martes, 28 de febrero de 2023

Cuento "Alienación" de Julio Ramón Ribeyro con actividades de comprensión lectora

 

Alienación

Julio Ramón Ribeyro


A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contranatura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.

Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.

Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera.

Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.

Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba.

Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.

Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco palabras decidieron su vida.

Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige, califica.

Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra deidad había dejado de pertenecernos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses.

Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono.

Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra juventud.

Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original, del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos.

Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus raquetas de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura de Chalo se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su carta. Sólo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.

Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a un largo escrutinio y trazado un plan de acción.

Antes que nada había que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.

Lo vimos entonces merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada norteamericana.

Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema de una universidad norteamericana.

Todas estas prendas no se vendían en ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había familias de gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían, previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus privaciones.

Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.

Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de ser pilotín de barco.

Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un purser de la Braniff. Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente.

Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y regionalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había rajado el alma durante veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en el culo.

Roberto estaba demasiado embalado para dar marcha atrás y prefirió la patada.

Fueron interminables días de tristeza, mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una escuela que además de enseñar divertía.

En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las historias le importaban un comino, estaba sólo atento a la manera de hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible declaración de amor a la bailarina del bar, como el gánster feroz que pronunciaba sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido con Alan Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad sólo tenía en común la estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la película y al término de ésta se quedaba parado en la puerta, esperando que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso, ese tipo se parece a Alan Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices.

Su madre nos contó un día que al fin Roberto había encontrado un trabajo, no en casa de un gringo como quería, pero tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que entrara uno para que ya estuviera a su lado, tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.

Y fue con el nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas esnobs, sino al indestructible John Wayne. Ambos formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y mister Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco deseo de superación”.

La pareja debía tener largas, amenísimas conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero también es cierto que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un reducto inviolable, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus pósters y José María, que era aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban The strangers in the night y miraban pegado al muro el puente sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente.

Para nosotros incluso era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de mulatos talqueados. Fueron desaprobados.

Dicen que Boby lloró y se mesó desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos, había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la del inmigrante disfrazado de turista.

Fue un año de duro trabajo en el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido y a la que no querían regresar así no quedara piedra sobre piedra

Todo lo que viene después es previsible y no hace falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el barrio dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de viajeros y al final relato de un testigo.

Por lo pronto Boby y José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en común el querer vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.

A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público. Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista de la naturaleza.

Sólo había una solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo repetían los hombres de Estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su corazón.

Boby y José María se inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de privaciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se aproximaban, jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.

La lavandera María tiene cantidades de tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios, los indómitos vigías de Occidente.

José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un brazo, pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo holgadamente de lo que le costó ser un mutilado.

La mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque, que la borró del mundo. No pudo leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.

 

Colofón

      ¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de carne de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.

 

(París, 1975)

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1.     ¿Quién es el protagonista del cuento? ¿Qué es lo que quiere?

2.     ¿Qué significa la palabra “deslopizarse”? Explica

3.     ¿Cómo se dan el tema del racismo y de la autoestima dentro del cuento?

4.     ¿Cuál es el problema mayor que trata este cuento? ¿Por qué?

5.    Según tú, ¿crees que este cuento está relacionado con la realidad actual? ¿Por qué?

6.     ¿Quién es Queca? ¿Qué significa ella para López?

7.     ¿Qué fue lo que hizo López para ser un “gringo” y subir de estatus social?

8.     ¿Bob López era el único que quería ser gringo? ¿Quiénes más querían serlo?

9.     ¿Por qué crees que López está avergonzado con su forma de ser y su origen?

10.    Según tú, ¿qué significa alienación?

11.       ¿Crees que es importante aceptarnos como somos? ¿Por qué?

12.      ¿Qué sucede al final con José María, Queca y Bob López?

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento donde el tema central sea DISCRIMINACIÓN. La extensión será de una cara y con un título original.

lunes, 5 de diciembre de 2022

Ejemplo de ENSAYO con preguntas de comprensión lectora

 

Ejemplo de ENSAYO con preguntas de comprensión lectora


  
LECTURA:
El mundo simbólico, los mitos y la epilepsia
 
Por: Margarita Alegría
 
 
El hombre es, por su sensibilidad y su capacidad de raciocinio, el ser más maravilloso de la creación; pero también una criatura de gran debilidad física. Ante las fuerzas de la naturaleza se encuentra muchas veces impotente, estas le revelan su finitud y le recuerdan su pequeñez en el universo; pero una capacidad que él solo posee entre todos los demás animales le permite trascender sus limitaciones: la posibilidad de organizarse socialmente gracias a su aptitud para la comunicación, con base en la cual generó el lenguaje, herramienta con la que excede los límites de su existencia corporal.
 
La posibilidad de acceder a lo simbólico da a los seres humanos la oportunidad de abstraerse de sus limitaciones corporales. Ante ellas y frente a las fuerzas naturales que muchas veces los rebasan, los hombres crean mitos, símbolos que los compensan y dan impulso a su aliento vital.
 
Debido al carácter religioso que el mito tuvo en la Antigüedad, Simón Brailowsky alude en su obra Epilepsia: Enfermedad sagrada del cerebro,  al origen divino que se le atribuyó a esta enfermedad en diversas culturas como la mesopotámica, en la que se le relacionaba con “la mano del pecado” y con el dios de la Luna.
 
El hombre ha tendido siempre a dar interpretaciones mágico-religiosas a aquellos fenómenos naturales que escapan a su comprensión, creando en torno suyo relatos fabulosos en los que agentes impersonales que la mayoría de las veces son fuerzas de la naturaleza personificadas, realizan acciones con sentido simbólico.
 
Terry Eagleton ha señalado que el hombre como ser cultural se distingue por su carácter simbólico, a diferencia de otros animales “cuyos cuerpos solo les dejan un poder limitado para liberarse de los contextos que los determinan”.  Los símbolos míticos revelan a los seres humanos poderes que van más allá de los naturales y que, en el caso de la calidad sagrada que se concedió a la epilepsia, sirvieron para explicar el porqué de las capacidades superiores de ciertos hombres que padecieron ese mal como Hércules, Sócrates, Mahoma, Dostoyevsky, Lord Byron, Flaubert y Van Gogh, a quienes Brailowsky menciona.
 
La historia humana está poblada de mitos porque “el mito, igual que la ciencia, tiene la ambición de explicar el mundo haciendo inteligibles sus fenómenos. Igual que ella, pretende ofrecer al hombre un modo de actuar sobre el universo, asegurándole su posesión espiritual  y material. Ante un universo lleno de incertidumbres y misterios, el mito interviene para introducir lo humano”. No se trata de un ensueño gratuito sino de una hipótesis de trabajo, de un intento de salir de la impotencia en que el ser humano se encuentra.
 
James G. Frazer en La rama dorada: Magia y religión relaciona los distintos mitos con un número considerable de cuestiones a las que los hombres quisieron dar explicación por medio de ellos: el dominio del tiempo, el poder benéfico de los árboles, las estaciones del año, la muerte, la vegetación, los poderes espirituales, el mal y los elementos. Este autor da gran importancia a la religión en virtud de cuyos mitos se suple las limitaciones humanas ante el poder ilimitado de los dioses.
 
Los mitos entonces, como parte de la cultura, ayudan a sobrevivir al hombre porque llenan vacíos de su naturaleza material al colmar necesidades que esta no les permite satisfacer.
 

BIBLIOGRAFÍA:
BRAILOWSKY Simón  (1999). Epilepsia: Enfermedad sagrada del cerebro, México.
EAGLETON Terry (2001). La idea de cultura: Una mirada política sobre los conflictos culturales, Barcelona, Paidós, p.145.
FRAZER, J. G. (1944). La rama dorada: Magia y religión. Fondo de Cultura Económica, México.
MITOLOGÍAS (1982). “Del Mediterráneo al Ganges”, Barcelona, Planeta, , vol. 1, p. 4.
 
 
RESPONDE:
1.-¿Por qué es importante la capacidad simbólica en los seres humanos?

 

 

 

 
2.-¿De qué trata el párrafo 1?
a)    De la necesidad de definir lo simbólico en el mundo antiguo
b)    De la definición de lo simbólico para la cultura mesopotámica que pudo estudiar la epilepsia.
c)    Del mundo de lo simbólico y su relación con la enfermedad neurológica de la epilepsia.
d)    De las distintas capacidades humanas como parte de la creación simbólica que estos hacen
 
3.-De las siguientes alternativas: ¿cuál es la tesis que plantea el autor?
a)    El ser humano es un ser simbólico porque puede ser mejor que los animales.
b)    La simbolización es una capacidad biológica que sobrepasa lo corporal en los seres humanos.
c)    Los seres humanos han tenido siempre ideas que se han convertido en símbolos desde tiempos inmemoriales.
d)    El hombre crea símbolos y mitos para explicar los misterios de la naturaleza que lo atemorizan.
 
 
4.-Del texto podemos concluir que:
a)    El hombre necesita de los mitos para hacer frente a lo desconocido.
b)    La necesidad de simbolizar en los seres humanos se centra en su incapacidad para pensar.
c)    Lo complejo de la simbolización humana se puede expresar en la mitología exclusiva de las antiguas culturas.
d)    El hombre que ha creado símbolos puede hacer frente a la sociedad hasta que logra evolucionar.
 
5.-Del texto también podemos concluir que:
a)    La religión permitió al ser humano escapar de la muerte y poder tener vida eterna.
b)    La capacidad de simbolización del ser humano le ha permitido crear ficciones para explicar lo inexplicable.
c)    Los mitos son relatos mágicos y fantásticos que han pasado de generación en generación.
d)    Los mitos eran relatos que no podían explicar bien el mundo que rodeaba a las antiguas culturas.
 
6.-Se infiere que la epilepsia, según el texto:
a)    Era atribuida por los dioses a los hombres que habían recibido la “mano del pecado”.
b)    Se la podía entender desde la perspectiva médica, pero sin dejar de lado el daño que causaba en las personas de la antigüedad.
c)    Tiene un doble significado: un don creativo y una enfermedad.
d)    Era una enfermedad divina que la otorgaban los dioses con poderes ilimitados.
 
7.-Podemos inferir que la frase “contextos que los determinan” hace referencia:
a)    Al mundo simbólico.
b)    A los mitos.
c)    A las ficciones.
d)    Al destino.
 
8.-Inferimos que “una hipótesis de trabajo” hace referencia a:
a)    Un manejo simbólico de lo real.
b)    Una explicación.
c)    Una expresión técnica del autor.
d)    Una forma de expresión metafórica del hombre primitivo.
 
9.-Inferimos, según el párrafo 6 que el mito, permite al hombre:
a)    Poseer la naturaleza.
b)    Entender los estados de la materia.
c)    Comprobar que es superior a los animales.
d)    Entender que puede crear relatos mágicos y fantasiosos.
 
10.-Finalmente, dentro de la cultura, el hombre utiliza los mitos, principalmente,
a)    Para sobrevivir.
b)    Para sostener un estatus y crear una historia.
c)    Para explicar algunos fenómenos naturales.
d)    Para extinguir las dudas que lo separan de los animales.
 


SOLUCIÓN:
1. POSIBLE RESPUESTA: Porque gracias a la capacidad simbólica podemos explicar lo inexplicable a través de los mitos y así sobrevivir ante la naturaleza, pues creamos un orden y una manera de vivir en sociedad, unidos por una historia que genera identidad.
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3D
4A
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lunes, 28 de noviembre de 2022

Práctica de comprensión lectora: Leemos un ENSAYO sobre LA LECTURA

 

Práctica de comprensión lectora: Leemos un ENSAYO sobre LA LECTURA



LECTURA:
ALAS Y CIMIENTOS
Texto extraído y adaptado de: Manifiesto por la lectura de Irene Vallejo
 
 
Narramos, escribimos y leemos porque hemos fabricado la fabulosa herramienta del lenguaje humano. Por medio de las palabras, podemos compartir mundos interiores e ideas quiméricas. Cuando un animal fantasea —si tal cosa es posible—, carece de herramientas para contárselo a otro animal. Algunas especies están dotadas de habilidades comunicativas, en ocasiones asombrosamente complejas, pero ninguna puede compararse con las nuestras en flexibilidad, libertad y riqueza de matices. Este prodigio lingüístico nos permite coexistir en dos geografías: el espacio tangible que habitamos junto a miles de seres vivos y un universo paralelo que nos pertenece en exclusiva —el de la fantasía, el de las posibilidades, el de los símbolos—, al que ninguna otra criatura puede acceder.
 
Propulsados por el lenguaje y la creatividad, nuestros cerebros despegaron de la mera evolución biológica, cuya cadencia es implacablemente lenta, y elevamos el vuelo con las rápidas alas de la evolución cultural. Hace miles de años, la invención de una sofisticada tecnología, la escritura, abrió las puertas a conservar conocimientos, ideas y sueños, a expandirlos y hacerlos revivir con cada mirada que se posa en las letras de una página. El filósofo Richard Rorty piensa que leer nos cambió la mente de forma irreversible. Gracias a la lectura, hemos desarrollado una anomalía llamada «ojos interiores». Descubrir los personajes de una historia se parece a conocer gente nueva, comprendiendo su carácter y sus razones. Cuanto más diferentes son esos personajes, más nos amplían el horizonte y enriquecen nuestro universo. A través de los libros, anidamos en la piel de otros, acariciamos sus cuerpos y nos hundimos en su mirada. Y, en un mundo narcisista y ególatra, lo mejor que le puede pasar a uno es ser todos.
 
Leer nunca ha sido una actividad solitaria, ni siquiera cuando la practicamos sin compañía en la intimidad de nuestro hogar. Es un acto colectivo que nos avecina a otras mentes y afirma sin cesar la posibilidad de una comprensión rebelde al obstáculo de los siglos y las fronteras. Por el camino del placer, sobre los abismos de las diferencias, la lectura ofrece puentes colgantes de palabras. El psicólogo Raymond Mar y su equipo de la Universidad de Toronto probaron en 2006 que las personas que leen son más empáticas que las no lectoras, especialmente quienes frecuentan obras literarias. Un grupo de estudiantes debía elegir entre dos sobres: uno contenía La dama del perrito de Chéjov; el otro, un texto que describía exactamente la misma historia, pero en un lenguaje neutro, frío, casi documental, sin las inflexiones propias del antiguo oficio de la narración. Quienes leyeron las palabras de Chéjov lograron mejores calificaciones en las escalas de empatía, especialmente aquellos a quienes más emocionó el cuento. La cualidad de sumergirse en el lugar del otro y bucear en aguas distantes no solo enriquece nuestra intimidad, sino nuestra vida privada, la convivencia cotidiana, las habilidades sociales que desplegamos, y expande sus beneficios hasta la política internacional o los logros de las empresas.
 
El hábito de leer no nos hace necesariamente mejores personas, pero nos enseña a observar con el ojo de la mente la amplitud del mundo y la enorme variedad de situaciones y seres que lo pueblan. Nuestras ideas se vuelven más ágiles y nuestra imaginación, más iluminadora. Al asomarnos a la madriguera de un relato, escapamos de nosotros y nos proyectamos en los personajes de un país inventado. Sostiene Mario Vargas Llosa que
 
… la vida, injusta, nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarse los incandescentes deseos de que estamos poseídos. (…) La buena literatura es siempre un desafío a lo que existe.
 
Anhelamos ver por otros ojos, pensar con otras ideas y sentir otras pasiones. La magia consiste en ponernos las lentes de la ficción y observar a través de ellas, deslizándonos en los placeres, los terrores o las ambiciones ajenas. Y, sin movernos de la cama, el universo entero nos pertenece, la inmensidad está al alcance de nuestros dedos.
 
En los mundos inventados nos encontramos, nos entendemos y aprendemos a colaborar. La filósofa estadounidense Martha Nussbaum, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, defiende que la lectura forma parte de la preparación necesaria para vivir en democracia. Desde que los griegos lo ensayaron por primera vez hace milenios, este sistema es el más exigente y asombroso que hemos intentado. Pretende crear una convivencia que no se sustente en la fuerza, sino que se apoye en una delicada urdimbre de acuerdos y en una conversación incesante. Como nos recuerda Antonio Basanta, «de la palabra lector deriva el término elector». En el compás cotidiano de la experiencia democrática, todos y cada una tomamos con nuestro voto decisiones que tendrán consecuencias cruciales en la vida de otras personas. En un texto titulado La crisis silenciosa, Nussbaum reflexiona:
 
La capacidad de imaginar la experiencia del otro debe cultivarse y pulirse si queremos guardar alguna esperanza de afianzar la dignidad de ciertas instituciones, a pesar de las abundantes divisiones que albergan todas las sociedades modernas.
 
Cuanto mejores trapecistas seamos, capaces de esa pirueta que nos coloca en la mirada ajena, más sólida será la democracia que edificamos. El ejercicio de volar fortalece nuestros cimientos.
 
BIBLIOGRAFÍA:
BASANTA, Antonio (2017). Leer contra la nada. Ediciones Siruela. Madrid.
MAR, Raymond (2006): Explorando el vínculo entre la lectura de ficción y la empatía: descartando las diferencias individuales y examinando los resultados. Universidad de Toronto.
NUSSBAUM, Martha (2010): La crisis silenciosa. Katz Editores Buenos Aires/Madrid.
RORTY, Richard (1995): Consecuencias del pragmatismo. Tecnos.
VARGAS LLOSA, Mario (2000): Un mundo sin novelas. Letras Libres. Extraído de: https://letraslibres.com/revista/un-mundo-sin-novelas/
 
 
RESPONDE:
1. Se infiere que gracias al lenguaje podemos existir:
a)    Más allá de lo que existen los animales.
b)    Sin la necesidad de comunicar más que nuestra realidad.
c)    En el espacio real y en el ficcional.
d)    Con mucha necesidad de comunicación al igual que los animales.
 
2. Hizo posible que evolucionáramos enormemente:
a)    La literatura y la razón.
b)    Nuestro lenguaje y creatividad.
c)    Los cimientos que generaron matices específicos de cambio.
d)    La cultura que nos hizo conscientes de nuestra diferencia con los animales.
 
3. El sentido contextual de la palabra sofisticada es:
a) Arrolladora.         b) Contraproducente.
c) Penosa.                 d) Compleja.
 
4. Se infiere que «ojos interiores» hace referencia a:
a)    Nuestra capacidad de leer y escribir.
b)    Un concepto planteado por Richard Rorty.
c)    Una experiencia sensorial con la que nacemos.
d)    Nuestra capacidad imaginativa y reflexiva.
 
5. Gracias a los libros:
a)    Podemos ampliar nuestros horizontes.
b)    Entendemos que existe una comprensión que posibilita la ciencia.
c)    Podemos perdernos entre las letras.
d)    Hay una sólida formación en valores.
 
6. Se infiere, gracias al texto, que leer es una actividad:
a) Intrincada.    b) Complementaria.    c) Social.     
d) Instintiva.
 
7. Podemos inferir que la intención comunicativa del texto es:
a)    Informarnos sobre los diversos estudios en torno al libro y la lectura.
b)    Narrarnos una serie de historias reales sobre los beneficios de la lectura.
c)    Convencernos sobre la importancia de la lectura.
d)    Describir los diferentes tipos de lectura y escritura existentes.
 
8. Podemos deducir del cuarto párrafo que leer:
a)    Nos hace mejores personas.
b)    Permite una mejora académica.
c)    Vivir en un país inventado.
d)    Amplía nuestra consciencia de la realidad.
 
9. Mario Vargas Llosa, plantea principalmente que:
a)    Gracias a la buena literatura nos permite experimentar muchas vidas.
b)    La literatura es un escape superfluo de la realidad.
c)    La gran literatura permite escapar de las injusticias de la vida.
d)    La buena literatura nos permite escapar de ser muchos a la vez.
 
10. Interpreta: El ensayo leído nos dice que la literatura nos permite vivir experiencias de los otros. ¿Por qué es importante ello para la democracia?

 

 

 

 

 

 
 
SOLUCIÓN:
1C
2B
3D
4D
5A
6C
7C
8D
9A
10.-POSIBLE RESPUESTA:
Porque gracias a ello, podemos entender al otro y generar empatía, es decir, nuestra capacidad de ponernos en el lugar del otro y así comprender mejor los sentimientos y problemas de los demás, para luego encontrar mejores soluciones a los problemas que tenemos en común. Entender lo que viven los otros, nos ayuda a unirnos a vivir en comunidad y a alimentar nuestra tolerancia.

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