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miércoles, 18 de agosto de 2021

"El sueño del pongo" de José María Arguedas con actividades de comprensión lectora

 EL SUEÑO DEL PONGO

José María Arguedas


Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente, en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo lamentable; sus ropas viejas.

El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.

-Eres gente u otra cosa -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.

Humillándose, el pongo no contestó.

Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.

-¡A ver! -dijo el patrón- por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parecen que no son nada.

-¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.

Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer, lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo del viento, de la luna, debe ser el frío de sus ojos, el corazón, pura tristeza", había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.

El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba, callado comía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir.

Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo, delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.

Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.

-Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía.

El hombrecito no podía ladrar.

-Ponte en cuatro patas -le ordenaba entonces.

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.

-Trota de costado, como perro -seguía ordenándole el hacendado.

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

-¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.

El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado. Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.

-¡Alza las orejas ahora, vizcacha!

-¡Vizcacha eres! -mandaba el señor al cansado hombrecito.

-Siéntate en dos patas; empalma las manos.

Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.

-Recemos el Padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.

El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.

En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.

-¡Vete, pancita! -solía ordenar, después, el patrón al pongo.

Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.

Pero... una tarde a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.

-Gran señor, dame tu licencia, padrecito mío, quiero hablarte- dijo.

El patrón no oyó lo que oía. 

-¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?- preguntó.

-Es a ti a quién quiero hablarte -repitió el pongo.

-Habla... si puedes -contestó el hacendado. 

-Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-, soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.

-¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio -le dijo el gran patrón.

-Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos los dos juntos, desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.

-¿Y después? ¡Habla! -ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.

-Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro Gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.

-¿Y tú?

-No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.

-Bueno sigue contando.

-Entonces, después nuestro padre dijo con su boca: "De todos los ángeles el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro pequeño que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de la chancaca más transparente.

-¿Y entonces? -pregunto el patrón. Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.

-Dueño mío, apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel brillante, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave, como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.

-¿Y entonces? -repitió, el patrón.

-"Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre", diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.

-Así tenía que ser- dijo el patrón, y luego preguntó:

-¿Ya ti?

-Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar.

- "Que de todos los ángeles del cielo venga el que menos vale, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano"

-¿Y entonces?

-Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro Gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.

-"Oye viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!".

-Entonces con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata me cubrió desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado, y aparecía avergonzado, en la luz del cielo, apestando.

-Así mismo tenía que ser -afirmó el patrón- ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?...

-No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria, y luego dijo: "Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo". El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿Qué personaje te resultó más simpático? ¿Te identificas con él? ¿Por qué?

2. Describe al ángel que le tocó a cada uno.

3.¿Por qué crees que tienen esas características?

4.¿Por qué el ángel del pongo tiene las alas negras?

5. ¿Crees que la historia sigue presentándose de alguna forma en el mundo que te rodea? (familia, barrio, colegio, comunidad, país, etc.)  ¿Por qué? Explica tu respuesta con uno o más ejemplos.

6. ¿Alguna vez has vivido una experiencia similar? Describe los acontecimientos

7. ¿Alguna vez dejarán de ocurrir historias como la del Pongo? ¿Por qué?

8. ¿A quién le recomendarías que leyera el cuento? ¿Por qué?

jueves, 1 de julio de 2021

Warma kuyay (Amor de niño) - José María Arguedas (Cuento)

 

Warma kuyay 
(Amor de niño)

José María Arguedas
(Andahuaylas, Perú 1911 - Lima, 1969)


 

      Noche de luna en la quebrada de Viseca.

Pobre palomita, por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los cielos.

 

       —¡Justina! ¡Ay, Justinita!

 

En un terso lago canta la gaviota,
memoria me deja de gratos recuerdos.

 

       —¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!


       —¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!


       —¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!


       —¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.


       La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
       —¡Ay, Justinacha!


       —¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.


       Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa; gritaron a carcajadas.


       —¡Sonso, niño!


       Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.


       Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.


       —¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos!


       En medio del witron [patio grande], Justina empezó otro canto:

 

Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.

 

       Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.


       —Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?


       Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba voces alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froilán apareció en la puerta del witron.


       —¡Largo! ¡A dormir!


       Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.


       —¡A ése le quiere!


       Los indios de don Froilán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froilán entró al patio tras de ellos.


       —¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.


       Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.


       —Vamos, niño.


       Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froilán.


       Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.


       La hacienda era de don Froilán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.


       Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.


       —¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?


       —¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!


       —¡Mentira, Kutu, mentira!


       —¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!


       —¡Mentira, Kutullay, mentira!


       Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar. Como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.


       —¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abugau”, vas a fregar a don Froilán.


       Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.


       —¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.


       Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.


       —¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a don Froilán!


       —¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!


       La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.


       —Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.


       Su alegría me dio rabia.


       —¿Y por qué no matas a don Froilán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.


       —¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya estarán grandes.


       —¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!


       —No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.


       —¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froilán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.


       —¡“Endio” no puede, niño! ¡“Endio” no puede!


       ¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!


       Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.


       —¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!


       Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón se sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.


       —¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres?
       El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.


       —¡Verdad! Así quieren los mistis.


       —¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!


       —¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito! Mira, en Wayrala se está apagando la luna.


       Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

       Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.


       —¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.


       Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froilán. Al principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…, cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.


       —¡De don Froilán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!


       Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.


       Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.


       —¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!


       Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.


       —¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
       La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.


       Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.


       —¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!


       Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.

       A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.


       —Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres maula!


       Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.


       —¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!


       —¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.


       Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo de mi tío.
       Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su hijo.


       Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froilán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla… ¡Era cobarde!


       Yo, solo, me quedé junto a don Froilán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.


       El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.

 

 

VOCABULARIO:

 

Abusar: violentar sexualmente

barranco: abismo, precipicio

bayo: caballo blanco amarillento

bosta: excremento del ganado

bullicio: ruido fuerte

charanguero: el que toca el charango

chispear: brillar

despachar:  arrojar

 daño: se dice cuando un animal entra  a una chacra ajena

en tropa:  en grupo

estaca: palo con puntada  clavado en la tierra

forzar:  tener sexo a la fuerza

fúnebre: macabro

galga: piedra grande

jarawi:  poema- canción quechua

laceador: el que atrapa  a los animales con un lazo

lucero:  astro luminoso

mak tasu:  joven fuerte

maula: cobarde

misti: señor blanco poderoso

paca-paca:  pájaro de la sierra

quebrada: abismo

querencia: lugar amado

terciana: fiebre

torcaza:  paloma

torillito: becerrito

tuya: árbol de hoja verdes

warma kuyay: amor de niño

witron:  patio grande

zurriago: látigo o azote

zurriagazo: latigazo