viernes, 24 de septiembre de 2021

Fragmento de "Madame Bovary" de Gustave Flaubert con actividades de comprensión lectora

 

Madame Bovary

(fragmento)

Gustave Flaubert

Madame Bovary narra la historia de Emma, una mujer casada con un médico muy bondadoso, pero sin grandes ambiciones. En una desesperada búsqueda de lo que ella cree que es la felicidad, cae en manos de Rodolfo, un hombre sin escrúpulos, quien finge amarla para jugar con ella. Emma, engañada y entusiasmada, decide huir con él. Pero Rodolfo no está muy convencido.

 

Al llegar al plazo señalado para la fuga, Rodolfo pidió una prórroga de dos semanas, a fin de ultimar ciertos asuntos; después, al cabo de ocho días, pidió otra de quince; luego se fingió enfermo; tras de esto emprendió un viaje; transcurrió el mes de agosto, y después de todos estos retrasos acordaron que la fuga tuviera lugar irrevocablemente el lunes 4 de septiembre.

Llegó al fin el sábado, antevíspera de la marcha.

Rodolfo se presentó por la noche antes de la hora acostumbrada.

-¿Está todo listo? -preguntó Emma.

-Sí.

Entonces rodearon el jardín y fueron a sentarse cerca del terraplén, junto a la tapia.

-Estás triste -dijo Emma.

-No, ¿por qué he de estarlo?

Y la miraba, al decir esto, extrañamente y de muy tierna manera.

-¿Acaso porque te vas a marchar? ¿Porque abandonas tus afectos, tu vida? ¡Ah! Ya comprendo... Yo no tengo nada en el mundo... Tú lo eres todo para mí. También yo lo seré todo para ti; seré tu familia, tu patria; te cuidaré, te amaré.

-¡Qué encantadora eres! -dijo estrechándola entre sus brazos.

-¿De veras? -preguntó ella con voluptuosa sonrisa-. ¿Me amas? ¡Júramelo!

-¿Que si te amo? ¿Que si te amo? ¡Te adoro, amor mío!

La luna, empurpurada y redonda surgía, a ras del suelo, en el fondo de la pradera y ascendía prestamente, entre las ramas de los álamos, que de trecho en trecho y a modo de agujereada y negra cortina la ocultaban. Luego, resplandeciente de blancura, apareció en el desierto cielo por ella iluminado; entonces dejó caer sobre el río un largo y centelleante reguero de luz. (...)

-¡Oh! ¡Qué hermosa noche! -dijo Rodolfo.

-¡De otras como ésta gozaremos! -repuso Emma.

Y como hablándose a sí misma, añadió:

-Sí, será delicioso viajar... Sin embargo, estoy triste. ¿Por qué? ¿Es el miedo a lo desconocido?... ¿El abandono de las viejas costumbres?... ¿O más bien...? ¡No! ¡Es el exceso de felicidad! ¡Qué débil soy! ¿No es cierto? Perdóname.

-Aún es tiempo -exclamó Rodolfo-. Reflexiona; quizá te arrepientas.

-¡Jamás! -dijo impetuosamente la de Bovary.

Y acercándose a él:

-¿Qué desgracia puede sobrevenirme? ¡No hay desierto, ni precipicio, ni océano que no esté dispuesta a atravesar contigo! El lazo que nos une, a medida que más vivamos juntos, será como un abrazo cada día más estrecho, más completo. No habrá nada -cuidados ni obstáculos- que nos turbe. Viviremos solos el uno para el otro eternamente... Habla, respóndeme.

-¡Sí!... ¡Sí! -respondía, a intervalos regulares, Rodolfo.

Emma había hundido sus manos en los cabellos de él, y, a pesar de sus lágrimas, repetía con infantil acento:

-¡Rodolfo! ¡Rodolfo!... ¡Oh, mi querido Rodolfito!

Dieron las doce.

-¡Las doce! -dijo Emma-. ¡Otro día más! ¡Aún falta uno!

Rodolfo se levantó para marcharse, y como si el gesto que hiciera fuese la señal de la fuga, Emma, de pronto, con aire jovial dijo:

-¿Tienes los pasaportes?

-Sí.

-¿No olvidas nada?

-No.

-¿Estás seguro?

-Segurísimo.

-En el hotel de Provenza me esperarás a las doce, ¿no es cierto?

Él asintió con la cabeza.

-¡Hasta mañana pues! -dijo Emma tras de una última caricia.

Y lo miró alejarse.

Rodolfo no volvía la cabeza. Corrió hacia él, e inclinándose, a orilla del río, por entre los matorrales:

-¡Hasta mañana! -exclamó.

Rodolfo se encontraba ya en la orilla opuesta y avanzaba por la pradera.

Pasado un momento, Boulanger se detuvo, y cuando la vio desvanecerse en la sombra, con su blanco vestido, igual a un fantasma, fue tal su conmoción, que hubo de apoyarse en un árbol para no caer.

-¡Qué imbécil soy! -dijo lanzando un juramento espantoso-. Pero, ¡qué importa! ¡Ha sido una querida preciosa!

Y al punto la belleza de Emma, con todos los placeres de aquel amor, reaparecieron en su memoria. En un principio se enterneció; pero luego se revolvió contra ella.

-Porque, en resumidas cuentas -exclamaba gesticulando-, yo no puedo expatriarme y cargar con una criatura.

Se decía tales cosas para afirmarse más en sus propósitos.

-Y además, las molestias, los gastos... Nada, nada; ¡no y mil veces no! Sería un solemnísimo disparate.

 

Apenas llegó a casa, Rodolfo se sentó bruscamente a su mesa de despacho, bajo la cabeza de ciervo que, como trofeo, colgaba de la pared.

Pero, ya con la pluma entre los dedos, no se le ocurrió nada, de modo que, apoyándose en los dos codos, se puso a reflexionar. Emma le parecía alejada en un pasado remoto, como si la resolución que él había tomado acabase de poner entre los dos, de pronto, una inmensa distancia.

A fin de volver a tener en sus manos algo de ella, fue a buscar al armario, en la cabecera de su cama, una vieja caja de galletas de Reims donde solía guardar sus cartas de mujeres, y salió de ella un olor a polvo húmedo y a rosas marchitas. Primero vio un pañuelo de bolsillo, cubierto de gotitas pálidas. Era un pañuelo de ella, de una vez que había sangrado por la nariz, yendo de paseo; él ya no se acordaba. Cerca, tropezando en todas las esquinas, estaba la miniatura que le había dado Emma; su atavío le pareció pretencioso y su mirada de soslayo, del más lastimoso efecto; después, a fuerza de contemplar aquella imagen y de evocar el recuerdo del modelo, los rasgos de Emma se confundieron poco a poco en su memoria, como si el rostro vivo y el rostro pintado, frotándose el uno contra el otro, se hubieran borrado recíprocamente. Por fin leyó cartas suyas; estaban llenas de explicaciones relativas a su viaje, cortas, técnicas y apremiantes como cartas de negocios. Quiso ver de nuevo las largas, las de antes; para encontrarlas en el fondo de la caja, Rodolfo revolvió todas las demás; y maquinalmente se puso a buscar en aquel montón de papeles y de cosas, y encontró mezclados ramilletes, una liga, un antifaz negro, alfileres y mechones de pelo, castaños, rubios; algunos, incluso, enredándose en el herraje de la caja, se rompían cuando se abría.

Vagando entre sus recuerdos, examinaba la letra y el estilo de las cartas, tan variadas como sus ortografías. Eran tiernas o joviales,  chistosas, melancólicas; las había que pedían amor y otras que pedían dinero. A propósito de una palabra, recordaba caras, ciertos gestos, un tono de voz; algunas veces, sin embargo, no recordaba nada.

En efecto, aquellas mujeres, que acudían a la vez a su pensamiento, se estorbaban las unas a las otras y se empequeñecían, como bajo un mismo nivel de amor que las igualaba. Cogiendo, pues, a puñados las cartas mezcladas, se divirtió durante unos minutos dejándolas caer en cascadas, de la mano derecha a la mano izquierda. Finalmente, aburrido, cansado, Rodolfo fue a colocar de nuevo la caja en el armario diciéndose:

-¡Qué cantidad de cuentos!

Lo cual resumía su opinión; porque los placeres como escolares en el patio de un colegio, habían pisoteado de tal modo su corazón, que en él no crecía nada tierno, y lo que pasaba por

allí, más distraído que los niños, ni siquiera dejaba, como ellos, su nombre grabado en la pared.

-¡Bueno -se dijo-, empecemos!

Escribió:

«¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! Yo no quiero causar la desgracia de su existencia...»

«Después de todo, es cierto, pensó Rodolfo; actúo por su bien; soy honrado.»

«¿Ha sopesado detenidamente su determinación? ¿Sabe el abismo al que la arrastraba, ángel mío? No, ¿verdad? Iba confiada y loca, creyendo en la felicidad, en el porvenir... ¡ah!, ¡qué desgraciados somos!, ¡qué insensatos!»

Rodolfo se paró aquí buscando una buena disculpa.

«¿Si le dijera que toda mi fortuna está perdida?... ¡Ah!, no, y además, esto no impediría nada. Esto serviría para volver a empezar. ¡Es que se puede hacer entrar en razón a tales mujeres!» Reflexionó, luego añadió:

«No la olvidaré, puede estar segura, y siempre le profesaré un profundo afecto; pero un día, tarde o temprano, este ardor, tal es el destino de las cosas humanas, habría disminuido, sin duda. Nos habríamos hastiado, y quién sabe incluso si yo no hubiera tenido el tremendo dolor de asistir a sus remordimientos y de participar yo mismo en ellos, pues habría sido el responsable. Sólo pensar en sus sufrimientos me tortura. ¡Emma! ¡Olvídeme! ¿Por qué tuve que conocerla? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío!, ¡no, no, no culpe de ello más que a la fatalidad!»

«He aquí una palabra que siempre hace efecto -se dijo.»

«¡Ah!, si hubiera sido una de esas mujeres de corazón frívolo como tantas se ven, yo habría podido, por egoísmo, intentar una experiencia entonces sin peligro para usted. Pero esta exaltación deliciosa, que es a la vez su encanto y su tormento, le ha impedido comprender, adorable mujer, la falsedad de nuestra posición futura. Yo tampoco había reflexionado al principio, y descansaba a la sombra de esa felicidad ideal, como a la del manzanillo, sin prever las consecuencias.»

Va quizá a sospechar-se dijo-que es mi avaricia lo que me hace renunciar... ¡Ah!, ¡no importa!, ¡lo siento, hay que terminar!:

«El mundo es cruel, Emma. Donde quiera que estuviésemos nos habría perseguido. Tendría que soportar las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén, el ultraje tal vez. ¡Usted ultrajada!, ¡oh!... ¡Y yo que la quería sentar en un trono!, ¡yo que llevo su imagen como un talismán! Porque yo me castigo con el destierro por todo el mal que le he hecho. Me marcho. ¿Adónde? No lo sé, ¡estoy loco! ¡Adiós! ¡Sea siempre buena! Guarde el recuerdo del desgraciado que la ha perdido. Enseñe mi nombre a su hija para que lo invoque en sus oraciones.»

El pábilo de las dos velas temblaba. Rodolfo se levantó para ir a cerrar la ventana, y cuando volvió a sentarse:

-Me parece que está todo. ¡Ah! Añadiré, para que no venga a reanimarme: «Estaré lejos cuando lea estas tristes líneas; pues he querido escaparme lo más pronto posible a fin de evitar la tentación de volver a verla. ¡No es debilidad!

Volveré, y puede que más adelante hablemos juntos muy fríamente de nuestros antiguos amores. ¡Adiós!»

Y había un último adiós, separado en dos palabras: «¡A Dios!», lo cual juzgaba de muy buen gusto.

-¿Cómo voy a firmar, ahora? -se dijo-. ¿Su siempre fiel? ¿Su amigo? Sí, eso es: «Su amigo.»

Rodolfo releyó la carta. la encontró bien.

«¡Pobrecilla chica! -pensó enternecido-. Va a creerse más insensible que una roca; habrían hecho falta aquí unas lágrimas; pero no puedo llorar; no es mía la culpa.» Y echando agua en un vaso, Rodolfo mojó en ella su dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota, que hizo una mancha pálida sobre la tinta; después, tratando de cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor.

-Esto no pega en este momento... ¡Bah!, ¡no importa!

Después de lo cual, fumó tres pipas y fue a acostarse.


ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

1. ¿Qué siente Emma por Rodolfo? ¿Flaubert ridiculiza el amor de Emma Bovary? Justifica tu respuesta.

2. ¿Qué siente Rodolfo por Emma? ¿Crees que llegará a huir con ella? ¿Por qué?

3. ¿Cómo describirías a Emma Bovary? ¿Te parece una mujer que se encuentra emocionalmente estable? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

4. ¿Qué diferencias encuentras entre la actitud de Rodolfo y la de Emma, sobre la idea de escaparse? Explica.

5. ¿Qué opinas de la personalidad de Emma en este fragmento? Justifica tu respuesta

6. Esta obra pertenece al Realismo, sabiendo eso, ¿crees que el narrador se identifica o siente simpatía por alguno de los personajes? ¿Por qué? Explica.

7. ¿A qué hace referencia esta frase de Rodolfo: “¡Qué cantidad de cuentos!”? Explica.

8. ¿Qué piensas de la carta escrita por Rodolfo para Emma? ¿Crees que Rodolfo debió ser más sincero con Emma? Explica tu respuesta.

9. Qué infieres de esta parte: “«¡Pobrecilla chica! -pensó enternecido-. Va a creerse más insensible que una roca; habrían hecho falta aquí unas lágrimas; pero no puedo llorar; no es mía la culpa.» Y echando agua en un vaso, Rodolfo mojó en ella su dedo y dejó caer desde arriba una gruesa gota, que hizo una mancha pálida sobre la tinta; después, tratando de cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor”. Justifica tu respuesta.

10. ¿Qué opinas de este fragmento? Argumenta tu respuesta.


ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un diálogo realista sobre una pareja que esté discutiendo. No olvides definir muy bien la personalidad de cada uno de tus personajes.


Recurso extra: Realismo Francés: "Madame Bovary" de Gustave Flaubert:


jueves, 23 de septiembre de 2021

Fragmento de "Niebla" de Miguel de Unamuno con actividades de comprensión lectora

 

Niebla

(fragmento)

Miguel de Unamuno


Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultar conmigo, con el autor de este relato. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.

Cuando me anunciaron su visita, sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó frente a mí.

Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increíble; creí notar que se alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.

-¡Parece mentira! -repetía-. ¡Parece mentira! A no verlo, no lo creería... No sé si estoy despierto o soñando...

-Ni despierto ni soñando -le contesté.

-No me lo explico..., no me lo explico –añadió; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...

-Sí -le dije-. Tú -y recalqué ese con un tono autoritario-, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo (...) vienes a consultármelo.

El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.

-¡No te muevas! -le ordené.

-Es que..., es que... -balbuceó.

-Es qué tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.

-¿Cómo? -exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.

—Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? -le pregunté.

-Que tenga valor para hacerlo -me contestó.

-No -le dije-, ¡que esté vivo!

-¡Desde luego!

-¡Y tú no estás vivo!

-¿Cómo que no estoy vivo? ¿Es que me he muerto? -y empezó, sin darse cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.

-¡No, hombre, no! —le repliqué-. Te dije antes que no estabas despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.

-¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios! ¡Acabe de explicarse! -me suplicó consternado-. Porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.

-Pues bien; la verdad es, querido Augusto -le dije con la más dulce de mis voces-, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...

-¿Cómo que no existo? -exclamó.

-No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.

(…)

-Pero si yo, don Miguel...

-No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.

-Pero ¿no quedamos en que...?

-No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...

-Pero... por Dios...

-No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!

-¿Conque no, eh? –me dijo–, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...

-¿Víctima? –exclamé.

-¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!

Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.

Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. ¿Quién es el protagonista de esta novela? ¿Cómo es su personalidad?

2. ¿Por qué el protagonista deseaba suicidarse?

3. ¿Cuál es el elemento fantástico del fragmento? ¿Por qué? Fundamenta tu respuesta.

4. ¿Qué infieres del siguiente fragmento:
-¿Cómo que no existo? -exclamó.
-No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.” Fundamenta tu respuesta.

5. ¿Por qué Unamuno juega el papel de Dios en la obra?

6. ¿Qué significado simbólico tiene la palabra niebla en el fragmento?

7. ¿Por qué crees que Augusto desea vivir, si antes deseó suicidarse?

8. ¿Cómo reaccionarías si alguien te dice que “eres un personaje y no una persona”?

9. Qué infieres del siguiente fragmento: “–¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!” Fundamenta tu respuesta

10. ¿Cuál crees que es la palabra clave del fragmento? ¿Por qué?

11. Según tu opinión, ¿en qué nos parecemos a Augusto y en qué nos diferenciamos de él?

12. ¿Qué es lo que no nos permite ver la niebla?

13. ¿Cuál crees que es el propósito del autor de haber escrito esta novela?

14. A partir de lo leído, ¿qué es la vida y la muerte? Fundamenta tu respuesta

15. ¿Cuál es tu opinión del fragmento? Fundaméntala tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento en donde el protagonista se llega a encontrar con su autor (es decir, contigo). No olvides narrar tu historia atendiendo mucho a los detalles y ser muy creativo y original.


RECURSO EXTRA:

Resumen y análisis literario de “Niebla” de Miguel de Unamuno:



Cuento: "Matar a un niño" de Stig Dagerman con actividades de comprensión lectora

 

Matar a un niño

Stig Dagerman (Suecia, 1923-1954)


Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo, abrochándose la blusa. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día, en el tercer pueblo, un hombre feliz matará a un niño. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy darán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado del surtidor rojo de gasolina, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira por el visor de una máquina de fotos y ve un pequeño coche azul y, a su lado, a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de gasolina ajusta la tapa del depósito y les asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, la muchacha, en el asiento delantero, oye lo que él dice; cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el automóvil se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y goza del brillo y del olor a gasolina y a ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.

Pero, al mismo tiempo que en el primer pueblo el hombre cierra la puerta izquierda del coche y tira del botón de arranque, en el tercer pueblo la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que se ha abrochado la camisa y que se ha atado los cordones de los zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre la hierba. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la leche y las moscas. Sólo falta el azúcar, y la madre ordena a su hijo que corra a casa de los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, el padre le grita que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán hasta tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos de vida y que el bote permanecerá allí en donde está, todo el día y muchos otros días. No está lejos la casa de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño coche azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en la cocina con las tazas de café levantadas y observan al coche venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla el verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los suaves botes del coche, sueña en lo terso que estará.

¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar con el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?

Después, todo es demasiado tarde. Después, hay un coche azul cruzado en el camino, y una mujer que grita, retira la mano de la boca y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beberse el café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.

Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e, igualmente, cura muy mal la congoja del hombre feliz, que lo mató.

Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue culpa suya. Pero sabe que esto es mentira, y en los sueños de muchas noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para “hacer este solo minuto diferente”.

Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

 

ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN

1.     Realiza un breve resumen del cuento en 6 líneas

2.     ¿Quién es el protagonista? ¿Cómo es?

3.     En una palabra, ¿cuál es el tema del texto? Explica tu respuesta en 3 líneas

4.  Según tu capacidad deductiva, ¿qué relación hay entre el título y el contenido del cuento? Fundamenta tu respuesta en 6 líneas

5.     ¿Cuáles son las dos historias paralelas?

6.     ¿Qué infieres del párrafo que está en negrita en el texto? Fundamenta tu respuesta

7.     El accidente que sucede en el cuento, ¿es intencional o accidental? ¿Por qué?

8.     ¿Cuál crees que es el mensaje del cuento? Fundamenta tu respuesta

9.     ¿Qué infieres acerca del final del cuento? Fundamenta tu respuesta

10.   ¿Qué opinas del cuento? Fundamenta tu respuesta en 5 líneas

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1.   Redacta un cuento donde se presente una situación imprudente: un atropello, un incendio, un atentado, etc. No olvides ser creativo y original.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Cuento de terror "La lotería" de Shirley Jackson con actividades de comprensión lectora

 

La lotería

Shirley Jackson


La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.

-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.

-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?

-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?

-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.

-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.

-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?

-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.

-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.

-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark… Delacroix…

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.

-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».

-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.

-Harburt… Hutchinson…

-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.

-Jones…

-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:

-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.

-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.

-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.

-Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…

-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.

-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.

-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.

-Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.

-Zanini…

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

-Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

-¿Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.

-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!

-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:

-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.

-¡Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.

-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.

Consultó su siguiente lista y añadió:

-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?

-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!

-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.

-No ha sido justo -insistió Tessie.

-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.

-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?

-Sí -respondió Bill Hutchinson.

-¿Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.

-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.

-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.

-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

-¡Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.

-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.

-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.

El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.

-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.

-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.

-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.

-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.

El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.

-Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.

-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.

-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

-Vamos -le dijo-. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

-¡No es justo! -exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.

-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

 

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿En qué consistía la lotería?

2. ¿Por qué la gente del pueblo acepta participar en la lotería y volverse unos contra otros? Justifica tu respuesta.

3. ¿Quién dirigía la lotería? ¿Por qué crees que lo hacía?

4. ¿Por qué nadie quería cambiar la caja negra?

5. ¿Quién era la señora Hutchinson?

6. ¿Qué opinas de la respuesta que le da el viejo Warner al señor Adams cuando este le dijo: "Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería"? Explica tu respuesta.

7. ¿Por qué muchos del pueblo, aunque no quieren participar de la lotería, terminan participando de ella? Explica tu respuesta.

8. ¿Por qué la gente no cuestiona la lotería? Explica tu respuesta.

9. ¿Qué pasó al final de este cuento? ¿Te pareció justo? ¿Qué crees que debió suceder? ¿Qué sentiste al leer el final?

10. ¿Qué significado tiene la palabra "lotería" en este cuento? ¿Por qué?

11. ¿Cuál crees que fue la intención de Shirley Jackson al ofrecernos este cuento?

12. ¿Qué opinas de este cuento? Justifica tu respuesta.