martes, 14 de septiembre de 2021

Cuento de terror "Vera" de Villiers de L’Isle Adam con actividades de comprensión lectora

 

Vera

Villiers de L’Isle Adam

A  la señora condesa d’Osmoy:

 

“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”

La fisiología moderna

 

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint–Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.

Todos los objetos permanecían en el mismo lugar en donde la condesa los había dejado la víspera. La muerte, súbita, la había fulminado. La noche anterior, su bien amada se desvaneció entre placeres tan profundos, se perdió en tan exquisitos abrazos, que su corazón, quebrado por tantas delicias sensuales, había desfallecido. Sus labios se mojaron bruscamente con un rojo mortal. Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra. Luego, sus largas pestañas, como cendales de luto, se cerraron para siempre.

Aquella jornada sin nombre ya había transcurrido.

Hacia el mediodía, después de la espantosa ceremonia en el panteón familiar, el conde D’Athol despidió a la fúnebre escolta. Después solo, encerrose con la muerta, entre los cuatro muros de mármol, y cerró la puerta de hierro del mausoleo. El incienso se quemaba en un trípode, frente al ataúd. Una corona luminosa de lámparas, en la cabecera de la joven difunta, la aureolaba como estrellas.

Él, en pie, ensimismado, con el solo sentimiento de una ternura sin esperanza, se había quedado allí durante todo el día. Alrededor de las seis, en el crepúsculo, salió del lugar sagrado. Al cerrar el sepulcro, quitó la llave de plata de la cerradura y, empinándose en el último peldaño de la escalinata, la arrojó al interior del panteón. Cayeron sobre las losas interiores a través del trébol que adornaba la parte superior del portal. ¿Por qué todo esto…? Con certeza obedecía a la secreta decisión de no volver allí nunca más.

Y ahora, él revisó la solitaria habitación.

La ventana, detrás de los amplios cortinajes de cachemira malva, recamados en oro, estaba abierta. Un último y pálido rayo de luz del atardecer iluminaba un cuadro envejecido de madera. Era el retrato de la muerta. El conde miró a su alrededor. La ropa estaba tirada sobre un sillón, como la víspera. sobre la chimenea estaban las joyas, el collar de perlas, el abanico a medio cerrar, y los pesados frascos de perfume que su amada no aspiraría nunca más. Sobre el techo deshecho, construido de ébano, con columnas retorcidas, junto a la almohada, en el lugar donde la cabeza adorada había dejado su huella, en medio de los encajes, vio el pañuelo enrojecido, por gotas de su sangre cuando su joven alma aleteó un instante. El piano permanecía abierto, a la espera de una melodía inconclusa. Las flores de indiana, recogidas por ella en el invernadero, se marchitaban dentro del vaso de Sajonia. A los pies del lecho, sobre una piel negra, estaban las pequeñas chinelas orientales, de terciopelo, sobre las que un emblema gracioso resaltaba bordado en perlas: Quien ve a Vera la ama. Los pies desnudos de la bien amada jugaban aún la mañana del día anterior, moviendo a cada paso el edredón de plumas de cisne. Y allá, en la sombra, estaba el reloj de péndulo al que él había roto el resorte para que no sonasen más las horas.

Así, pues, ella había partido… ¿Adónde? Vivir ahora, ¿para hacer qué? Era imposible, absurdo…

Y el conde se abismó en aquellos pensamientos extraños y sobrecogedores, rememorando toda la existencia pasada.

Seis meses habían transcurrido desde su matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la vio por primera vez…? Sí, ese instante se recreaba ante sus ojos, pero de forma muy distinta. Ella se le apareció allí, radiante, deslumbrante. Aquella tarde sus miradas se habían encontrado. Ellos se habían reconocido íntimamente, sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre.

Los propósitos engañosos, las sonrisas que observaban, las insinuaciones, todas las dificultades y problemas que opone el mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se desvanecía ante la certeza que ellos tuvieron, en aquel fugaz instante, de saberse el uno para el otro.

Vera, cansada de la insípida ceremoniosidad, de las personas de su entorno, había ido hacia él desde el primer instante, dejando de lado las banalidades donde se pierde el tiempo precioso de la vida.

¡Oh! Cómo, a las primeras palabras, las tontas ideas de quienes les eran indiferentes, les parecían como el vuelo de los pájaros nocturnos adentrándose en la oscuridad. ¡Qué sonrisas intercambiaban y qué inefables abrazos!

Sin embargo, su naturaleza era de lo más extraña. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante, tanto es así que se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Y por el contrario, ciertas ideas, aquellas del alma, por ejemplo, del Infinito, de Dios mismo, estaban como veladas a su entendimiento. La fe de la mayoría de las personas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que algo sorprendente y extraño, una cuestión de la cual no se preocupaban, no considerándose con capacidad para criticar o aprobar.

En razón de eso, puesto que reconocían que el mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de haberse unido, en esa vieja y sombría mansión, donde la extensión de los jardines alejaba los ruidos del exterior.

Allí, ambos amantes se sumergieron en ese océano de alegrías lánguidas y perversas donde el espíritu se mezcla con los misterios de la carne. Ellos agotaron las violencias de los deseos, los estremecimientos de la ternura más apasionada, y se convirtieron en el palpitante latido de ser el uno del otro. En ellos, el espíritu se adentraba tan bien en el cuerpo que sus formas parecían compenetrarse, y los besos ardientes les encadenaban en una fusión ideal. ¡Prolongado deslumbramiento! La muerte había destruido el encanto. El terrible accidente los desunía, y sus brazos se desenlazaban. ¿Qué sombra había atrapado a su querida muerta? ¡Muerta no! ¿Es que el alma de los violoncelos puede ser arrastrada con el gemido de una cuerda que se quiebra?

Transcurrieron las horas.

A través de la ventana, él contemplaba cómo la noche se insinuaba en los cielos. Y la noche se le apareció como algo personal. Tuvo la impresión de que era una reina marchando con melancolía en el exilio, y el broche de diamantes de su túnica de luto, Venus, sola, brillaba por encima de los árboles, perdida en el fondo oscuro.

–Es Vera –pensó él.

Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose, miró en torno suyo.

En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea.

La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un supersticioso amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara.

Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón, hacerlo sonar.

Apareció un sirviente. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa. Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido.

–Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie.

El mayordomo temblaba y le miraba con atención.

El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines.

El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto.

Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer…? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche? Mañana, mañana… ¡Ay! Pero, ¿quién sabe…? ¡Quizá! Después de todo era un proyecto sagrado… ¿Con qué derecho reflexionar sobre ello?

Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia.

Se trataba de crear un terrible espejismo.

El embarazo de los primeros días se borró súbitamente.

Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su buena voluntad. No había lugar para segundas interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. Se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba. Tenía miedo, un miedo indeciso, suave…

D’Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la Ilusión sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón.

Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D’Athol vivía doblemente iluminado. Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientos femeninos que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido! Una vez, D’Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera.

–¡Chiquilla! –murmuró él, sonriente.

Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada.

El día de su cumpleaños colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera.

–Puesto que ella se cree muerta… –murmuró él.

Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D’Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más natural!

Había transcurrido un año.

En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, Callimaque, cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo:

–Douschka, ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres…? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad?

Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera, solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel. Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario…? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año.

Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor. Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí.

Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la amaban en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta necesidad de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR!

¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos…! El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple, absoluta: ¡Ella debía estar allí, en la habitación! Él estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. Y como no faltaba más que la misma Vera, tangible, exterior, era preciso que ella se encontrase allí y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas. El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún.

–¡Roger…! –exclamó con voz lejana.

Él se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal.

Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un solo ser.

Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo.

De repente, el conde D’Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia.

–¡Ah! Ahora recuerdo… ¿Qué es lo que me sucede…? ¡Pero si tú estás muerta!

En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La certeza de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió. El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos.

Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.

–¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido…! ¡Otra vez vuelve a estar sola…! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti!

De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó… El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto. ¡Era la llave de la tumba!

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. Lee la siguiente frase inicial del cuento:

"El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites". Responde: ¿Qué relación hay entre esta frase y el contenido del cuento?

2. ¿Quién era el conde D’Atho? ¿Quién era Vera?

3. ¿Cómo había muerto Vera?

4. Infiere: ¿Por qué el conde D’Athol se encerró con el cadáver de su esposa?

5. ¿Qué significa esta frase: "Así, pues, ella había partido… ¿Adónde? Vivir ahora, ¿para hacer qué? Era imposible, absurdo…" Explica tu respuesta.

6. ¿Qué le dijo el conde a Raymond, su criado? ¿Qué pensó el criado sobre ello?

7. Infiere: ¿Qué significa esta parte de la narración: "D’Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada"? Explica tu respuesta

8. ¿Por qué el conde D’Athol colocó una flor de siemprevivas en la almohada de Vera?

9. ¿Por qué en una parte de este cuento la palabra "¡REGRESAR!" está escrita con mayúsculas y entre signos de admiración?

10. Qué se infiere de la siguiente frase: "El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría". Justifica tu respuesta.

11. ¿Por qué al final del cuento se hace referencia a la llave de la tumba? ¿Qué significa ello? Justifica tu respuesta.

12. ¿Qué simboliza la condesa Vera en este cuento? Explica tu respuesta.

13. Después de leer el cuento: ¿Crees que el conde D’Athol había enloquecido? Justifica tu respuesta.

14. ¿Crees que este cuento es de terror? ¿Por qué?

15. ¿Qué opinas de este cuento? ¿Cómo lo valorarías? ¿Qué te gustó más y qué no te gustó? Explica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

Crea un cuento cuyo protagonista haya sufrido la perdida de un ser amado. No olvides crear una atmósfera acorde a los sentimientos de tu protagonista.

 

lunes, 13 de septiembre de 2021

Cuento "El barril de amontillado" de Edgar Allan Poe con actividades de comprensión lectora

 

El barril de amontillado

Edgar Allan Poe


Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.

Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.

Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.

Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
—Mi querido Fortunato —le dije—, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas

—¿Cómo? —exclamó Fortunato—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…

—Tengo mis dudas —insistí—, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.

—¡Amontillado!

—Tengo mis dudas.

—¡Amontillado!

—Y quiero salir de ellas.

—¡Amontillado!

—Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que…

—Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.

—Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.

—¡Ven! ¡Vamos!

—¿Adónde?

—A tu bodega.

—No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi…

—No tengo nada que hacer; vamos.

—No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.

—Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.

Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.

No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.

Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.

Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.

—El barril —dijo.

—Está más delante —contesté—, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.

Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.

—¿Salitre? —preguntó, después de un momento.

—Salitre —repuse—. ¿Desde cuándo tienes esa tos?

El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.

—No es nada —dijo por fin.

—Vamos —declaré con decisión—. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que…

—¡Basta! —dijo Fortunato—. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.

—Ciertamente que no —repuse—. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.

Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.

—Bebe —agregué, presentándole el vino.

Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.

—Brindo —dijo— por los enterrados que reposan en torno de nosotros.

—Y yo brindo por que tengas una larga vida.

Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.

—Estas criptas son enormes —observó Fortunato.

—Los Montresors —repliqué— fueron una distinguida y numerosa familia.

—He olvidado vuestras armas.

—Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.

—¿Y el lema?

Nemo me impune lacessit.

—¡Muy bien! —dijo Fortunato.

Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también barriles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.

—¡Mira cómo el salitre va en aumento! —dije—. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos… Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos…

—No es nada —dijo Fortunato—. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.

Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciolo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.

Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprendes?

—No —repuse.

—Entonces no eres de la hermandad.

—¿Cómo?

—No eres un masón.

—¡Oh, sí! —exclamé—. ¡Sí lo soy!

—¿Tú, un masón? ¡Imposible!

—Un masón —insistí.

—Haz un signo —dijo él—. Un signo.

—Mira —repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.

—Te estás burlando —exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos—. Pero vamos a ver ese amontillado.

—Puesto que lo quieres —dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.

En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.

Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.

—Continúa —dije—. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi…

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.

—Pasa tu mano por la pared —dije— y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.

—Es cierto —repliqué—. El amontillado.

Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.

Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.

Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.

Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.

—¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!

—¡El amontillado! —dije.

—¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!

—Sí —dije—. Vámonos.

—Sí —dije—. Por el amor de Dios.

Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:

—¡Fortunato!

Silencio. Llamé otra vez.

—¡Fortunato!

No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. El tema de este cuento es la venganza, ¿por qué Montresaor quería vengarse de Fortunato?

2. ¿Cuál es, según el narrador-protagonista, el punto débil de Fortunato?

3. ¿Cuál es la estrategia de Montresor para ganarse la confianza de Fortunato y así ejecutar su venganza?

4. Infiere: ¿Qué quiere decir que un vino sea amontillado?

5. Infiere: Qué significa esta expresión: "Me vengaría a la larga". Explica tu respuesta.

6. ¿Por qué crees que es importante que la venganza de Fortunato se lleve a cabo en un carnaval? Explica tu respuesta.

7. Qué infieres de esta frase: "Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez". Explica.

8. ¿Por qué es simbólico el lema: «Nemo me impune lacessit». (En esapañol: «Nadie me ofende impunemente»)? Explica tu respuesta.

9. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que Montresor cometió su crimen hasta que cuenta la historia?

10. ¿Cómo es asesinado Fortunato? Explica.

11. ¿Por qué es importante el salitre y la humedad de la catacumba?

12. Infiere: ¿Crees que el nombre “Fortunato” tiene alguna relación con su destino trágico? ¿Por qué?

13. ¿Crees que Montresor está trastornado mentalmente? Explica

14. ¿Crees que lo hecho por Montresor tiene justificación? Explica tu respuesta.

15. ¿Cuál crees que haya sido la intención de Edgar Allan Poe al escribir este cuento? Explica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento de suspenso cuyo tema gire en torno a la venganza. No olvides ser creativo y original.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Fragmentos de "Los miserables" de Victor Hugo con actividades de comprensión lectora

 

LOS MISERABLES

Victor Hugo

(fragmento 1)


Este fragmento nos cuenta cómo por el robo de un pan Jen Valjean se vuelve un presidiario.

 

Hacia la medianoche, Jean Valjean se despertó.

Jean Valjean era de una pobre familia de aldeanos de la Brie. En su infancia no había aprendido a leer. Cuando fue hombre tomó el oficio de podador en Faverolles. Su madre se llamaba Jeanne Mat- hieu, y su padre, Jean Valjean, o Vlajean, mote y contracción, pro­bablemente, de voila Jean.

Jean Valjean tenía el carácter pensativo, sin ser triste, lo cual es propio de las naturalezas afectuosas. En resumidas cuentas, era una cosa algo adormecida y bastante insignificante, en apariencia al me­nos, este Jean Valjean. De muy corta edad, había perdido a su padre y a su madre. Esta había muerto de una fiebre láctea mal cuidada. Su padre, podador como él, se había matado al caer de un árbol. Ajean Valjean le había quedado solamente una hermana mayor que él, viu­da, con siete hijos, entre varones y hembras. Esta hermana había criado a Jean Valjean y, mientras vivió su marido, alojó y alimentó a su hermano. El marido murió. El mayor de sus hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir veinticinco años. Reemplazó al padre y sostuvo, a su vez, a la hermana que le había criado. Hizo aquello sencillamente, como un deber, y aun con cier­ta rudeza de su parte. Su juventud se gastaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca le habían conocido «novia» en la comar­ca. No había tenido tiempo para enamorarse.

Por la noche, regresaba cansado y tomaba su sopa sin decir una palabra. Su hermana, mientras él comía, le tomaba con frecuencia de su escudilla lo mejor de la comida, el pedazo de carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para darlo a alguno de sus hijos; él, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la sopa y sus largos cabellos cayendo alrededor de la escudilla, ocul­tando sus ojos, parecía no ver nada y dejábala hacer. Había en Fa­verolles, no lejos de la cabaña de los Valjean, al otro lado de la calle­juela, una lechera llamada Marie-Claude; los niños Valjean, casi siempre hambrientos, iban muchas veces a pedir prestado a Marie- Claude, en nombre de su madre, una pinta de leche que bebían de­trás de una enramada, o en cualquier rincón de un portal, arrancán­dose unos a otros el vaso con tanto apresuramiento que las niñas pequeñas lo derramaban sobre su delantal y su cuello. Si la madre hubiera sabido este hurtillo, habría corregido severamente a los de­lincuentes. Jean Valjean, brusco y gruñón, pagaba, sin que Jeanne lo supiera, la pinta de leche a Marie-Claude, y los niños no eran casti­gados.

En la estación de la poda, ganaba veinticuatro sueldos por día, y luego se empleaba como segador, como peón de albañil, como mozo de bueyes o como jornalero. Hacía todo lo que podía. Su hermana, por su parte, trabajaba también; pero ¿qué podía hacerse con siete niños? Era un triste grupo, al que la miseria envolvía y estrechaba poco a poco. Sucedió que un invierno fue muy crudo. Jean no en­contró trabajo. La familia no tuvo pan. Ni un bocado de pan, y sie­te niños.

Un domingo por la noche, Maubert Isabeau, panadero en la pla­za de la iglesia, en Faverolles, se disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la vidriera enrejada de la puerta de su tienda.

Llegó a tiempo para ver un brazo pasar a través del agujero hecho de un puñetazo en uno de los vidrios. El brazo cogió un pan y se re­tiró. Isabeau salió apresuradamente; el ladrón huyó a todo correr; Isabeau corrió tras él y le detuvo. El ladrón había soltado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.

Esto pasó en 1795- Jean Valjean fue llevado ante los tribunales acusado de «robo con fractura, de noche y en una casa habitada». Tenía un fusil y era un excelente tirador, un poco aficionado a la caza furtiva; esto le perjudicó. Existe un prejuicio legítimo contra los cazadores furtivos. El cazador furtivo, lo mismo que el contraban­dista, anda muy cerca del salteador. Sin embargo, digámoslo de paso, hay un abismo entre ambos y el miserable asesino de las ciuda­des. El cazador furtivo vive en el bosque; el contrabandista vive en las montañas o cerca del mar. Las ciudades hacen hombres feroces, porque hacen hombres corrompidos. La montaña, el mar, el bosque hacen hombres salvajes. Desarrollan el lado feroz, pero a menudo lo hacen sin destruir el lado humano.

Jean Valjean fue declarado culpable. Los términos del código eran formales. En nuestra civilización hay momentos terribles; son aquellos en que la ley pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de ga­leras.

El 22 de abril de 1796, se celebró en París la victoria de Montenotte, obtenida por el general en jefe de los ejércitos de Italia, a quien el mensaje del Directorio a los Quinientos, el 2 de floreal del IV, llama Buona-Parte; aquel mismo día se remachó una cadena en Bicétre. Jean Valjean formaba parte de esta cadena. Un antiguo por­tero de la cárcel, que tiene hoy cerca de noventa años, recuerda aún perfectamente a este desgraciado, cuya cadena se remachó en la ex­tremidad del cuarto cordón, en el ángulo norte del patio. Estaba sentado en el suelo, como todos los demás. Parecía no comprender nada de su situación, salvo que era horrible. Es probable que descu­briese, a través de las vagas ideas de un hombre ignorante, que había en su pena algo excesivo. Mientras a grandes martillazos remacha­ban detrás de él el perno de su argolla, lloraba; las lágrimas le ahoga­ban, le impedían hablar y solamente de vez en cuando exclamaba: «Yo era podador en Faverolles.» Luego, sollozando, alzaba su mano derecha y la bajaba gradualmente siete veces, como si tocase sucesi­vamente siete cabezas a desigual altura; por este gesto se adivinaba que lo que había hecho, fuese lo «que fuera, había sido para alimentar y vestir a siete pequeñas criaturas.

Partió para Tolón. Llegó allí después de un viaje de veintisiete días en una carreta, con la cadena al cuello. En Tolón fue revestido de la casaca roja. Todo se borró de lo que había sido su vida, incluso su nombre; ya no fue más Jean Valjean; fue el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños? ¿Quién se ocupó de ellos? ¿Qué es del puñado de hojas del joven árbol serrado por su pie?

La historia es siempre la misma. Estos pobres seres vivientes, estas criaturas de Dios, sin apoyo desde entonces, sin guía, sin asilo, marcharon a merced del azar, ¿quién sabe a dónde?, cada uno por su lado, quizá, sumergiéndose poco a poco en esa fría bruma en la que se sepultan los destinos solitarios, tenebrosas tinieblas en las que desaparecen sucesivamente tantas cabezas infortunadas, en la sombría marcha del género humano. Abandonaron aquella región. El campanario de lo que había sido su pueblo, los olvidó; el límite de lo que había sido su campo, los olvidó; después de algunos años de permanencia en la prisión, Jean Valjean mismo los olvidó. En aquel corazón, donde había existido una herida, había una cicatriz. Aquello fue todo. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez de su hermana. Era, creo, hacia el final del cuarto año de su cautividad. No sé por qué conducto recibió las noticias. Alguien, que los había conocido en su país, había visto a su hermana. Estaba en París. Vivía en una pobre calle, cerca de San Sulpicio, en la calle del Geindre. No tenía consigo más que a un niño, el último. ¿Dónde estaban los otros seis? Quizá ni siquiera ella misma lo sabía. Todas las mañanas iba a una imprenta de la calle del Sabot, n.°3, donde era plegadora y encuadernadora. Era preciso estar allí a las seis de la mañana, mucho antes de ser de día en invierno. En el mismo edificio de la imprenta había una escuela, a la cual llevaba a su hijo, que tenía siete años. Pero, como ella entraba en la imprenta a las seis, y la escuela no abría hasta las siete, el niño tenía que esperar una hora en el patio, hasta que se abriese; en invierno, una hora de noche y al descubierto. No querían que el niño entrara en la imprenta, porque molestaba, según decían. Los obreros veían a esta criatura, al pasar por la mañana, sentada en el suelo, cayéndose de sueño y, muchas veces, dormido en la oscuridad, acurrucado sobre su cestito. Los días de lluvia, una viejecita, la portera, tenía piedad de él; le recogía en su covacha, donde no había más que una pobre cama, una rueca y dos taburetes; el pobrecillo se dormía allí, en un rincón, arrimándose al gato para sentir menos frío. A las siete se abría la escuela y entraba. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Ocupó su ánimo esta noticia un día, es decir, un momento, un relámpago, como una ventana abierta bruscamente al destino de los seres que había amado. Después se cerró la ventana; no se volvió a hablar más, y todo se acabó. Nada más supo de ellos; no los volvió a ver; jamás los encontró; ni tampoco los encontraremos en la continuación de esta dolorosa historia.

Hacia el final de este cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus compañeros le ayudaron, como suele hacerse en aquella triste mansión. Se evadió. Erró durante dos días en libertad por el campo; si es ser libre estar perseguido; volver la cabeza a cada instante; estremecerse al menor ruido; tener miedo de todo, del techo que humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la hora que suena, del día porque se ve, de la noche porque no se ve, del camino, del sendero, de los árboles, del sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido desde hacía treinta y seis horas. El tribunal marítimo le condenó, por aquel delito, a un recargo de tres años, con lo cual eran ocho los de pena. Al sexto año, le llegó de nuevo el turno de evadirse; aprovechóse de él, pero no pudo consumar su huida. Había faltado a la lista. Disparóse el cañonazo y, por la noche, la ronda le encontró escondido bajo la quilla de un barco en construcción; ofreció resistencia a los guardias que le prendieron: evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un recargo de cinco años, de los cuales dos bajo doble cadena. Trece años. Al décimo, le llegó otra vez su turno y lo aprovechó, pero no salió mejor librado. Tres años más, por aquella nueva tentativa. Dieciséis años. Finalmente, en el año decimotercero, según creo, intentó de nuevo su evasión y fue cogido cuatro horas más tarde. Tres años más, por estas cuatro horas. Diecinueve años. En octubre de 1815, fue liberado; había entrado en presidio en 1796, por haber roto un vidrio y haber robado un pan.

desastre de una vida. Claude Gueux había robado un pan; Jean Valjean había robado un pan. Una estadística inglesa demuestra que, en Londres, de cada cinco robos, cuatro tienen por causa inmediata el hambre.

Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado desesperado, salió de él sombrío.

¿Qué había pasado en su alma?

 

LOS MISERABLES

Victor Hugo

(fragmento 2)

 

Al inicio de la novela, Jean Valjean sale de la cárcel amargado y sin amigos. El único que lo ayuda es un obispo que le da posada y lo trata como a un ser humano digno de caridad y respeto. Pero Valjean, necesitado de dinero, le roba unos cubiertos de plata y huye. Poco después es descubierto por la policía y llevado ante el obispo. La escena que vas a leer es la continuación de esta historia.

 

Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.

- Monseñor, monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo de los cubiertos?

- Sí -contestó el obispo.

- ¡Bendito sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.

El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y se lo presentó a la señora Magloire.

- Aquí está.

- Sí -dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?

- ¡Ah! -dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.

- ¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.

Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en la alcoba, y volvió al lado del obispo.

- ¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!

El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señora Magloire con toda dulzura:

- ¿Y era nuestra esa platería?

La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:

- Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía a los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.

- ¡Ay, Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a nosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora, monseñor?

El obispo la miró como asombrado.

- Pues, ¿no hay cubiertos de estaño?

La señora Magloire se encogió de hombros.

- El estaño huele mal.

- Entonces de hierro.

La señora Magloire hizo un gesto expresivo:

- El hierro sabe mal.

- Pues bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.

Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.

- ¡A quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a un hombre así, y darle cama a su lado!

Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.

- Adelante -dijo el obispo.

Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo militar.

- Monseñor... -dijo.

Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la cabeza.

- ¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!

- Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.

Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.

- ¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?

Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría pintar ninguna lengua humana.

- Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...

- ¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.

- Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?

- Sin duda -dijo el obispo.

Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.

- ¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en sueños.

- Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.

- Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.

Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo.

Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.

- Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con el picaporte noche y día.

Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:

- Señores, podéis retiraros.

Los gendarmes abandonaron la casa.

Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.

El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:

- No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.

Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo continuó con solemnidad:

- Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.

 

Actividades de comprensión (fragmento 1)

 

1.     ¿Qué opinas de la vida que le tocó vivir a Jean Valjean? Explica tu respuesta.

2.     ¿Por qué Jean Valjean robó un pan?

3.     ¿Qué relación encuentras con la frase subrayada en el fragmento y el destino de Jean Valjean?

4.     Qué infieres de esta frase: "Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado desesperado, salió de él sombrío". Fundamenta tu respuesta.

 

Actividades de comprensión (fragmento 2)

 

1.     ¿Quiénes traían a Jean Valjean? ¿Ante quién pensaba Jean Valjean que estaba?  ¿Por qué lo llevaron ante al obispo?

2.     ¿Cómo encubrió el obispo al ladrón? ¿Qué otra ayuda le ofreció?

3.     Si tú te hubieras visto en la misma situación como la de Jean Valjean, ¿cómo habrías actuado? ¿Por qué?

4.     ¿Por qué crees que el obispo actuó de esta manera? ¿Te pareció un hombre justo? ¿Por qué?


EXTRA: VIDEO ANÁLISIS DE "LOS MISERABLES" DE VICTOR HUGO: