viernes, 20 de agosto de 2021

Cuento "La agonía del Rasu-Ñiti" de José María Arguedas con actividades de comprensión lectora

La agonía del Rasu-Ñiti

José María Arguedas

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

 

     Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

 

     —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’1 “Rasu-Ñiti”2 .

 

     Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

 

     Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

 

     La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

 

     — Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.

     —¡Es tu padre! —dijo la mujer.

 

     Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

 

     Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

 

     “Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

 

     — ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.

     —El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

 

     Corrieron las dos muchachas.

 

     La mujer se acercó al marido.

 

     —Bueno. ¡Wamani3 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.

     —Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!

     Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.

     —Tardará aún la chiririnka4 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

 

     Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

 

     La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

 

     —¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

 

     Ella levantó la cabeza.

 

     —Está —dijo—. Está tranquilo.

     —¿De qué color es?

     —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.

     —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

 

     La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

 

     Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

 

     Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

 

     Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

 

     —¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

 

     Las tres lo contemplaron, quietas.

 

     —No —dijo la mayor.

     —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.

     —¿Oye el galope del caballo del patrón?

     —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

 

     Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

 

     —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.

     —¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

 

     Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

 

     Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

 

     Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

 

     El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

   

    “Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

 

     Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

   

     Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”5, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

 

     “Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

 

     —¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.

     —Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.

     —¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

 

     El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

 

     —Aletea no más. No lo veo bien, padre.

     —¿Aletea?

     —Sí, maestro.

     —Está bien. “Atok’ sayku” joven.

     — Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

 

     “Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

 

     “Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

 

     —¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

 

     Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

 

     —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

 

     Se le paralizó una pierna

 

     —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

 

     El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

 

     —El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

 

     Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

 

     —¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

 

     Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

 

     Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

 

     “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

 

     El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

 

     La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

 

     “Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

 

     “Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

 

     Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

 

     —¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.

     —Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

 

     “Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

 

     A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

 

     “Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

 

     —¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

 

     “Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

 

     El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

 

     “Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

 

     Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.

“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

 

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

 

     —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

 

     Nadie se movió.

 

     Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

 

     “Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

 

     —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.

     —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.

     —Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.

     —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

 

     “Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

 

     —¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.

     —Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.

 

(1961)

 

Notas:

1. Dansak: bailarín.

2. Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.

3. Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.

4. Mosca azul.

5. Que cansa al zorro.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

 

PREGUNTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE:

 

1. ¿Quién es el autor de la obra?

a) José María Arguedas

b) Mario Vargas Llosa

c) Ciro Alegría

d) Julio Ramón Ribeyro

e) José Carlos Mariátegui

 

2. No es un personaje de la obra:

a) Wamani

b) Pedro Huancayre

c) Don Pascual

d) Pellejo

e) Lurucha

 

3. ¿Dónde sucedieron los hechos?

a) En un pueblo

b) En un caserío

c) En una urbanización

d) En una comunidad

e) En una aldea

 

4. ¿Quién era Atok’ sayku?

a) Un guerrero

b) Un Dios

c) Un discípulo del dansak

d) Un discípulo de Lurucha

e) Un amigo de la familia.

 

5. ¿Qué significa la melodía Yawar mayu?

a) Río de sangre

b) Río que llora

c) Fuente de entrada

d) La lucha

e) La muerte

 

6. La obra narra:

A) La vida del dansak

B) La agonía de Rasu Ñiti

C) El Wamani encarnado

D) El cóndor hecho dios

E) La reencarnación de Rasu Ñiti

 

7. Los hechos narrados en la obra nos hacen pensar que sucedieron en:

A) La costa

B) La playa

C) La sierra

D) La selva

E) La selva alta

 

8. Rasu Ñiti necesitaba ayuda para vestirse, ¿por qué?

a) Se encontraba enfermo

b) Sus piernas no le ayudaban

c) Esperaba a sus hijas

d) Llegó la orden del wamani

e) Llegaron don Pascual y Lurucha

 

9. ¿De la lectura se infiere que Rasu ñiti?

a) Se reencarnó en su discípulo.

b) Se convirtió en un Dios.

c) Se convirtió en un cóndor.

d) Se esfumó hacia los cielos.

e) Se convirtió en un héroe.

 

10. La obra leída

a) Es indigenista.

b) Es realista

c) Es modernista

d) Es vanguardista

e) Es romántica.

 

 

 

PREGUNTAS DE INFERENCIA, CRÍTICA Y VALORACIÓN:

 

1. ¿Por qué son importantes los elementos de la naturaleza en el relato? Fundamenta tu respuesta.

 

2. En el cuento hay varios elementos que se mencionan como objetos, seres y alimentos típicos de la sierra peruana, ¿cuál crees que es la importancia de su inclusión en el relato? Explica tu respuesta.

 

3. En el cuento, los personajes están convencidos de que los elementos de la naturaleza tienen «espíritu», es decir, tienen vida. ¿Qué creencia conoces tú en donde se haga referencia a esto? Explícala.

 

4. En la obra de José María Arguedas, autor del relato, se presentan dicotomías, es decir, lucha entre dos aspectos opuestos como el bien y el mal. Según lo ello, ¿cuál es la dicotomía que se presenta en este cuento? Justifica tu respuesta.

 

5. ¿Cuál es tu opinión general del cuento? Argumenta tu respuesta.

 

6. ¿Cuál crees que es el mensaje principal que nos deja este cuento? ¿Por qué?

 

 

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

 

1. Redacta un cuento breve que hable sobre alguna celebración tradicional o danza típica de tu región. No olvides ser muy creativo y original.

  

jueves, 19 de agosto de 2021

Cuento "Declaración" de Guy de Maupassant con actividades de comprensión lectora

 Declaración

Guy de Maupassant / Cuentos completos

Dos mujeres, madre e hija, avanzan, balanceándose, la una delante de la otra, por un angosto sendero abierto entre los sembrados, hacia aquel regimiento de animales. Cada una lleva dos cubos de cinc, que mantienen a distancia de su cuerpo con ayuda de un aro de cuba; y el metal, a cada uno de sus pasos, despide una llama deslumbrante y blanca, bajo el sol que lo hiere. No hablan. Van a ordeñar las vacas. Llegan, depositan el cubo en el suelo y se acercan a los dos primeros animales, que se levantan al sentir en sus costillas el golpe de los zuecos de las mujeres. La bestia se yergue con lentitud: primero sobre sus patas delanteras y alzando luego, con más trabajo, su ancha grupa, que parece entorpecida por la enorme ubre de carne rubia y colgante.

          Y las dos Malivoire, madre e hija, de rodillas bajo el vientre de la vaca, estiran con un vivo movimiento de sus manos la hinchada carne, que hace caer, a cada opresión, un delgado chorro de leche en el cubo. La espuma, algo amarilla, sube a los bordes; y las mujeres pasan de un animal a otro hasta la conclusión de la larga hilera.

          En cuanto han acabado de ordeñar una la pasan a otro sitio, dándole para comer un montón de pastura verde. Luego echan a andar otra vez más lentamente ya, entorpecidas por el peso de la leche; delante, la madre; la hija, detrás.Pero ésta se detiene bruscamente, deja en el suelo su carga, se sienta y se echa a llorar con amargura.

          La abuela Malivoire, no oyendo sus pasos, se vuelve y queda estupefacta.

          —¿Qué tienes? —dice.

          Y la hija, Celeste, una moza alta, rubia, de cabellos tostados, de mejillas quemadas y manchadas de pecas, como si en el rostro le hubiesen caído gotas de fuego mientras se peinaba un día al sol, murmuró, gimoteando nuevamente, cual gime el niño a quien se pega:

          —¡No puedo llevar la leche!

          La madre la miraba con aire inquieto. Repitió:

          —¿Qué tienes?

          Celeste agregó sentada en el suelo entre sus dos cubos y tapándose el rostro con el delantal:

          —Esto me duele demasiado. No puedo.

          La madre repitió por segunda vez:

          —¿Qué tienes?

          Y gimió la muchacha:

          —Creo que estoy encinta.

          Y sollozó.

          La vieja soltó a su vez los cubos de leche, tan asombrada, que no sabía qué decir. Por último, balbució:

          —¿Que..., que estás encinta, haragana? ¿Es posible?

          Los Malivoires eran ricos labriegos, gente apañadita, ordenada, respetada, maliciosa y pudiente.

          La chica tartajeó:

          —Me parece que no me engaño.

          Asombrada, la madre miraba a su hija, que lloriqueaba a sus pies. Al cabo de unos segundos, exclamó:

          —¡Conque estás encinta! ¡Encinta! ¿Y dónde has cogido eso, mala pécora?

          Y Celeste, sacudida por la emoción, murmuró:

          —Me parece que fue en el coche de Pólito.

          La vieja trataba de comprender, trataba de adivinar, trataba de saber quién habría podido hacer a su hija aquel mal servicio. Si era un mozo riquejo y bien mirado, se trataría de arreglar la cosa: el mal no existiría entonces más que a medias; no era Celeste la única a quien le había ocurrido aquello; pero le contrariaba el hecho de todos modos, en vista del giro que tomaba el asunto.

          Agregó:

          —¿Y quién te hizo eso, estúpida?

          Celeste, resuelta a decirlo todo, se atrevió a murmurar:

          —Creo que fue Pólito.

          Entonces la tía Malivoire, enloquecida por la cólera, se arrojó sobre su hija y se puso a pegarle con tanta furia que se le cayó el gorro.

          Descargaba recios puñetazos sobre la cabeza, sobre la espalda, sobre todo el cuerpo, y Celeste, tumbada por completo entre los dos cubos, que la protegían algo, se limitaba a ocultar el rostro entre las manos bien abiertas. Todas las vacas, sorprendidas, habían cesado de comer y, habiéndose vuelto, miraban con sus grandes ojos. La última bramó, alargando el hocico hacia las mujeres.

          Después de golpear hasta cansarse, la tía Malivoire, sofocada, se detuvo; y, recobrando algo el uso de sus facultades, quiso darse la más exacta cuenta de la situación.

          —¡Pólito! —dijo—. ¿Es posible? ¿Cómo te dejaste coger por un cochero de diligencia? ¿Habías perdido el seso? ¡Menester será que te haya dado un filtro aquel holgazán!

          Y Celeste, tumbada siempre en el suelo, murmuró de cara al polvo:

          —¡No le pagaba el asiento!

          La vieja normanda comprendió entonces.

          Todas las semanas, el miércoles y el sábado, Celeste iba al pueblo con los productos de la granja, la volatería, la crema y los huevos.

          Salía a las siete con sus dos cestos del brazo, los quesos y demás en el uno, las gallinas en el otro, e iba a esperar en la carretera la diligencia de Yvetot.

          Dejaba en tierra sus mercancías y se sentaba en la zanja, mientras las gallinas de corto y agudo pico y los patos de pico largo y ancho, sacando la cabeza por entre los mimbres, miraban con su ojo redondo, estúpido y lleno de asombro.

          Pronto el carruaje, especie de cofre amarillo protegido por un toldo de cuero negro, llegaba allí sacudiendo su trasera, movida por el trote aparatoso de una blanca yegua.

          Y Pólito, el cochero, un robusto y alegre muchacho, barrigudo, aunque joven, y tostado por el sol, curtido por el viento, mojado por las lluvias y teñido por el aguardiente, que tenía el rostro y el cuello de color de ladrillo, gritaba a lo lejos, haciendo sonar su látigo:

          —¡Buenos días, señorita Celeste! ¿Cómo va de salud?

          Ella le tendía, uno tras otro, sus cestos, que él colocaba sobre la imperial; luego subía la moza, levantando la pierna para alcanzar el estribo, y enseñando la pantorrilla, cubierta por una media azul.

          Y cada vez tenía Pólito la misma broma: “¡Caramba, no ha enflaquecido!”

          Y ella se echaba a reír, encontrando graciosa la frase. Luego él lanzaba un: “¡Arre, Capitana!”, que hacía arrancar al flaco animal. Entonces Celeste sacaba el portamonedas del fondo del bolsillo y de él diez sueldos, seis por ella y cuatro por los cestos de mercancías, y se los daba a Pólito por encima del hombro.

          Él los cogía, diciendo al alargar la mano:

          —¿Tampoco es hoy la fiesta?

          Y se reía de la mejor gana, volviéndose hacia la joven para mirarla con más comodidad.

          Mucho le costaba a ella el dar cada vez aquel medio franco por tres kilómetros de camino. Y cuando no tenía sueldo sufría más aún, no pudiendo decidirse a alargar una moneda de plata.

          Un día, en el momento de ir a pagar, no pudo contenerse.

          —Tratándose —dijo— de una buena parroquiana como yo, no debiera cobrarme usted más que seis sueldos.

          Él se echó a reír.

          —¿Seis sueldos, hermosa mía? Vale usted más que eso, seguramente que vale usted más.

          Ella insistió:

          —Vienen a resultarle a usted más de dos francos mensuales.

          Y él gritó, arreando al animal:

          —Para que vea usted que soy amable, no le cobraré nada si consiente en la fiesta.

          Ella preguntó con sencillez:

          —¿Qué quiere decir eso?

          Él se divertía tanto, que tosía a fuerza de reír.

          —Una fiesta es una fiesta. ¡Caramba! Una fiesta entre moza y mozo, un dúo sin música.

          Ella comprendió, se ruborizó y dijo:

          —No me conviene el trato, señor Pólito.

          Pero él no se intimidó, y repetía riendo más y más:

          —Ya le convendrá a usted ¡una fiesta entre moza y mozo!

          Y a partir de entonces, todos los días, cuando ella le iba a pagar, el cochero le preguntaba:

          —¿Tampoco es hoy la fiesta?

          Ella bromeaba también, y respondía:

          —Tampoco, señor Pólito; pero será el sábado, se lo aseguro.

          Y él gritaba, riendo:

          —Muy bien; ¡vaya por el sábado!

          Y ella calculaba interiormente que, en los dos años que duraba la cosa, había pagado cuarenta y ocho francos a Pólito, y cuarenta y ocho francos son una cantidad en el campo; y calculaba también que dentro de dos años más, le habría dado cerca de cien francos de plata.

          Y tanto calculó que un día, un día de primavera que estaban solos, cuando él le preguntó, según costumbre:

          —¿Tampoco es hoy la fiesta?

          Ella le respondió:

          —Como usted guste, señor Pólito.

          A él no le sorprendió la cosa y saltó dentro del coche, murmurando con satisfacción:

          —Sea hoy, pues. ¡Ya sabía yo que acabaríamos por entendernos!

          Y la vieja yegua blanca se puso a trotar tan suavemente que parecía bailar sin dar un paso, indiferente a la voz que te gritaba desde el fondo del coche:

          —¡Arre, Capitana, arre!

                                                                         ***

          Tres meses después, Celeste se dio cuenta de que estaba encinta.

          Había dicho todo esto con voz lacrimosa. Y su madre, pálida de ira, le preguntó:

          —¿Cuánto ha valido eso, según tu cuenta?

          Celeste dijo:

          —Cuatro meses, a diez sueldos viaje... Pues ocho francos.

          Al oír esto, la rabia de la campesina se desencadenó espantosamente, y, cayendo otra vez sobre la muchacha, la golpeó hasta perder el resuello. En seguida, levantándose:

          —¿Y le has dicho —exclamó— que estás encinta?

          —¿Qué le he de decir?

          —¿Por qué no?

          —¿Para qué me hubiese hecho pagar? ¡No soy tan tonta!

          La vieja meditó luego, tomando otra vez los cubos:

          —¡Vamos! —dijo—, levántate y trata de seguirme.

          Pasado un instante agregó:

          —Por otra parte, no le digas nada mientras él no lo note; ¡así podrás ir de balde seis u ocho meses!

          Y habiéndose puesto en pie, la moza, llorando aún, despeinada y cubierta de polvo, echó a andar con tardo paso tras de su madre, murmurando:

          —¡Es claro que no se lo diré!

 

ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN LECTURA

1.      ¿Quiénes son los personajes que intervienen en la obra? Describe a cada uno brevemente.

2.      En una palabra, ¿cuál es el tema del cuento? ¿Por qué?

3.      ¿Qué lección ejemplar podemos sacar de este cuento?

4.      ¿Justificas la actitud de la tía Malivoire de castigar a su hija al enterarse que está embarazada? ¿Por qué?

5.      ¿Los personajes de la obra actúan con ingenuidad, ignorancia o viveza? ¿Por qué?

6.      ¿Qué diferencias encuentras entre la idea de ingenuidad e ignorancia?

7.      ¿Qué opinión te merece este cuento? Fundamenta en 5 líneas

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1.      Redacta un cuento de una cara, con un título original sobre el tema del ENGAÑO, EL ABUSO O LA HIPOCRESÍA. No olvides hacerlo muy interesante.