jueves, 9 de diciembre de 2021

Cuento "La sirena" de Ray Bradbury con actividades de comprensión lectora

 

La sirena

Ray Bradbury


 

Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.

-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.

-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.

-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.

-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?

-En los misterios del mar.

McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.

-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?

Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.

-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.

-Sí, es un mundo viejo.

-Ven. Te reservé algo especial.

Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.

-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.

-¿Los cardúmenes de peces?

-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.

Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.

-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: “Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida”.

La sirena llamó.

-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene…

-Pero… -interrumpí.

-Chist… -ordenó McDunn-. ¡Allí!

-Señaló los abismos.

-Algo se acercaba al faro, nadando.

Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego… no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.

No sé qué dije entonces, pero algo dije.

-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.

-¡Es imposible! -exclamé.

-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.

El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.

Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.

-¡Parece un dinosaurio!

-Sí, uno de la tribu.

-¡Pero murieron todos!

-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.

-¿Qué haremos?

-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.

-¿Pero por qué viene aquí?

En seguida tuve la respuesta.

La sirena llamó.

Y el monstruo respondió.

Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.

-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?

Asentí con un movimiento de cabeza.

-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?

La sirena llamó.

El monstruo respondió.

Lo vi todo… lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.

La sirena llamó.

-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.

El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.

-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.

El monstruo se acercaba al faro.

La sirena llamó.

-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.

Apagó la sirena.

El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.

El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.

-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!

McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.

McDunn me tomó por el brazo.

-¡Abajo! -gritó.

La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.

-¡Rápido!

Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.

Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.

Eso y el otro sonido.

-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.

Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido, debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.

Y así pasamos aquella noche.

A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.

-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.

Me pellizcó el brazo.

No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.

Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.

-Por si acaso -dijo McDunn.

Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.

¿El monstruo?

No volvió.

-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.

Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.

Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿En dónde ocurren los hechos de este cuento?

2. ¿Quién es McDunn?

3. ¿Quién es el narrador de este cuento?

4. ¿Qué es lo que se les aparece a los hombres en el faro?

5. Qué infieres del siguiente fragmento: "...nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros". Explica tu respuesta.

6. ¿Por qué la sirena es tan importante en este cuento?

7. ¿Qué es la sirena para el monstruo?

8. Lee esta frase: "Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado". ¿A qué hace referencia esta frase en el cuento?

9. Este cuento fantástico nos habla de la necesidad de comunicación como una forma de escape de la soledad. ¿Crees que nos comunicamos por temor a la soledad? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

10. Si tuvieras que elegir una palabra que resuma el cuento, ¿cuál sería? Justifica tu respuesta.

11. ¿Qué opinas sobre el cuento? Argumenta tu respuesta.

lunes, 6 de diciembre de 2021

Cuento policial "¿Quién mató a la viuda?" de Mario Benedetti con actividades de comprensión lectora

 

¿Quién mató a la viuda?

Mario Benedetti


La prensa le había dado al crimen una cobertura des­tacadísima, casi escandalosa. El hecho de que la se­ñora de Umpiérrez (argentina, natural de Córdoba) fuera una viuda de primera clase y que además for­mara parte de lo que en el Río de la Plata se suele nombrar como Patria Financiera, conmovió a las va­riadas capas sociales (argentinas, uruguayas) de Pun­ta del Este.

El cadáver no había aparecido en su lujosa man­sión, rodeada de césped cuidadísimo, sino encadena­do a la popa de uno de los yates que en verano ocu­pan y decoran los muelles del puerto.

Ya habían pasado quince días de eso que los pe­riodistas llamaron, como siempre, «macabro hallaz­go». La policía había seguido numerosas pistas sin el menor resultado. En las comisarías y en las redaccio­nes de Maldonado, Punta del Este y Montevideo se recibían a diario llamadas anónimas que proporcio­naban datos siempre falsos. En casos como éste los bromistas cavernosos se reproducen como hongos.

Por fin llegó de Buenos Aires un tal Gonzalo Aguilar, famoso detective privado, a quien la acon­gojada familia Umpiérrez había encomendado la in­vestigación y la eventual solución del caso.

Tras dos semanas de agotadores registros, gestio­nes, entrevistas, búsquedas, análisis, indagatorias y conjeturas, los periodistas presionaron a Gonzalo Aguilar para que concediera una conferencia de prensa. La reunión tuvo lugar en un amplio salón del hotel más lujoso del balneario.

El implacable bombardeo de los cronistas no tur­bó al detective, que siempre acompañaba sus ambi­guas respuestas con una sonrisa socarrona.

Después de dos horas de áspero diálogo, un perio­dista porteño, más agresivo que los demás, dejó caer un comentario que era casi un juicio:

-Le confieso que me parece decepcionante que un investigador de su talla no haya llegado a ninguna conclusión acerca de quién cometió el crimen.

-¿Quién le ha dicho eso?

-¿Acaso usted sabe quién es el asesino?

-Claro que lo sé. A esta altura, ignorarlo significaría un fracaso que mi reputación profesional no puede permitirse.

-¿Entonces?

-Entonces, tome nota, muchacho. El asesino soy yo.

El detective abrió su portafolio y extrajo del mis­mo un revólver de lujo. Casi instintivamente, la masa de periodistas se contrajo en un espasmo de miedo.

-No se asusten, muchachos. Esta preciosa arma la compré en Zúrich, hace diez años. Fue con ella que maté a la pobre señora, después de un breve pero in­quietante recorrido a bordo de su yate Neptunia. Me permitirán que, por lógica reserva profesional, me re­serve los motivos de mi agresión. No quiero manchar su memoria ni la mía. Y bien: mi orgullo no puede permitir que otro colega, y menos si es un compatriota, descubra quién fue el autor de esa muerte tan mis­teriosa. Ah, pero además, como siempre me ha gus­tado que el culpable sufra su castigo, he decidido hacer justicia conmigo mismo. O sea que tienen un buen tema para primera página. Por favor, no se asusten con el disparo. Y un pedido casi póstumo: que alguno de ustedes se preocupe de que este hermoso revólver acompañe a mis cenizas.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

1.      ¿Qué elementos del cuento policial clásico encuentras en este relato?

2.     ¿Cómo describe el narrador a la prensa? Explica tu respuesta.

3.     ¿Quién era la señora Umpiérrez? ¿Qué pasó con ella?

4.     ¿Quién era Gonzalo Aguilar?

5.     ¿Quién era el asesino de la señora Umpiérrez?

6.     Resuelve el enigma: ¿Por qué fue asesinada la señora Umpiérrez? Argumenta tu respuesta de la manera más lógica posible. Puedes tomar partes de este cuento para usarlas como sustento de tu respuesta.

martes, 30 de noviembre de 2021

Cuento: "Los gallinazos sin plumas" de Julio Ramón Ribeyro con actividades de comprensión lectora


Los gallinazos sin plumas

Julio Ramón Ribeyro

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.

A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:

-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!

Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.

-¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.

Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.

Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.

Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.

Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.

Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.

Don Santos los esperaba con el café preparado.

-A ver, ¿qué cosa me han traído?

Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:

-Pascual tendrá banquete hoy día.

Pero la mayoría de las veces estallaba:

-¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!

Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.

-¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.

-Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.

Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medias. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.

-¡Bravo! -exclamó don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.

Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.

Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.

-Dentro de veinte o treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.

Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.

-¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.

A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.

-Tiene una herida en el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.

Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.

-¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.

-¡Pero si le duele! -intervino Enrique-. No puede caminar bien.

Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.

-Y ¿a mí? -preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que dejarse de mañas!

Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.

-¡No podía más! -dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.

Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.

-Bien, bien -dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!

Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.

-Lo encontré en el muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.

Don Santos cogió la vara.

-¡Una boca más en el corralón!

Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.

-¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.

Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.

-¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!

Enrique abrió la puerta de la calle.

-Si se va él, me voy yo también.

El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:

-No come casi nada…, mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.

Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.

Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.

-¡Pascual, Pascual… Pascualito! -cantaba el abuelo.

-Tú te llamarás Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.

Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.

-Te he traído este regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.

¿Y el abuelo? -preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.

-El abuelo no dice nada -suspiró Enrique.

Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:

-¡Pascual, Pascual… Pascualito!

Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.

-¡Mugre, nada más que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.

A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.

Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.

-¿Tú también? -preguntó el abuelo.

Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.

-¡Está muy mal engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!

Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.

-¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!

A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.

-¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!

Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.

-¡Si se muere de hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!

Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.

Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.

La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:

¡Arriba, arriba, arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…

Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.

-¡A Efraín no! ¡Él no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!

El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.

-Ahora mismo… al muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…

Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.

-Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.

Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.

Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.

-¡Aquí están los cubos!

Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:

-Pedro… Pedro…

-¿Qué pasa?

-Pedro ha mordido al abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.

Enrique salió del cuarto.

-¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?

Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.

-¿Dónde está Pedro?

Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.

-¡No! -gritó Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.

-¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?

El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.

-¡Voltea! -gritó-. ¡Voltea!

Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.

-¡Toma! -chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.

Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído, pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.

¡A mí, Enrique, a mí!…

-¡Pronto! -exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!

-¿Adónde? -preguntó Efraín.

-¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!

-¡No me puedo parar!

Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.

Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.

 

Los gallinazos sin plumas, 1955

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

PREGUNTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE:


1. ¿Cuál era el trabajo que realizaba Efraín y Enrique?

a)     Recolectar basura para el cerdo Pascual.

b)    Cultivar zanahorias en su huerto.

c)     Reciclaje de basura.

d)    Crianza de animales en una granja.

 

2. ¿Por qué los niños sufrían?

a)     Porque Pascual tenía poca comida.

b)    Porque don Santos no podía caminar.

c)     Porque se sentían desamparados.

d)    Porque creían que no iban a ir a la escuela.

 

3. ¿Quiénes son los gallinazos sin pluma del relato?

a)     Las aves del muladar.

b)    Efraín y Enrique.

c)     Don Santos.

d)    Todos los personajes de la lectura.

 

4. ¿A quién se refieren cuando dicen: “El enemigo siempre está al acecho”?

a)     A don Santos.

b)    A la baja policía.

c)     Al hambre que tienen los hermanos.

d)    A Pascual.

 

5. ¿Quién pisa un vidrio en el muladar?

a)     Efraín

b)    Enrique

c)     Pascual

d)    Don Santos

 

PREGUNTAS INFERENCIALES Y CRÍTICO-VALORATIVAS:


1. ¿Qué puede simbolizar el perro que recoge Enrique en el muladar?

2. ¿Qué puede simbolizar el cerdo Pascual en el cuento?

3. ¿Qué hace que Enrique se enfrente a su abuelo don Santos?

4. ¿Qué significa para ti la frase: "Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla"? Explica tu respuesta.

5. ¿Crees que este cuento nos habla de la explotación infantil? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento breve cuya temática hable de algún problema social. No olvides ser creativo y original.

lunes, 29 de noviembre de 2021

Fragmentos de "Fausto" de Johann Wolfgang von Goethe con actividades de comprensión lectora

 

Fausto

Johann Wolfgang von Goethe

(fragmentos)


PRIMERA PARTE:

DE NOCHE

(En una habitación gótica, estrecha y de altas bóvedas, FAUSTO está sentado en un sillón ante su pupitre.)

 

FAUSTO: Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume mi corazón. Claro está que soy más sabio que todos esos necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas, ni temo al infierno ni al demonio. Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con sentido ni me jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo. Tampoco tengo bienes ni dinero, ni honor, ni distinciones ante el mundo. Ni siquiera un perro querría seguir viviendo en estas circunstancias. Por eso me he entregado a la magia: para ver si por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios; para no tener que decir con agrio sudor lo que no sé; para conseguir reconocerlo que el mundo contiene en su interior; para contemplar toda fuerza creativa y todo germen y no volver a crear confusión con las palabras. (…)

 

GABINETE DE ESTUDIO:

(Encuentro entre FAUSTO y MEFISTÓFELES)

 

FAUSTO: ¿Esto es lo que había dentro del perro de aguas? ¿Un estudiante viajero? Esto me hace reír.

MEFISTÓFELES: Saludo al erudito señor. Me ha hecho usted sudar la gota gorda.

FAUSTO: ¿Cuál es tu nombre?

MEFISTÓFELES: La pregunta me parece de poca categoría para alguien que desprecia la Palabra; para alguien que, desdeñando toda apariencia, busca la esencia ahondando en las profundidades.

FAUSTO: En vuestro caso, señor, se puede llegar a la esencia conociendo el nombre; esto ocurriría si supiera, con toda claridad, si os apellidáis «Dios de las moscas», «Corruptor» o «Mentiroso». Bueno, ¿quién eres?

MEFISTÓFELES: Una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien.

FAUSTO: ¿Qué significa ese acertijo?

MEFISTÓFELES: Soy el espíritu que siempre niega. Y lo hago con pleno derecho, pues todo lo que nace merece ser aniquilado, mejor sería entonces que no naciera. Por ello, mi auténtica naturaleza es eso que llamáis pecado y destrucción, en una palabra, el Mal. (…)

 

 

CALLE

(FAUSTO, MARGARITA se cruza con él.)

 

FAUSTO: Mi bella señorita, ¿podría atreverme a ofrecerle mi brazo y mi compañía?

MARGARITA: No soy señorita ni bella, y puedo volver a casa sin compañía de nadie. (Se zafa de él y sigue andando.)

FAUSTO: ¡Por el cielo, qué niña más hermosa! Nunca he visto nada igual. Llena de bondad y de virtud, al tiempo que muestra cierto desdén. Tiene rojos los labios y luminosas las mejillas. ¡No los podré olvidar en este mundo! Se ha grabado en mi pecho la forma en que bajó la mirada y el momento en que me replicó brevemente; qué entusiasmo sentí. (Entra MEFISTÓFELES.) Tienes que conseguirme a esa muchacha.

MEFISTÓFELES: ¿A cuál?

FAUSTO: A esa que acaba de pasar.

MEFISTÓFELES: ¿Aquella? Vuelve de hablar con su confesor, que le perdonó todos sus pecados. Me oculté en el confesionario y pude ver que es una inocente que confiesa faltas insignificantes. No tengo ningún poder sobre ella.

FAUSTO: Pero tiene al menos catorce años.

MEFISTÓFELES: Hablas como un auténtico calavera que deseara poseer todas las flores y se enorgulleciera de que para él no hay honor ni bien que no se puedan lograr. Pero esto no siempre ocurre.

FAUSTO: No, elogioso maese; no me vengas a hablar de la ley. Te lo digo claro y alto: si esta noche no siento el palpitar de su joven sangre al tenerla entre mis brazos, a medianoche nos separaremos.

MEFISTÓFELES: ¡Piensa en todo lo que hay que hacer y deshacer! Al menos necesito dos semanas para encontrar la ocasión.

FAUSTO: Si tuvieras siete horas disponibles, no necesitaría del demonio para la seducción de esa criaturita.

MEFISTÓFELES: Ya habláis casi como un francés, pero no os enojéis. ¿De qué sirve obtener el placer de inmediato? Nunca es tan grande el gozo, ni con mucho, como cuando poco a poco, con todo tipo de embustes, vas encadenando y poniendo en suerte a tu muñequita, tal como ocurre en algunos cuentos extranjeros.

FAUSTO: Aun sin eso, me apetece.

MEFISTÓFELES: Ya sin bromas ni chanzas. Te digo que con esa bella niña no se puede ir tan rápido. Con el empuje no podrás conseguir nada. Tendremos que servirnos de la astucia.

FAUSTO: ¡Tráeme algo de su tesoro angélico! ¡Llévame a su lugar de descanso! ¡Haz de su pecho mi pañuelo, hazle una liga con mi deseo amoroso!

MEFISTÓFELES: Para que veas que ante tu pena quiero ser diligente y servicial, no perderemos ni un instante y hoy te llevaré a su cuarto.

FAUSTO: ¿Y podré verla?; ¿y será mía?

MEFISTÓFELES: No. Ella estará en casa de una vecina. Mientras tanto podrás hacerte con esperanzas de futuras alegrías en el aire donde ella respira.

 

FAUSTO: ¿Podemos ir ya?

MEFISTÓFELES: Todavía es muy pronto.

FAUSTO: Consígueme un regalo para llevarle. (Se va.)

MEFISTÓFELES: ¡Regalos ya! ¡Muy bien! ¡Lo acabará consiguiendo! Conozco lugares adecuados donde están enterrados algunos viejos tesoros. Tengo que volver a echarles un vistazo. (Se va.)

(…)

 


PRISIÓN

MARGARITA es apresada por haber matado a su bebe y también por la muerte de su madre. Enloquecida está delirando en una celda.

 

FAUSTO: (Con un manojo de llaves y una lámpara, delante de una puertecita de hierro.)

Se ha apoderado de mí un terror fuera de lo común. Sufro en este instante toda la miseria de la humanidad. Aquí está ella, tras estos muros húmedos, y todo su crimen fue un dulce desvarío. Vacilas en llegar a su presencia; temes volver a verla. Pero, adelante. Tu vacilación hace avanzar a la muerte. (Toma el candado y dentro se oye cantar.)

MARGARITA:

La cortesana de mi madre

fue la que me mató

y mi padre, el pícaro,

luego me devoró.

Mi pequeña hermanita

mis huesos enterró

en húmedo lugar.

Me convertí en un pájaro.

Mírame cómo vuelo.

FAUSTO: (Abriendo.)

No presiente que su amado la está escuchando ni oye el chirriar de las cadenas y el crujir de la paja. (Entra.)

 MARGARITA: (Escondiéndose en el camastro.)

Ay, ya viene. ¡Amarga muerte!

FAUSTO: (En voz baja.)

Tranquila, tranquila, vengo a liberarte.

MARGARITA: (Retorciéndose ante él.)

Si eres hombre, siente mi desgracia.

FAUSTO: Vas a despertar al vigilante. (Toma las cadenas para quitárselas.)

MARGARITA: (De rodillas.): ¿Quién te ha dado ese poder sobre mí, verdugo? Ya a medianoche vienes a llevarme. Ten piedad de mí y déjame vivir. ¿No es mañana lo bastante pronto? (Se incorpora.) ¡Soy tan joven!, ¡tan joven! Y tengo que morir. Fui también bella y esa fue mi perdición. Mi amigo estuvo cerca y ahora está lejos. La guirnalda está destrozada y desperdigadas están las flores. ¡No me agarres con tanta fuerza! ¡Trátame con cuidado! ¡Qué te he hecho! No me hagas que te suplique inútilmente. No te he visto en mi vida.

FAUSTO: ¿Podré soportar tanto dolor?

MARGARITA: Ahora estoy en tu poder. Pero déjame darle el pecho al niño. Toda la noche he estado acariciándolo: me lo quitaron para hacerme daño y ahora dicen que lo he matado yo. Nunca volveré a estar alegre. Me cantan cancioncillas, ¡qué mala es la gente! Así es como acaba un viejo cuento... ¿Quién les manda contarlo?

FAUSTO: (Arrodillándose.)

A tus pies hay un hombre que te quiere, que viene a librarte del dolor.

MARGARITA: (Se arrodilla a su lado.) ¡De rodillas, recemos a los santos! Mira, debajo de esos escalones, pasado el umbral, brilla el fuego del infierno. El Maligno prorrumpe en estruendo con espantosa cólera.

FAUSTO: (En voz alta.) ¡Margarita!, ¡Margarita!

MARGARITA: (Con atención.) ¡Esa era la voz de aquel amigo! (Se pone en pie de un salto. Caen las cadenas sueltas.) ¿Dónde está? Lo he oído llamarme. Soy libre. Nadie habrá de sujetarme. Iré volando a abrazarlo y descansaré junto a su pecho. Me ha llamado. «¡Margarita!» Y estaba en el umbral. Entre los aullidos y el crepitar del infierno, a pesar de las burlas y las muecas de los diablos, reconozco el dulce y amoroso sonido.

FAUSTO: Soy yo.

MARGARITA: ¡Tú, eres tú! ¡Dilo otra vez! (Abrazándole.) ¡Es él! ¡Es él! ¿Adónde se han ido todas las penas? ¿Adónde el miedo de la cárcel y los hierros? ¡Eres tú y has venido a salvarme! ¡Estoy salvada! Otra vez vuelve a estar ante mí la calle donde te vi por primera vez y el jardín alegre donde Marta y yo te esperábamos.

FAUSTO: (Intentando llevársela.) ¡Ven conmigo!

MARGARITA: ¡Oh, espera!, pues mientras estoy contigo, me encuentro muy bien. (Acariciándolo.)

FAUSTO: ¡Date prisa! Si no, lo pagaremos caro.

MARGARITA: ¿Cómo? ¿No puedes ya besarme? Hace tan poco tiempo que te marchaste y ya no sabes besarme. ¿Por qué tengo tanto miedo abrazada a ti, cuando antes tus palabras me llevaban al cielo y me besabas como si quisieras ahogarme? Bésame o te besaré yo. (Lo abraza.) Pobre de mí, tus labios están fríos, están mudos. ¿Dónde quedó tu amor? ¿Quién me lo ha quitado? (Le vuelve la espalda.)

FAUSTO: ¡Venga! Sígueme, amor mío. Ten valor. Te querré con un fuego mil veces más ardiente, pero ahora sígueme, te lo suplico.

MARGARITA: (Dándole otra vez la cara.)

¿Y entonces eres tú? ¿Eres tú de veras?

FAUSTO: Sí soy yo. Ven conmigo.

MARGARITA: Has roto las cadenas y me estrechas de nuevo contra tu pecho. ¿Cómo es que no tienes miedo de mí? ¿Sabes, amigo, a quién estás liberando?

FAUSTO: ¡Ven! Que ya la oscuridad de la noche empieza a disiparse.

MARGARITA: He matado a mi madre. He ahogado a mi hijo. ¿No era un don tuyo y mío? ¡También tuyo! ¡Eres tú! Apenas puedo creerlo. Dame tu mano. Esto no es un sueño. ¡Tu mano querida! Pero... está húmeda. ¡Sécatela! Me parece que hay sangre en ella. Ah, Dios mío, qué has hecho. Guarda ya tu daga, te lo suplico.

FAUSTO: Lo pasado, pasado está. No me mates.

MARGARITA: No, debes seguir vivo. Te diré cómo serán las sepulturas que deberás cuidar a partir de mañana. Para mi madre debe ser la mejor y a su lado mi hermano. Yo debo estar un poco aparte y junto a mi seno derecho, el pequeño. ¡Nadie más yacerá junto a mí! Unirme a ti fue una tierna alegría. Pero ya no lo consigo, parece como si tuviera que forzarme para ir hacia ti y tú me rechazaras, aunque sigues siendo tú tan bueno y tan noble.

FAUSTO: Si me ves así, ven conmigo.

MARGARITA: ¿Fuera?

FAUSTO: Sí, a la libertad.

MARGARITA: Fuera está la tumba y la muerte nos aguarda, vamos. Vayamos de aquí al lecho eterno y no demos ni un paso más. ¿Vas entonces? Oh, Enrique, voy contigo.

FAUSTO: ¿Puedes? Pues ven, la puerta está abierta.

MARGARITA: No puedo, para mí ya no hay esperanza. ¿Para qué huir? Me acecharán. Es tan horrible tener que mendigar, y además con remordimiento de conciencia. Es terrible vagar por tierra extraña, y me apresarán de todos modos.

FAUSTO: Entonces me quedaré contigo.

MARGARITA: ¡Huye!, ¡huye! Salva a tu pobre hijo. Sigue el camino que lleva arriba al arroyo. Atraviesa el puente, adéntrate en el bosque y ve a la izquierda, donde está el entablado, en el remanso. Sácalo, quiere salir y aún está pataleando. ¡Sálvalo!, ¡sálvalo!

FAUSTO: Pero vuelve en ti. Un paso y serás libre.

MARGARITA: Si hubiera pasado ya el trance... Ahí, sobre una piedra, está sentada mi madre... Siento que se me congela la sangre. Ahí está mi madre, sentada sobre una piedra, y no mueve la cabeza, ni asiente ni deniega con ella. Hace tiempo que duerme, nunca despertará. Ella durmió para que nosotros gozáramos. ¡Qué tiempos más felices!

FAUSTO: Si las palabras y las súplicas no sirven, te llevaré a la fuerza.

MARGARITA: ¡Déjame! No soporto la violencia. No me agarres como si fuera un criminal. Yo lo habría hecho todo por amor.

FAUSTO: ¡El día está despuntando, amor mío!

MARGARITA: ¡De día! ¡Ya es de día! ¡Ya está llegando mi último día! ¡Tendría que haber sido el día de mi boda! No le digas a nadie que estuviste con Margarita. Ay de mi guirnalda, todo acabó. Nos volveremos a ver, pero no bailando. La multitud se agolpa y no se oye nada. La plaza y las callejuelas no pueden contenerla. La campana repica y ya se ha quebrado la varilla. ¡Cómo me atan y me agarran! Ya soy llevada al asiento de la muerte. Todas las nucas se estremecen ante el filo que va a cortar la mía. El mundo está mudo como una tumba.

FAUSTO: Ojalá no hubiera nacido.

MEFISTÓFELES: (Apareciendo desde fuera.)

Vamos, o estáis perdidos. ¡Qué inútiles vacilaciones! ¡Qué irresolución! ¡Cuánta palabra! Mis caballos empiezan a estremecerse. Ya clarea la mañana.

MARGARITA: ¿Qué es lo que está saliendo por el suelo? Es ese; échalo. ¿Qué hace en lugar sagrado? ¡Ha venido a buscarme!

FAUSTO: Has de vivir.

MARGARITA: ¡Juicio de Dios, a ti me he encomendado!

MEFISTÓFELES: (A FAUSTO.): ¡Ven, o te dejo con ella en la estacada!

MARGARITA: ¡Soy tuya, padre! ¡Sálvame! Vosotros, ángeles, ejército sacro, rodeadme para protegerme. ¡Enrique, siento horror por ti!

MEFISTÓFELES: ¡Está condenada!

VOZ: (Desde arriba.) ¡Está salvada!

MEFISTÓFELES (A FAUSTO.): Ven conmigo. (Desaparece con FAUSTO.)

VOZ DE MARGARITA (Desde dentro resonando):

¡Enrique!, ¡Enrique!

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1.     ¿Qué características del Romanticismo encuentras en estos fragmentos? Explica cada uno de ellos.

2.     Qué quiere decir la frase de Fausto: “he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio”. Fundamenta tu respuesta.

3.  ¿Por qué Mefistófeles le dice a Fausto “No tengo ningún poder sobre ella” al hacer referencia a Margarita?

4.     ¿Según fragmento cómo se da el amor y la tragedia en el fragmento?

5.     Según el fragmento ¿qué podría significar la juventud de Margarita? ¿Por qué?

6.     ¿Por qué Mefistófeles es astuto? Explica

7.     Infiere: ¿Por qué Margarita enloquece? Explica

8.   Qué nos dice Margarita en este fragmento: “¡De día! ¡Ya es de día! ¡Ya está llegando mi último día! ¡Tendría que haber sido el día de mi boda! No le digas a nadie que estuviste con Margarita. Ay de mi guirnalda, todo acabó. Nos volveremos a ver, pero no bailando. La multitud se agolpa y no se oye nada. La plaza y las callejuelas no pueden contenerla. La campana repica y ya se ha quebrado la varilla. ¡Cómo me atan y me agarran! Ya soy llevada al asiento de la muerte. Todas las nucas se estremecen ante el filo que va a cortar la mía. El mundo está mudo como una tumba”. Explica.

9.     Margarita ¿Se arrepiente? ¿Cómo lo hace? ¿Qué le pasa al final? ¿Se va al infierno?

10.  ¿Crees que Margarita es una heroína romántica? ¿Por qué?