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lunes, 1 de mayo de 2023

Cuento “El solitario” de Horacio Quiroga con preguntas y respuestas de comprensión lectora

 

Cuento “El solitario” de Horacio Quiroga con preguntas y respuestas de comprensión lectora
 


LECTURA:
El solitario
Horacio Quiroga
 
Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya -¡y con cuánta pasión deseaba ella!- trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida -debía partir, no era para ella- caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
-Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti -decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
-¡Y eres un hombre, tú! -murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
-No eres feliz conmigo, María -expresaba al rato.
-¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres!… ¡Pobre diablo! -concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
-Sí… ¡no es una diadema sorprendente!… ¿cuándo la hiciste?
-Desde el martes -mirábala él con descolorida ternura- dormías de noche…
-¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.
-¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú… y tú… ni un miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor -cinco mil pesos en dos solitarios-. Buscó en sus cajones de nuevo.
-¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
-Sí, lo he visto.
-¿Dónde está? -se volvió extrañado.
-¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
-Te queda muy bien -dijo Kassim al rato-. Guardémoslo.
María se rio.
-¡Oh, no! es mío.
-¿Broma?…
-¡Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío…! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
-Haces mal… podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
-¡Oh! -cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.
-¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
-No mires así… Has sido imprudente, nada más.
-¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere… me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.
-Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
-Una agua admirable… -prosiguió él- costará nueve o diez mil pesos.
-¡Un anillo! -murmuró María al fin.
-No, es de hombre… Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
-Si quieres hacerlo después… -se atrevió Kassim-. Es un trabajo urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
-María, te pueden ver!
-¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.
-Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
-No -repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.
-¡Dame el brillante! -clamó-. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
-María… -tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
-¡Ah! -rugió su mujer enloquecida-. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar… cornudo! ¡Ajá! Mírame… no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! -y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín.
-¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
-Estás enferma, María. Después hablaremos… acuéstate.
-¡Mi brillante!
-Bueno, veremos si es posible… acuéstate.
-Dámelo!
La bola montó de nuevo a la garganta.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.
María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
-Es mentira, Kassim -le dijo.
-¡Oh! -repuso Kassim sonriendo- no es nada.
-¡Te juro que es mentira! -insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.
-¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista.
-Y no me dice más que eso… -murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, este oyó un alarido.
-¡Dámelo!
-Sí, es para ti; falta poco, María -repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
 

PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Cuál era la habilidad de Kassim?
2. Qué significa la frase: “La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace”. Explica tu respuesta.
3. ¿Por qué María deseaba una joya? Explica tu respuesta.
4. ¿Qué piensas de la actitud de María para con Kassim? Justifica tu respuesta.
5. ¿Por qué no Kassim no quería que María se vaya al teatro con el prendedor?
6. ¿Qué pasó al final del cuento?
7. ¿Cuál es el problema que puedes identificar en este cuento? Explica tu respuesta.
8. ¿Con qué palabra calificarías a María y con qué a Kassim? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
9. Si pudieras resumir este cuento usando solo una palabra, ¿cuál sería? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
10. ¿Cuál es tu opinión y valoración sobre el cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
 



POSIBLES RESPUESTA:
1. La habilidad de Kassim era el montaje de piedras preciosas.
2. La frase significa que la joven, a pesar de su origen humilde, esperaba casarse con alguien de una posición social más alta gracias a su belleza.
3. María deseaba una joya porque aspiraba a una vida lujosa y creía que las joyas eran un símbolo de estatus social.
4. La actitud de María hacia Kassim es egoísta y manipuladora, ya que lo presiona constantemente para que le compre joyas y lo interrumpe en su trabajo sin consideración por sus necesidades o responsabilidades laborales.
5. Kassim no quería que María se fuera al teatro con el prendedor porque era un trabajo urgente y no podía permitirse retrasos en la entrega del mismo. Además, si la veían con el prendedor podían perder la confianza en él y su trabajo.
6. Al final del cuento, Kassim termina por asesinar a María, posiblemente cansado de la vanidad y egoísmo de su mujer por las joyas.
7. El problema principal del cuento es la falta de comunicación y respeto mutuo entre Kassim y María, así como la obsesión de esta última por las joyas y el estatus social.
8. Podríamos calificar a María como egoísta o materialista debido a su obsesión por las joyas y su falta de consideración hacia los sentimientos o necesidades de Kassim. A Kassim podríamos calificarlo como trabajador o hábil debido a su habilidad como joyero y su dedicación a su trabajo.
9. Si tuviera que resumir este cuento en una palabra, sería "obsesión". La obsesión de María por las joyas y el estatus social, y la obsesión de Kassim por su trabajo y la perfección en su oficio son los principales motores de la trama.
10. En mi opinión, "El solitario" es un cuento interesante que muestra cómo la obsesión y el egoísmo pueden afectar negativamente las relaciones interpersonales. Aunque algunos personajes pueden resultar antipáticos o desagradables, creo que el autor logra crear una historia convincente y bien escrita que mantiene al lector interesado hasta el final. En general, valoro positivamente este cuento por su capacidad para explorar temas universales como la ambición, la codicia y las relaciones humanas complejas.


APRENDE MÁS SOBRE EL CUENTO CON ESTE VIDEO:


jueves, 27 de abril de 2023

FICHA DE LECTURA: Un cuento para reflexionar sobre la indiferencia ante el dolor y la miseria: “Un asunto vulgar” de Arkadi Avérchenko

 

FICHA DE LECTURA: Un cuento para reflexionar sobre la indiferencia ante el dolor y la miseria: “Un asunto vulgar” de Arkadi Avérchenko
 


LECTURA:
Un asunto vulgar
Arkadi Avérchenko
 
La víspera de Navidad.
El frío era muy intenso, el viento atacaba furioso las casas y los árboles y no perdonaba a los transeúntes, que hacían todo lo posible para librar de sus ataques las mejillas, la nariz y la frente. Cuando se cansaba de callejear, se encaramaba sobre los altos edificios, en busca de un campo de acción más despejado, más abierto, y daba rienda suelta a su furia salvaje, rugía como un león, saltaba de tejado en tejado, se colaba por las chimeneas.
El novelista Dojov y el pintor Poltorakin marchaban por la acera, cubierta de nieve, envueltos en buenos abrigos.
Iban a una fiesta infantil que se celebraba aquella noche en casa del editor Sidayev, y pensaban con placer en la grata velada que les esperaba en los ricos y tibios salones, ante el árbol de Navidad, rodeados de niños felices, alegres.
El frío arreciaba.
—Es muy difícil escribir cuentos de Navidad —decía Dojov—. O hay que desarrollar un asunto vulgar, o pintar una serie de horrores más vulgar aún…
De pronto se detuvo y volvió la cabeza hacia las gradas de una casa de la acera opuesta, medio cubiertas de nieve.
—¡Mira! ¿Qué es eso?
—¿El qué?
—Ese bulto, en las gradas… A la derecha, en el fondo…
Los dos amigos se acercaron y vieron acurrucado en el rincón a un muchacho.
—¿Qué haces ahí?
—¡Eh, chico! ¿Qué haces ahí, a estas horas?
El muchacho se removió, y surgieron de entre los andrajos que lo cubrían una manita roja de frío y una cara de ojos brillantes, mojados de lágrimas. Debía de tener ocho o nueve años.
—¡Me muero de frío! —balbuceó, castañeteando los dientes.
—¡No es extraño! —comentó, compasivo, el pintor—. Mira qué miserables harapos…
El novelista se inclinó, pensativo, sobre el muchacho.
—¡Poltorakin! —preguntó con acento solemne—. Esta noche es Nochebuena, ¿no?
—Sí, Nochebuena.
—Pues… ¡ya ves!
—Sí, ya veo…
El novelista señaló al chiquillo.
—¿Te has hecho cargo…?
—¿De qué?
—¡Qué torpe eres! ¡Este es el niño que se muere de frío!
—¡Vaya una noticia!
—Este es el famoso muchacho que se muere de frío en Nochebuena —añadió el novelista, en el tono de un hombre que acaba de hacer un importante descubrimiento científico—. ¡Hele aquí! ¡Por fin lo veo con mis propios ojos!
El pintor se inclinó también sobre la pobre criatura.
—¡Sí, no hay duda —dijo, examinándola atentamente—, es él en persona! Mañana es Navidad, si no mienten nuestros calendarios… Y no deben de mentir, cuando Sidayev nos ha invitado…
—Quizá haya por aquí algún árbol de Navidad encendido. Eso completaría el cuadro. La música, la sala iluminada, los alegres gritos de los niños en torno del árbol y, a algunos pasos de distancia, un pobre muchacho muriéndose de frío…
—¡Mira! —gritó el pintor—. En aquella casa, en la de la esquina, en el cuarto piso, la cuarta, quinta y sexta ventanas están muy iluminadas… Allí hay, seguramente, un árbol de Navidad iluminado.
—¡Entonces, todo está en regla!
—¿Qué?
—Que parece un cuento de Navidad… ¡Es curioso! He leído y hasta he escrito una porción de cuentos sobre el tradicional muchacho que se muere de frío en Nochebuena, pero no lo había visto nunca.
—Sí, se abusa un poco de ese asunto. Basta abrir en estos días cualquier periódico para tropezarse con un muchacho helado, protagonista de una narración sentimental.
—Desde hace algunos años suelen leerse también, en estos días, sátiras más o menos ingeniosas de tal abuso; pero esas sátiras también se han hecho ya vulgares. Ningún escritor que se respete se atreve a servirse, ni en broma ni en serio, del tradicional muchacho.
—Sí, es verdad… Si contamos en casa de Sidayev que acabamos de ver a un muchacho muriéndose de frío, como en los cuentos de Navidad, no nos creen.
—Se echan a reír.
—Se burlan de nosotros.
—Se encogen de hombros.
—No, más vale no contarlo. ¡Un niño que se muere de frío! ¡Qué vulgaridad! Es una cosa que no puede tomar en serio ninguna persona dotada de un poco de gusto literario.
—Figúrate —dijo el novelista— que se encuentran a esta criatura unos obreros, unos hombres toscos e iletrados, que no han leído nunca cuentos de Navidad. Se la llevan a su casa; le dan de cenar, le iluminan un arbolito… Y mañana se despierta en una cama limpia y caliente, y ve inclinado sobre él a un obrero de hirsuta barba, que le sonríe con ternura…
El pintor miró al novelista con ojos burlones.
—¡Caramba, qué improvisación! ¡A que acabas por escribir algo sobre el tradicional muchacho!
El novelista se rio.
—Sí, le he dado rienda suelta a mi imaginación. Pero ¡no!… ¡Dios me libre! Detesto todo lo vulgar. ¡Vámonos!
—Pero… ¿vamos a dejar helarse a este niño? Podíamos llevarlo a algún sitio donde pudiese entrar en calor y cenar…
—Sí, sí —repuso, irónico, mordaz, el novelista—. Y mañana se despertaría en la camita caliente y vería inclinado sobre sí el rostro barbudo… como en los cuentos de Navidad.
Estas sarcásticas palabras azoraron mucho al pintor, que no se atrevió a insistir.
—Bueno, como quieras… Sigamos nuestro camino.
Y los dos amigos se alejaron, reanudando la conversación interrumpida. Sus voces fueron apagándose en la distancia. El muchacho se quedó solo, acurrucadito en el rincón, y la nieve siguió cubriéndolo…
El pobre no sabía que era —¡pícara suerte!— un asunto vulgar.
 
 

PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Por qué se dice que el frío rugía “como un león”? Explica tu respuesta.
2. Infiere: Según el contexto del cuento, ¿qué significado tiene la frase: “un asunto vulgar”? Explica tu respuesta.
3. Al final del cuento, el novelista no ayuda al muchacho porque dice que si lo hace se sería “como en los cuentos de Navidad”. ¿Qué significa esto? Explica tu respuesta.
4. Infiere: ¿Por qué se dice que el pobre muchacho que estaba en muriéndose de frío era “un asunto vulgar”? Explica tu respuesta.
5. Aunque el cuento no lo hace explícito, ¿qué es lo que critica este? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
6. ¿Qué opinas de la actitud del novelista y el pintor con respecto al muchacho que se estaba muriendo de frío? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
 
 

POSIBLES RESPUESTAS:
1. La expresión "el frío rugía como un león" es una metáfora que se utiliza para darle un carácter más vívido y descriptivo al fenómeno del viento frío que soplaba en la calle. Al utilizar la imagen del rugido de un león, se busca transmitir una sensación de poderío y ferocidad, lo que a su vez ayuda a crear una atmósfera de tensión y peligro.
 
2. En el contexto del cuento, la frase "un asunto vulgar" se refiere al hecho de que el protagonista, el novelista, considera que el muchacho que está muriéndose de frío en la calle es algo común y corriente, algo que no llama demasiado la atención ni despierta su interés. Esta actitud indiferente del protagonista se debe en parte a su arrogancia y a su falta de empatía, pero también refleja la actitud generalizada de la sociedad hacia los más pobres y desfavorecidos.
 
3. Cuando el novelista se niega a ayudar al muchacho, argumentando que hacerlo sería "como en los cuentos de Navidad", se refiere a que sería algo tan vulgar, es decir, común. Pero como el novelista no quiere caer en lo “vulgar”, termina por no hacer nada. Esta actitud egoísta y desapegada es precisamente lo que el autor del cuento está criticando, al poner de manifiesto cómo la sociedad ha perdido la capacidad de preocuparse por los demás y ha abandonado los valores de la solidaridad y la empatía.
 
4. La expresión "un asunto vulgar" se utiliza para describir al muchacho que está muriéndose de frío en la calle, y sugiere que la situación de pobreza y desamparo en la que se encuentra es algo que se ve con demasiada frecuencia como para despertar la atención o la simpatía de la gente. Esta actitud de indiferencia y desdén hacia los más pobres es precisamente lo que el autor del cuento está denunciando, al mostrar cómo la sociedad ha perdido su sensibilidad y su capacidad de compasión hacia los más desfavorecidos.
 
5. Aunque el cuento no lo hace explícito, se puede inferir que lo que está criticando es la falta de empatía y solidaridad de la sociedad hacia los más pobres y desfavorecidos. El autor denuncia cómo la gente ha perdido la capacidad de preocuparse por los demás y se ha vuelto indiferente al sufrimiento ajeno, lo que ha llevado a una creciente polarización y desigualdad social. Asimismo, el cuento cuestiona la actitud nada empática de aquellos que, como el novelista y el pintor, prefieren mirar hacia otro lado antes que implicarse en la solución de los problemas sociales.
 
6. En mi opinión, la actitud del novelista y el pintor hacia el muchacho que se estaba muriendo de frío es reprochable e inhumana. A pesar de que ambos tenían la capacidad y los recursos para ayudar al muchacho, decidieron no hacer nada al respecto. En lugar de actuar con empatía y compasión, se preocuparon más por su propia imagen y por cómo serían percibidos por los demás. Su falta de acción demuestra una falta de valores humanos básicos como la compasión y la solidaridad, y refleja la falta de responsabilidad social en la sociedad de la época.

martes, 25 de abril de 2023

Cuento “Leyenda china” de Hermann Hesse con actividades de comprensión lectora

 

Cuento “Leyenda china” de Hermann Hesse con actividades de comprensión lectora


 
LECTURA:
Leyenda china
Hermann Hesse
 
 
Esto se cuenta acerca de Meng Hsie.
Cuando supo que últimamente los artistas jóvenes se ejercitaban en colocarse cabeza abajo, decían que para ensayar una nueva visión, inmediatamente Meng Hsie practicó también este ejercicio. Y después de probarlo un rato declaró a sus discípulos:
-Cuando me coloco cabeza abajo se me presenta el mundo bajo un aspecto nuevo y más hermoso.
Esto se comentó, y los jóvenes artistas se ufanaban no poco de que el anciano maestro hubiese respaldado así sus experimentos.
Se sabía que apenas hablaba, y que enseñaba a sus discípulos no mediante doctrinas sino con su simple presencia y su ejemplo. Por eso sus manifestaciones llamaban mucho la atención y se difundían por todas partes.
Poco después de que aquellas palabras suyas hubiesen hecho las delicias de los innovadores y sorprendido e incluso indignado a muchos de los antiguos, se supo que había hablado otra vez. Contaban que había dicho:
-Es bueno que el hombre tenga dos piernas, porque ponerse cabeza abajo no favorece la salud. Además, cuando se incorpora el que estuvo cabeza abajo el mundo se le representa doblemente más hermoso que antes.
Estas palabras del maestro escandalizaron a los jóvenes antipodistas, que se sintieron traicionados o burlados, y también a los mandarines.
-Tal día dice Meng Hsie tal cosa, y al día siguiente dice lo contrario -comentaban los mandarines-. Es imposible que ambas sean verdaderas. ¿Quién hace caso del anciano cuando le flaquea el entendimiento?
Algunos fueron a contarle al maestro lo que decían de él tanto los innovadores como los mandarines. Él se limitó a reír. Y como sus seguidores le demandaran una explicación, dijo:
-La realidad existe, pequeños míos, y ésa es incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas, y todas ellas son tan verdaderas como falsas.
Y por mucho que insistieron, los discípulos no consiguieron sacarle una palabra más.
 

PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA:
1. ¿Quién es Meng Hsie?
2. ¿Cómo enseñaba Meng Hsie?
3. Meng Hsie, ¿aceptó o criticó el ejercicio de colocarse cabeza abajo? ¿Por qué?
4. Qué quiere decir la frase: “le flaquea el entendimiento”. Explica tu respuesta.
5. ¿Qué significa que Meng Hsie se haya limitado a reír de lo que decían de él los innovadores y los mandarines? Explica tu respuesta.
6. Lee nuevamente la explicación de Meng Hsie: “La realidad existe, pequeños míos, y ésa es incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas, y todas ellas son tan verdaderas como falsas”. ¿Estás de acuerdo con lo dicho Meng Hsie? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

martes, 18 de abril de 2023

Cuento “El muchacho indefenso” de Bertolt Brecht con preguntas y respuestas de comprensión lectora

 

Cuento “El muchacho indefenso” de Bertolt Brecht con preguntas y respuestas de comprensión lectora

 


LECTURA:
El muchacho indefenso
Bertolt Brecht
 

Un transeúnte preguntó a un muchacho que lloraba amargamente cuál era la causa de su congoja.

—Había reunido dos monedas para ir al cine —dijo el interrogado—, pero se me ha acercado un chico y me quitó una —y señaló a un chiquillo que estaba a cierta distancia.

—¿Y no pediste ayuda? —preguntó el hombre.

—Claro que sí —replicó el muchacho, sollozando con más fuerza.

—¿Y nadie te oyó? —siguió preguntando el hombre, al tiempo que lo acariciaba tiernamente.

—No —gimió el niño.

—¿Y no puedes gritar más fuerte? —preguntó el hombre.

—No —replicó el chico, mirándolo con ojos esperanzados, pues el hombre sonrió.

—Entonces, dame la que te queda —dijo el hombre, y quitándole la última moneda de la mano, prosiguió despreocupadamente su camino.

 

PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Qué le pasaba al muchacho que lloraba amargamente?

2. Infiere: Según el relato qué significa la frase “el hombre sonrió”. Explica tu respuesta.

3. ¿Qué piensas sobre el final del relato? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

4. Si pudieras resumir el cuento en una palabra, ¿cuál sería? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

5. Valora: ¿Con qué palabra caracterizarías al niño llorando y al hombre que le habla? Explica tu respuesta.

6. ¿Qué mensaje crees que nos intenta dar el autor con este relato? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

7. ¿Qué opinas sobre el relato? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.



POSIBLES RESPUESTAS:
1. El muchacho lloraba amargamente porque alguien le había robado una de las dos monedas que había reunido para ir al cine.
 
2. La frase "el hombre sonrió" podría interpretarse de varias maneras, pero en este contexto, podría entenderse como una señal de que el hombre no tiene intención de ayudar al niño, sino más bien de aprovecharse de su situación de vulnerabilidad.
 
3. El final del relato es irónico y sorprendente, ya que el hombre que inicialmente parecía mostrar compasión por el niño termina robándole la última moneda que le quedaba. Esta conclusión abrupta y desconcertante podría interpretarse como una crítica social sobre la falta de empatía y la hipocresía en la sociedad.
 
4. Si tuviera que resumir el cuento en una palabra, elegiría "vulnerabilidad", ya que el relato muestra la indefensión de un niño que es robado y no recibe ayuda de nadie.
 
5. Al niño llorando lo caracterizaría como "indefenso", ya que no tiene la capacidad de defenderse o protegerse a sí mismo. Al hombre que le habla lo caracterizaría como "cínico", ya que parece mostrar compasión por el niño, pero luego aprovecha la situación para robarle.
 
6. El mensaje que el autor intenta transmitir con este relato podría interpretarse como una crítica social a la falta de empatía y la hipocresía en la sociedad. La historia muestra cómo la vulnerabilidad de los más débiles es explotada por aquellos que tienen más poder o recursos, en lugar de ayudarlos y protegerlos.
 
7. En mi opinión, el relato es una crítica social perspicaz y conmovedora sobre la vulnerabilidad y la explotación de los más débiles en la sociedad. La historia es breve pero efectiva, y utiliza la ironía para señalar las contradicciones y las hipocresías en la conducta humana. En general, considero que es una obra muy valiosa y significativa.


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miércoles, 12 de abril de 2023

Cuento “Me alquilo para soñar” de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

Cuento “Me alquilo para soñar” de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 
Gabriel García Márquez

LECTURA:
Me alquilo para soñar
Gabriel García Márquez

 
A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina solo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe:
—Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.
—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella solo dijo la verdad: “Sueño”. Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Solo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
—He venido solo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carballeira fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, solo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja:
—Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
—Solo la poesía es clarividente —dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Solo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa mujer que sueña —dijo.
Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges —le dije.
Él me miró desencantado.
—¿Ya está escrito?
—Si no está escrito se va a escribir alguna vez —le dije. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
—Soñé con el poeta —nos dijo.
Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió—. ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. “No se imagina lo extraordinaria que era”, me dijo. “Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella”. Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
—En concreto —le precisé por fin—: ¿qué hacía?
—Nada —me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.
 

RESPONDE:
1. ¿Qué sucede al inicio del cuento?
2. ¿Qué encontraron en el auto incrustado en el muro?
3. ¿Quién es Frau Frida?
4. ¿A qué se dedicaba Frau Frida? ¿En qué consistía aquello?
5. ¿Qué significado simbólico tiene la palabra “Sueño” en el cuento?
6. ¿Por qué en los años de Guerra Frau Frida hacia mejor su trabajo?
7. Qué significa esta frase: “que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños”. Explica tu respuesta.
8. ¿Qué le dice Frau Frida al narrador en una taberna? ¿Por qué se lo dice?
9. Tomando como referencia el cuento, ¿qué podría simbolizar el anillo de serpiente en el índice derecho? Justifica tu respuesta.
10. ¿Qué hecho misterioso sucedió entre Frau Frida y el poeta Pablo Neruda?
11. Según el final del cuento, ¿qué paso al final con Frau Frida? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.
12. ¿Crees que existe un elemento fantástico en este cuento? ¿Por qué? Explica tu respuesta.
13. Si pudieras resumir el cuento en una palabra, ¿cuál sería? ¿Por qué? Fundamenta tu respuesta.
14. Reflexiona: En el cuento el poeta Pablo Neruda dice que no creía en las adivinaciones de los sueños. Él dice que “solo la poesía es clarividente”. ¿Qué significaría ello? ¿Por qué? Explica tu respuesta.
15. ¿Te pareció interesante este cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

martes, 28 de febrero de 2023

Cuento "Alienación" de Julio Ramón Ribeyro con actividades de comprensión lectora

 

Alienación

Julio Ramón Ribeyro


A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contranatura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.

Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.

Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera.

Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.

Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba.

Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.

Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco palabras decidieron su vida.

Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige, califica.

Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra deidad había dejado de pertenecernos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses.

Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono.

Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra juventud.

Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original, del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos.

Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus raquetas de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura de Chalo se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Sólo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.

Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a un largo escrutinio y trazado un plan de acción.

Antes que nada había que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.

Lo vimos entonces merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada norteamericana.

Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema de una universidad norteamericana.

Todas estas prendas no se vendían en ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había familias de gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían, previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus privaciones.

Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.

Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de ser pilotín de barco.

Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un purser de la Braniff. Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente.

Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y regionalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había rajado el alma durante veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en el culo.

Roberto estaba demasiado embalado para dar marcha atrás y prefirió la patada.

Fueron interminables días de tristeza, mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una escuela que además de enseñar divertía.

En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las historias le importaban un comino, estaba sólo atento a la manera de hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible declaración de amor a la bailarina del bar, como el gánster feroz que pronunciaba sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido con Alan Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad sólo tenía en común la estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la película y al término de ésta se quedaba parado en la puerta, esperando que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso, ese tipo se parece a Alan Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices.

Su madre nos contó un día que al fin Roberto había encontrado un trabajo, no en casa de un gringo como quería, pero tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que entrara uno para que ya estuviera a su lado, tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.

Y fue con el nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas esnobs, sino al indestructible John Wayne. Ambos formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y mister Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco deseo de superación”.

La pareja debía tener largas, amenísimas conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero también es cierto que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un reducto inviolable, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus pósters y José María, que era aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban The strangers in the night y miraban pegado al muro el puente sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente.

Para nosotros incluso era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de mulatos talqueados. Fueron desaprobados.

Dicen que Boby lloró y se mesó desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos, había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la del inmigrante disfrazado de turista.

Fue un año de duro trabajo en el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido y a la que no querían regresar así no quedara piedra sobre piedra

Todo lo que viene después es previsible y no hace falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el barrio dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de viajeros y al final relato de un testigo.

Por lo pronto Boby y José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en común el querer vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.

A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público. Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista de la naturaleza.

Sólo había una solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo repetían los hombres de Estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su corazón.

Boby y José María se inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de privaciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se aproximaban, jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.

La lavandera María tiene cantidades de tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios, los indómitos vigías de Occidente.

José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un brazo, pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo holgadamente de lo que le costó ser un mutilado.

La mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque, que la borró del mundo. No pudo leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.

 

Colofón

      ¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de carne de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.

 

(París, 1975)

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1.     ¿Quién es el protagonista del cuento? ¿Qué es lo que quiere?

2.     ¿Qué significa la palabra “deslopizarse”? Explica

3.     ¿Cómo se dan el tema del racismo y de la autoestima dentro del cuento?

4.     ¿Cuál es el problema mayor que trata este cuento? ¿Por qué?

5.    Según tú, ¿crees que este cuento está relacionado con la realidad actual? ¿Por qué?

6.     ¿Quién es Queca? ¿Qué significa ella para López?

7.     ¿Qué fue lo que hizo López para ser un “gringo” y subir de estatus social?

8.     ¿Bob López era el único que quería ser gringo? ¿Quiénes más querían serlo?

9.     ¿Por qué crees que López está avergonzado con su forma de ser y su origen?

10.    Según tú, ¿qué significa alienación?

11.       ¿Crees que es importante aceptarnos como somos? ¿Por qué?

12.      ¿Qué sucede al final con José María, Queca y Bob López?

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento donde el tema central sea DISCRIMINACIÓN. La extensión será de una cara y con un título original.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Cuento "El gato bajo la lluvia" de Ernest Hemingway con actividades de comprensión lectora

 

El gato bajo la lluvia

Ernest Hemingway


Solo dos norteamericanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos.

Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama norteamericana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, justo debajo de la ventana, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

Il piove –expresó la norteamericana. El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación.

A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la norteamericana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la norteamericana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y dónde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estás muy bonita –dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y, además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta.

Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿Qué relación hay entre el título del cuento y la historia narrada en él?

2. ¿Por qué la señora quería buscar al gatito que estaba en la lluvia?

3. ¿Por qué la criada que le lleva el paraguas se echa a reír cuando la señora le dice que está buscando un gatito?

4. ¿Qué es lo que nos revela el diálogo entre la señora y su esposo? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

5. En el cuento, un gato es el centro para el desarrollo de la trama. Teniendo en encuentra eso: ¿Qué puede significar el gato para la señora, su esposo, el padrone y la sirvienta? Explica lo que significa para cada uno.

6. ¿Cómo calificarías la personalidad de la señora y George, su esposo? Explica tu respuesta.

7. Ve más allá de lo evidente: Hemingway es un maestro de la elipsis, empujando al lector a inferir detalles de la historia que no son explícitos. Teniendo en cuenta ello y desplegando toda tu habilidad inferencial: ¿Qué problema crees que aborda este cuento? ¿Por qué? Explica tu respuesta.