¿Por qué?


José María Arguedas

EXTRA: VIDEO DE ANÁLISIS DE LA OBRA "LOS RÍOS PROFUNDOS" DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: