sábado, 13 de noviembre de 2021

Cuento "El hombre a quien maté" de Tim O´Brien con actividades de comprensión lectora

 

El hombre a quien maté

 Tim O´Brien


Tenía la mandíbula en la garganta, el labio y los dientes superiores habían desaparecido, un ojo estaba cerrado, el otro era un agujero en forma de estrella, sus cejas eran finas y arqueadas como las de una mujer, su nariz estaba intacta, había una gota leve en el lóbulo de una oreja, su limpio pelo negro caía hacia atrás hasta formar un remolino en la parte posterior del cráneo, su frente tenía algunas pecas, sus uñas estaban limpias, la piel de su mejilla izquierda estaba arrancada en tres tiras desiguales, su mejilla derecha era suave y lampiña, había una mariposa posada en su mentón, su cuello estaba abierto hasta la médula espinal, y allí la sangre era densa y brillante; ésa era la herida que le había matado. Estaba tendido boca arriba en medio del sendero, un joven delgado, muerto, casi delicado.

Tenía piernas huesudas, cintura estrecha, dedos largos y elegantes. Tenía el pecho hundido y poco musculoso; un estudiante, tal vez. Sus muñecas eran las muñecas de un niño. Llevaba camisa negra, amplios pantalones orientales negros, una canana gris, un anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Sus sandalias de goma habían volado. Una estaba junto a él, la otra unos metros más allá, en el sendero. Tal vez había nacido en 1946 en la aldea de My Khe, cerca de la costa central de la provincia de Quang Ngai, donde sus padres trabajaban la tierra, y donde su familia había vivido durante varios siglos, y donde, durante la época de los franceses, su padre y dos tíos y muchos vecinos se habían unido a la lucha por la independencia. No era comunista. Era ciudadano y soldado. En la aldea de My Khe, como en toda Quang Ngai, la resistencia patriótica tenía la fuerza de la tradición, que era en parte la fuerza de la leyenda, y desde la más tierna infancia el hombre a quien maté había oído historias sobre las heroicas hermanas Trung y la famosa derrota que Tran Hung Dao infligió a los mongoles y la victoria final de Le Loi contra los chinos en Tot Dong. Le habían enseñado que defender su tierra era el deber más alto y el mayor privilegio de un hombre. Lo aceptaba. Nunca fue amigo de discutir. Secretamente, sin embargo, también le daba miedo. No tenía madera de soldado. Tenía mala salud, su cuerpo era pequeño y frágil. Le gustaban los libros. Quería ser profesor de matemáticas algún día. Por la noche, tendido sobre la estera, no podía imaginarse llevando a cabo los actos va­lientes de su padre, o de sus tíos, o de los héroes de las historias. Esperaba de todo corazón que nunca le pusieran a prueba. Esperaba que los norteamericanos se fueran. Pronto, esperaba. Seguía esperando y esperando, siempre, incluso cuando dormía.

-¡Vaya, hombre, has jodido al que te quería joder! -dijo Azar-. ¡Lo has desparramado por completo, fíjate en lo que has hecho, lo has desparramado como si fuera un jodido huevo!

-Vete -dijo Kiowa.

-¡Sólo estoy diciendo la verdad! ¡Como un jodido huevo!

-Vete -repitió Kiowa.

-De acuerdo, entonces; me largo -dijo Azar. Empezó a apartarse, después se detuvo y dijo-: Como un jodido huevo, ¿sabes? ¡Si hay categorías de muertos, este tío es de primera!

Sonriendo de su propia agudeza, se encogió de hombros y enfiló el sendero hacia la aldea que estaba tras los árboles.

Kiowa se agachó.

-Olvídate de esa bestia -dijo. Abrió la cantimplora y me la tendió por un momento y después suspiró y la retiró-. ¡No le des más vueltas, hombre! ¿Qué otra cosa podías hacer?

Más tarde Kiowa dijo:

-Hablo en serio. Nadie podía hacer nada. Vamos, Tim, deja de mirar así.

El cruce de senderos estaba sombreado por una hilera de árboles y altos arbustos. El delgado muchacho estaba tendido con las piernas a la sombra. Su mandíbula estaba en la garganta. Un ojo estaba cerrado y el otro tenía un agujero en forma de estrella.

Kiowa le echó un vistazo al cuerpo.

-Está bien, déjame hacerte una pregunta -dijo-. ¿Te gustaría cambiarte con él? Ponte en su lugar: ¡te gustaría? Contéstame francamente.

El agujero en forma de estrella era rojo y amarillo. La parte amarilla parecía ir ampliándose, desplegándose hacia el centro de la estrella. El labio superior, la encía y los dientes habían desaparecido. La cabeza del hombre estaba acomodada en un ángulo insólito, como si el cuello se hubiera soltado, y su cuello estaba mojado de sangre.

-Piénsalo -dijo Kiowa.

Después, más tarde, dijo:

-Tim, es una guerra. El tío ese no era Heidi: tenía un arma, ¿correcto? Es duro, desde luego, pero tienes que dejar de mirar. Después dijo:

-Tal vez lo mejor sería que te tumbaras unos minutos.

Después de un largo rato de silencio dijo:

-Tómatelo con calma. Ve adonde el espíritu te lleve.

La mariposa se estaba abriendo camino a lo largo de la frente del muchacho, que estaba salpicada de pequeñas pecas oscuras. La nariz estaba intacta. La piel de la mejilla derecha era suave y tersa y lampiña. De aspecto frágil, huesos delicados, el joven nunca había querido ser soldado y en lo más hondo de su corazón había temido comportarse mal en la batalla. Incluso cuando era un muchacho que crecía en la aldea de My Khe se había preocupado a menudo por eso. Se imaginaba cubriéndose la cabeza y tendido en un agujero profundo y cerrando los ojos y quedándose inmóvil hasta que la guerra terminara. No tenía estómago para la violencia. Le encantaban las matemáticas. Sus cejas eran finas y arqueadas como las de una mujer, y en la escuela los muchachos a veces se burlaban de él por lo hermoso que era, con sus cejas arqueadas y sus dedos largos y elegantes, y en el patio de recreo imitaban el modo de caminar de una mujer y se mofaban de su piel tersa y su amor por las matemáticas. No era capaz de pelear con ellos. A menudo deseaba hacerlo, pero le daba miedo, y eso aumentaba su vergüenza. Si no se atrevía a pelear con chicos, pensaba, ¿cómo podría ser soldado y luchar contra los norteamericanos con sus aviones y sus helicópteros y sus bombas? No parecía posible. En presencia de su padre y sus tíos, fingía estar ansioso por cumplir con su deber patriótico, que era además un privilegio, pero por la noche rezaba con su madre para que la guerra terminara pronto. Por encima de todo, temía ser una deshonra para sí mismo, y por lo tanto para su familia y su aldea. Pero todo lo que podía hacer era esperar y rezar y tratar de no crecer demasiado deprisa.

-Escúchame -dijo Kiowa-. Te sientes muy mal, lo sé.

Después dijo:

-Está bien, tal vez no lo sé.

A lo largo del sendero había pequeñas flores azules, como campanillas. La cabeza del muchacho estaba torcida de costado, pero sin llegar a mirar de frente a las flores, y aunque se encontraba a la sombra, un rayo de luz solar refulgía contra la hebilla de su canana. Su mejilla izquierda estaba pelada hacia atrás en tres tiras desiguales. Las heridas del cuello aún no se habían coagulado, lo que le hacía parecer animado incluso en la muerte, pues la sangre se desparramaba por la camisa.

Kiowa sacudió la cabeza.

Hubo un largo silencio antes de que dijera:

-Deja de mirar.

Las uñas del muchacho estaban limpias. Había una gota leve en el lóbulo de una oreja, una salpicadura de sangre en el antebrazo. Llevaba un anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Tenía el pecho hundido y poco musculoso: un estudiante, tal vez. Durante años, a pesar de la pobreza de su familia, el hombre a quien maté había estado decidido a continuar sus estudios de matemáticas. Los medios para ello tal vez se habían arreglado mediante los cuadros del movimiento de liberación de la aldea, y en 1964 el joven empezó a asistir a clases en la Universidad de Saigón, en donde evitó la política y prestó atención a los problemas de cálculo. Se dedicó al estudio. Pasaba las noches solo, escribía poemas románticos en su diario íntimo, gozaba de la gracia y la belleza de las ecuaciones diferenciales. Sabía que la guerra, al fin, le llamaría, pero por el momento procuraba no pensar. Había dejado de rezar; en vez de eso, ahora esperaba. Y mientras esperaba, en el último año de universidad, se enamoró de una compañera de estudios, una muchacha de diecisiete años, que un día le dijo que sus muñecas eran como las muñecas de un niño, pequeñas y delicadas, y que admiraba su cintura estrecha y el remolino que se alzaba como la cola de un pájaro en la parte posterior de su cabeza. Le gustaba el modo sereno de ser del muchacho, se reía de sus pecas y de sus piernas huesudas. Una noche, tal vez, intercambiaron anillos de oro.

Ahora un ojo era una estrella.

-¿Estás bien? -dijo Kiowa.

El cuerpo estaba casi por entero en la sombra. Había jejenes en su boca, y partículas de polen vagaban encima de su nariz. Había dejado de sangrar, salvo las heridas del cuello. La mariposa se había ido.

Kiowa recogió las sandalias de goma y las limpió, después se agachó para registrar el cuerpo. Encontró una bolsita de arroz, un peine, un cortaúñas, unas pocas piastras sucias, una instantánea de una muchacha de pie ante una motocicleta. Kiowa colocó aquellos objetos en su mochila junto con la canana gris y las sandalias de goma.

Después se agachó.

-Te diré la pura verdad -dijo-. El tío este estaba muerto en cuanto pisó el sendero. ¿Me entiendes? Todos le teníamos en el punto de mira. Una buena presa: arma, munición, todo… -Minúsculas gotas de sudor brillaban en la frente de Kiowa. Sus ojos pasaron del cielo al cuerpo del hombre muerto y a los nudillos de su propia mano-. Así que, escucha, ¡tienes que recobrarte, diablos! No puedes quedarte sentado aquí todo el día.

Más tarde dijo:

-¿Entiendes?

Después dijo:

-Cinco minutos, Tim. Cinco minutos más y seguimos adelante.

En el ojo cerrado se operó una curiosa transformación: pasó del rojo al amarillo. La cabeza estaba torcida de costado, como si el cuello se hubiera soltado, y el muchacho muerto parecía estar mirando un objeto lejano más allá de las flores como campanillas del sendero. La sangre del cuello se había vuelto de un profundo negro purpúreo. Uñas limpias, cabello limpio: había sido soldado un solo día. Después de sus años en la universidad, el hombre a quien maté regresó con su esposa -se acababan de casar- a la al­dea de My Kbe, donde se alistó como soldado raso en el 48 batallón del Vietcong. Sabía que no tardaría en morir. Sabía que vería un relámpago de luz. Sabía que caería muerto y despertaría en las historias de su aldea y de su pueblo.

Kiowa cubrió el cuerpo con un poncho.

-¡Vaya, Tim, tienes mejor aspecto! -dijo-. No hay duda al respecto. Todo lo que necesitabas era tiempo: un poco de permiso mental.

Después dijo:

-Chico, lo siento.

Después, más tarde, dijo:

-¿Por qué no me hablas?

Después dijo:

-¡Venga, hombre, háblame!

Era un muchacho delgado, muerto, casi delicado, de unos veinte años. Estaba tendido con una pierna doblada debajo de él, la mandíbula en la garganta, la cara ni expresiva ni inexpresiva. Un ojo estaba cerrado. El otro era un agujero en forma de estrella.

-¡Háblame! -dijo Kiowa.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Por qué el cuento inicia con una descripción? Explica tu respuesta.

2. ¿Cómo se siente el protagonista al matar al soldado enemigo? ¿Qué nos revela ese sentimiento? Explica tu respuesta.

3. ¿Por qué crees Kiowa se burla del muerto?

4. ¿Por qué la descripción del cadáver del soldado enemigo es tremendamente significativa en este cuento? Justifica tu respuesta.

5. Qué piensas de la pregunta de Kiowa que le hace al protagonista: "¿Te gustaría cambiarte con él?". ¿Crees que su punto de vista es razonable? ¿Por qué?

6. A qué hace referencia esta frase: "Sabía que caería muerto y despertaría en las historias de su aldea y de su pueblo". Explica tu respuesta.

7. ¿Qué podemos inferir del final del cuento? Explica tu respuesta.

8. Este cuento nos habla de la brutalidad de la guerra de Vietnam y de toda guerra en general. Según tu postura, ¿crees que las guerras son inevitables? ¿Por qué? Justifica tu punto de vista.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Cuento "El chico que amaba una tumba" de Fitz James O’Brien con actividades de comprensión lectora

 

El chico que amaba una tumba

Fitz James O’Brien


Muy lejos, allá en el corazón de un lejano país, había un viejo y solitario cementerio. Ya no se enterraba allí a los muertos, pues estaba abandonado desde hacía mucho tiempo. Su hierba crecida alimentaba ahora algunas cabras que trepaban por el muro ruinoso y vagaban por aquel triste desierto de tumbas. El camposanto estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos y la puerta de hierro oxidado, rara vez abierta, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si algún alma perdida, condenada a vagar en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible encarcelamiento.

En este cementerio había una tumba distinta de las demás. La lápida no tenía nombre, pero en su lugar aparecía la tosca escultura de un sol saliendo del mar. La tumba, muy pequeña y cubierta de una espesa capa de retama y ortigas, podría ser, por su tamaño, la de un niño de pocos años.

No muy lejos del viejo cementerio, vivía con sus padres un chico en una mísera casa; era un muchacho soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los otros niños del barrio, pues le gustaba corretear por los campos, recostarse a la orilla del río para ver caer las hojas en el murmullo de las aguas y mecer los lirios sus blancas cabezas al compás de la corriente. No era de extrañar que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran malas personas que bebían y discutían todo el día y toda la noche, y los ruidos de sus peleas llegaban en las tranquilas noches de verano hasta los vecinos que vivían en la aldea debajo de la colina.

El muchacho estaba aterrorizado con estas horribles disputas y su alma joven se encogía cada vez que oía los juramentos y los golpes en la pobre casa, así que solía correr por los campos en donde todo parecía tan tranquilo y tan puro, y hablar con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos.

De este modo, llegó a frecuentar el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas semienterradas, deletreando los nombres de las personas que habían partido de la tierra años y años atrás.

Sin embargo, la pequeña tumba sin nombre y olvidada le atrajo más que todas las demás. La extraña y misteriosa imagen de la salida del sol sobre el mar le producía asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la furia de sus padres lo arrojaba de su casa, solía dirigirse allí, sentarse sobre la espesa hierba y pensar quién podría estar enterrado debajo de ella.

Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto que la adornó según su gusto infantil. Arrancó las retamas, las ortigas y la maleza que crecían sombrías sobre ella, y recortó la hierba hasta que empezó a crecer espesa y suave como la alfombra de los cielos. Después trajo prímulas de los verdes campos, flores blancas de espino, rojas amapolas de los maizales, campanillas azules del corazón del bosque, y las plantó alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles de mimbre plateado trenzó un simple cerco alrededor y raspó el musgo que cubría toda la tumba hasta dejarla como si fuera la de una hermosa hada.

Entonces quedó muy satisfecho. Durante los largos días de verano, se tendía sobre la tumba, abrazando el hinchado montículo, mientras que el suave viento jugaba a su alrededor y tímidamente acariciaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a veces alguno de ellos venía y le proponía participar en sus juegos, pero él lo miraba con sus tranquilos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho, impresionado, se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico que amaba una tumba.

Era cierto, él amaba aquel cementerio más que cualquier juego. Se sentía muy a gusto con la quietud del lugar, el aroma de las flores silvestres y los rayos dorados cayendo entre los árboles y jugueteando sobre la hierba. Permanecía horas recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando navegar las nubes blancas y preguntándose si serían las almas de las buenas personas camino del hogar celestial. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y fuego, pensaba en su casa y en sus malos padres y se dirigía a la tumba y recostaba su mejilla contra ella como si fuera su hermano mayor.

Así fue pasando el verano hasta convertirse en otoño. Los árboles estaban tristes y temblaban al acercarse el tiempo en que el viento feroz les arrebataría sus capas, y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros desnudos. Las prímulas se pusieron pálidas y se marchitaron, pero en sus últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: “No llores por nosotros, regresaremos de nuevo el año que viene”. Pero la tristeza de la temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno, y a menudo mojaba la pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un amigo que está a punto de partir.

Una tarde, hacia el final del otoño, cuando el bosque estaba marrón y sombrío, y el viento sobre la colina parecía aullar amenazador, el chico, sentado junto a la tumba, oyó chirriar la vieja puerta al girar sobre sus oxidados goznes, y mirando por encima de la lápida vio acercarse una extraña procesión. Eran cinco hombres: dos llevaban lo que parecía ser una caja larga cubierta con un paño negro, otros dos llevaban picas en las manos y el quinto, un hombre alto de rostro consternado, envuelto en una capa larga, caminaba al frente. Cuando el chico vio andar a estos hombres de un lado a otro por el cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las inscripciones semiborradas, su corazón casi dejó de latir y se encogió, lleno de terror, detrás de la piedra gris.

Los hombres caminaban de un lado a otro, con el hombre alto en cabeza, buscando concienzudamente entre la hierba y de vez en cuando se detenían para consultar entre ellos. Finalmente el hombre que los dirigía encontró la pequeña tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse y su luz bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces hizo señas a sus compañeros. “La encontré -dijo-, es aquí”. Los demás se acercaron y los cinco hombres quedaron parados contemplando la tumba. El pequeño, detrás de la piedra, apenas respiraba.

Los dos hombres que llevaban la caja la apoyaron en la hierba, quitaron el paño negro y el chico vio entonces un pequeño ataúd de ébano brillante con adornos plateados y en la cubierta, labrada también en plata, la escultura familiar de un sol saliendo del mar.

“Ahora, ¡a trabajar!” dijo el hombre alto y, al momento, los dos que llevaban picas y palas se pusieron a cavar en la pequeña tumba. El chico pensó que se le rompería el corazón y ya no pudo contenerse, se arrojó sobre el montículo y exclamó sollozando:

“¡Oh, señor! ¡No toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único querido que tengo en el mundo! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo, y es como si fuera mi hermano. La cuido y mantengo la hierba cortita y gruesa, y le prometo que, si me la dejan, el año que viene plantaré aquí las más bellas flores de la colina.”

“¡Calla, hijo, no seas tonto!”, respondió el hombre de rostro serio. “Es una tarea sagrada la que debo realizar; el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus antepasados vivían en palacios. No es apropiado que sus huesos reposen en un terreno común y abandonado. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para depositarlos en bóvedas de pórfido y mármol. Por favor -dijo a los hombres-, apártenlo y sigan con su trabajo.”

Los hombres separaron al chico, lo dejaron cerca sobre la hierba sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en la tumba. El chico, a través de sus lágrimas, vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd de ébano; oyó cerrarse la tapa de la caja y vio cómo las palas volvían a poner la tierra negra en la tumba vacía, y se sintió robado. Los hombres levantaron el ataúd y se fueron por donde habían venido. El portón chirrió una vez más sobre sus goznes y el chico quedó solo.

Regresó a su casa en silencio y sin lágrimas, pálido como un fantasma. Cuando se acostó en la cama llamó a su padre y le dijo que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la pequeña tumba que tenía una lápida gris con un sol naciendo del mar esculpido sobre ella. El padre se rió y le dijo que se durmiera; pero cuando llegó la mañana el niño estaba muerto.

Lo enterraron en donde él había deseado y cuando el césped estuvo alisado y el cortejo fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo, mirando la pequeña tumba.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. ¿Por qué el narrador inicia su relato presentándonos un viejo cementerio?

2. ¿A quién pertenecía la tumba que era distinta en el cementerio?

3. ¿Cómo era la personalidad del niño que vivía en una mísera casa?

4. ¿Por qué la vida del niño era triste y solitaria?

5. ¿Por qué el niño comenzó a frecuentar el antiguo cementerio?

6. ¿Por qué crees que el niño empezó a amar la pequeña tumba que tenía la imagen de la salida del sol sobre el mar?

7. ¿Qué pasó una tarde, hacia el final del otoño?

8. ¿Por qué el niño no quería que los hombres tocasen la tumba?

9. ¿Qué significa este fragmento final del cuento: "esa noche apareció una nueva estrella en el cielo, mirando la pequeña tumba? Explica tu respuesta.

10. ¿Qué opinas del final de este cuento?

11. ¿Qué opinas del protagonista de este cuento? ¿Estás de acuerdo con la manera en cómo terminó? ¿Por qué?

12. Infiere: En una palabra o frase ¿cuál es el tema que aborda este cuento? Explica tu respuesta.

13. Infiere: ¿qué puede simbolizar la tumba a la que tanto amaba el niño? Justifica tu respuesta.

14. ¿Qué otro final le darías a esta historia? Explícala con tus propias palabras.

 

ACTIVIDAD CREATIVA

Crea un cuento cuyo protagonista sea un niño y que haga referencia al tema de este cuento.

Cuento "Emma Zunz" de Jorge Luis Borges con actividades de comprensión lectora

 

Emma Zunz

Jorge Luis Borges


El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

          Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

          En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

          No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

          El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

          Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

          ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

          Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

          La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

          Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

          Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

          Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

          La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

1. En este cuento, la protagonista, Emma Zunz, se entera del suicidio de su padre motivado por una injusta acusación de latrocinio. El autor de este robo es el dueño de la fábrica en la que Emma trabaja. ¿En qué momento la protagonista planea su venganza?

2. Explica en tus propias palabras en qué consiste la venganza de Emma.

3. ¿Qué importancia tiene Loewenthal con la vida presente de Emma?

4. ¿Qué secreto guarda Emma? ¿Qué otra persona sabía del secreto además del padre y de Emma?

5. ¿Cómo evita Emma ser inculpada de la muerte de Loewenthal?

6. Entre los aspectos más terribles de su plan, la protagonista tiene relaciones con un marinero desconocido que solo estaría una noche en la ciudad. ¿Por qué lo hace?

7. Explica en tus propias palabras esta expresión referida a ese marinero: «El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia».

8. Interpreta: Qué quiere decir el autor en esta frase “…comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin”.

9. ¿Cuál crees que es la palabra clave del texto? Explica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento policiaco cuyo tema gire en torno a la venganza. Tu historia deberá estar en tercera persona con un narrador omnisciente.

martes, 9 de noviembre de 2021

Cuento "La botella de chicha" de Julio Ramón Ribeyro con actividades de comprensión lectora

 

La botella de chicha

Julio Ramón Ribeyro


En una ocasión tuve necesidad de una pequeña suma de dinero y como me era imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí hacer una pesquisa por la despensa de mi casa, con la esperanza de encontrar algún objeto vendible o pignorable. Luego de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en un almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se trataba de una chicha que hacía más de quince años recibiéramos de una hacienda del norte y que mis padres guardaban celosamente para utilizarla en un importante suceso familiar. Mi padre me había dicho que la abriría cuando yo «me recibiera de bachiller». Mi madre, por otra parte, había hecho la misma promesa a mi hermana, para el día «que se casara». Pero ni mi hermana se había casado ni yo había elegido aún qué profesión iba a estudiar, por lo cual la chicha continuaba durmiendo el sueño de los justos y cobrando aquel inapreciable valor que dan a este género de bebidas los descansos prolongados.

Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación. Luego de un paciente trabajo logré cortar el alambre y extraer el corcho, que salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para probar su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la necesitara para un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pequeña pipa de barro, me dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a mitad del camino un escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía abandonada sobre la mesa y lo menos que podía hacer era restituirla a su antiguo lugar para disimular en parte las trazas de mi delito. Regresé a casa y para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con una buena medida de vinagre, la alambré, la encorché y la acosté en su almohadón.

Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo.

—Fíjate lo que tengo —dije mostrándole el recipiente—. Una chicha de jora de veinte años. Sólo quiero por ella treinta soles. Está regalada.

Don Eduardo se echó a reír.

—¡A mí!, ¡a mí! —exclamó señalándose el pecho—. ¡A mí con ese cuento! Todos los días vienen a ofrecerme chicha y no sólo de veinte años atrás. ¡No me fío de esas historias! ¡Como si las fuera a creer!

—Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás.

—¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que traen a vender terminaría el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete de aquí! Puede ser que en otro lado tengas más suerte.

Durante media hora recorrí todas las chicherías y bares de la cuadra. En muchos de ellos ni siquiera me dejaron hablar. Mi última decisión fue ofrecer mi producto en las casas particulares pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la servidumbre. El único señor que se avino a recibirme me preguntó si yo era el mismo que el mes pasado le vendiera un viejo burdeos y como yo, cándidamente, le replicara que sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a desaparecer en la forma menos cordial.

Humillado por este incidente, resolví regresar a mi casa. En el camino pensé que la única recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la botella de chicha. Pero luego consideré que mi conducta sería egoísta, que no podía privar a mi familia de su pequeño tesoro solamente por satisfacer un capricho pasajero, y que lo más cuerdo sería verter la chicha en su botella y esperar, para beberla, a que mi hermana se casara o que a mí pudieran llamarme bachiller.

Cuando llegué a casa había oscurecido y me sorprendió ver algunos carros en la puerta y muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocultar la pipa de barro tras una pila de periódicos.

—¿Eres tú el que anda por allí? —preguntó mi madre, encendiendo la luz—. ¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta? ¡Anda a saludarlo! ¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre!, que ha preguntado por ti.
Cuando ingresé a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Apenas pude abrazar a mi hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho. «Cuando tu hermano regrese», era otra de las circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también otras personas y la botella y minúsculas copas pues una bebida tan valiosa necesitaba administrarse como una medicina.

—Ahora que todos estamos reunidos —habló mi padre—, vamos al fin a poder brindar con la vieja chicha. —Y agració a los invitados con una larga historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.

La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra improvisación y llegado el momento del brindis observé que las copas se dirigían a los labios rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes exclamaciones de placer.

—¡Excelente bebida!

—¡Nunca he tomado algo semejante!

—¿Cómo me dijo? ¿Treinta años guardada?

—¡Es digna de un cardenal!

—¡Yo que soy experto en bebidas, le aseguro, don Bonifacio, que como ésta ninguna!

Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió:

—Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa con ocasión de mi llegada.

El único que, naturalmente, no bebió una gota, fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.

Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara a mi padre si no tenía por allí otra botellita escondida.

—¡Oh, no! —replicó—. ¡De estas cosas sólo una! Es mucho pedir

Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados, que me creí en la obligación de intervenir.

—Yo tengo por allí una pipa con chicha.

—¿Tú? —preguntó mi padre, sorprendido.

—Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla… Dijo que era muy antigua.

—¡Bah! ¡Cuentos!

—Y yo se la compré por cinco soles.

—¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta!

—A ver, la probaremos —dijo mi hermano—. Así veremos la diferencia.

—Sí, ¡que la traiga! —pidieron los invitados.

Mi padre, al ver tal expectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo me precipité hacia la cocina. Luego de extraer la pipa bajo el montón de periódicos, regresé a la sala con mi trofeo entre las manos.

—¡Aquí está! —exclamé, entregándosela a mi padre.

—¡Hum! —dijo él, observando la pipa con desconfianza—. Estas pipas son de última fabricación. Si no me equivoco, yo compré una parecida hace poco. —Y acercó la nariz al recipiente—. ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado. —Y para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y después de hacer una mueca de repugnancia, la pasaban a su vecino.

—¡Vinagre!

—¡Me descompone el estómago!

—Pero ¿es que esto se puede tomar?

—¡Es para morirse!

Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de calle.

—Ya te lo decía. ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que se hace con esto!

Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó la pipa a la calle, por encima del muro. Un ruido de botija rota estalló en un segundo. Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta por el jardín y mientras mi padre se frotaba las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la acera pública, nuestra chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromisos, yacía extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil la pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su superficie; un perro se acercó, la olió y la meó.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. El engaño es uno de los grandes temas del cuento. Explica cómo se manifiesta.

2. ¿Quién es el protagonista? ¿Cómo es?

3. ¿Por qué el protagonista coge la botella de chica de sus padres?

4. ¿Qué acontecimiento se podría considerar como nudo en el cuento? ¿Por qué?

5. ¿Por qué crees que el protagonista se refiere a la botella de chicha como un “pequeño tesoro”?

6. ¿Por qué el protagonista no tuvo éxito la venta de chicha?

7. ¿Qué hizo con la botella de chicha luego de no poder venderla?

8. ¿Crees que, en algún momento de la historia, el protagonista siente arrepentimiento? Explica tu respuesta.

9. ¿Qué representa simbólicamente la botella de chicha? Fundamenta tu respuesta.

10. ¿Por qué crees que los invitados cuando están frente a la verdadera chicha, reaccionan como si fuera vinagre? ¿Qué crees que influyó en ellos?

11. ¿Qué opinas del final de este cuento? ¿Por qué?

12. ¿Por qué crees que el autor escribió este cuento? Justifica tu respuesta

13. Escribe el significado de las siguientes expresiones:

a.  Ánima de una escopeta

b.  Durmiendo el sueño de los justos

c.  Un escrúpulo me asaltó

d.  Disimular en parte las trazas de mi delito

e.  Quedarse con la miel en los labios

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Escribe un cuento cuya trama gire en torno a un objeto (como en la botella de chicha) que sea simbólico para alguien o para un grupo de personas. No olvides que la extensión es una cara y debes ser muy original.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Cuento de ciencia ficción "Factor clave" de Isaac Asimov con actividades de comprensión lectora

 

Factor clave

Isaac Asimov


Jack Weaver salió de las entrañas de Multivac cansado y malhumorado.

-¿Nada? -le preguntó Todd Nemerson desde el taburete donde mantenía su guardia permanente.

-Nada -contestó Weaver-. Nada, nada, nada. Nadie puede descubrir qué pasa.

-Excepto que no funciona, querrás decir.

-Tú no eres una gran ayuda, ahí sentado.

-Estoy pensando.

-¡Pensando!

Weaver entreabrió una comisura de la boca, mostrando un colmillo. Nemerson se removió con impaciencia en el taburete.

-¿Por qué no? Hay seis equipos de técnicos en informática merodeando por los corredores de Multivac. No han obtenido ningún resultado en tres días. ¿No puedes dedicar una persona a pensar?

-No es cuestión de pensar. Tenemos que buscar. Hay un relé atascado en alguna parte.

-No es tan simple, Jack.

-¿Quién dice que sea simple? ¿Sabes cuántos millones de relés hay aquí?

-Eso no importa. Si sólo fuera un relé, Multivac tendría circuitos alternativos, dispositivos para localizar el fallo y capacidad para reparar o sustituir la pieza defectuosa. El problema es que Multivac no sólo no responde a la pregunta original, sino que se niega a decirnos cuál es el problema. Y entre tanto cundirá el pánico en todas las ciudades si no hacemos algo. La economía mundial depende de Multivac, y todo el mundo lo sabe.

-Yo también lo sé. ¿Pero qué se puede hacer?

-Te lo he dicho. Pensar. Sin duda hemos pasado algo por alto. Mira, Jack, durante cien años los genios de la informática se han dedicado a hacer a Multivac cada vez más complejo. Ahora puede hacer de todo, incluso hablar y escuchar. Es casi tan complejo como el cerebro humano. No entendemos el cerebro humano; ¿cómo vamos a entender a Multivac?

-Oh, cállate. Sólo te queda decir que Multivac es humano.

-¿Por qué no? -Nemerson se sumió en sus reflexiones-. Ahora que lo dices, ¿por qué no? ¿Podríamos asegurar si Multivac ha atravesado la fina línea divisoria en que dejó de ser una máquina para comenzar a ser humano? ¿Existe esa línea divisoria? Si el cerebro es apenas más complejo que Multivac y no paramos de hacer a Multivac cada vez más complejo, ¿no hay un punto donde...?

Dejó la frase en el aire. Weaver se puso nervioso.

-¿Adónde quieres llegar? Supongamos que Multivac sea humano. ¿De qué nos serviría eso para averiguar por qué no funciona?

-Por una razón humana, quizá. Supongamos que te preguntaran a ti el precio más probable del trigo en el próximo verano y no contestaras. ¿Por qué no contestarías?

-Porque no lo sé. Pero Multivac lo sabría. Le hemos dado todos los factores. Puede analizar los futuros del clima, de la política y de la economía. Sabemos que puede. Lo ha hecho antes.

-De acuerdo. Supongamos que yo te hiciera la pregunta y que tú conocieras la respuesta pero no me contestaras. ¿Por qué?

-Porque tendría un tumor cerebral -rezongó Weaver-. Porque habría perdido el conocimiento. Porque estaría borracho. ¡Demonios, porque mi maquinaria no funcionaría! Eso es lo que tratamos de averiguar en Multivac. Estamos buscando el lugar donde su maquinaria está estropeada, buscamos el factor clave.

-Pero no lo habéis encontrado. -Nemerson se levantó del taburete-. ¿Por qué no me haces la pregunta en la que se atascó Multivac?

-¿Cómo? ¿Quieres que te pase la cinta?

-Vamos, Jack. Hazme la pregunta con toda la charla previa que le das a Multivac. Porque le hablas, ¿no?

-Tengo que hacerlo. Es terapia. Nemerson asintió con la cabeza.

-Sí, de eso se trata, de terapia. Ésa es la versión oficial. Hablamos con él para fingir que es un ser humano, con el objeto de no volvernos neuróticos por tener una máquina que sabe muchísimo más que nosotros. Convertimos a un espantoso monstruo de metal en una imagen paternal y protectora.

-Si quieres decirlo así...

-Bien, está mal y lo sabes. Un ordenador tan complejo como Multivac debe hablar y escuchar para ser eficaz. No basta con insertarle y sacarle puntitos codificados. En un cierto nivel de complejidad, Multivac debe parecer humano, porque, por Dios, es que es humano. Vamos, Jack, hazme la pregunta. Quiero ver cómo reacciono.

Jack Weaver se sonrojó.

-Esto es una tontería.

-Vamos, hazlo.

Weaver estaba tan deprimido y desesperado que accedió. A regañadientes, fingió que insertaba el programa en Multivac y le habló del modo habitual. Comentó los datos más recientes sobre los disturbios rurales, habló de la nueva ecuación que describía las contorsiones de las corrientes de aire, sermoneó respecto a la constante solar.

Al principio lo hacía de un modo rígido, pero pronto el hábito se impuso y habló con mayor soltura, y cuando terminó de introducir el programa casi cortó el contacto oprimiendo un interruptor en la cintura de Todd Nemerson.

-Ya está. Desarrolla eso y danos la respuesta sin demora.

Por un instante, Jack Weaver se quedó allí como si sintiera una vez más la excitación de activar la máquina más gigantesca y majestuosa jamás ensamblada por la mente y las manos del hombre. Luego, regresó a la realidad y masculló:

-Bien, se acabó el juego.

-Al menos ahora sé por qué yo no respondería -dijo Nemerson-, así que vamos a probarlo con Multivac. Lo despejaremos; haremos que los investigadores le quiten las zarpas de encima. Meteremos el programa, pero déjame hablar a mí. Sólo una vez. Weaver se encogió de hombros y se volvió hacia la pared de control de Multivac, cubierta de cuadrantes y de luces fijas. Lo despejó poco a poco. Uno a uno ordenó a los equipos de técnicos que se fueran.

Luego, inhaló profundamente y comenzó a cargar el programa en Multivac. Era la duodécima vez que lo hacía. En alguna parte lejana, algún periodista comentaría que lo estaban intentando de nuevo. En todo el mundo, la humanidad dependiente de Multivac contendría colectivamente el aliento.

Nemerson hablaba mientras Weaver cargaba los datos en silencio. Hablaba con soltura, tratando de recordar qué había dicho Weaver, pero aguardando al momento de añadir el factor clave.

Weaver terminó, y Nemerson dijo, con un punto de tensión en la voz:

-Bien, Multivac. Desarrolla eso y danos la respuesta.

-Hizo una pausa y añadió el factor clave-: Por favor.

Y por todo Multivac las válvulas y los relés se pusieron a trabajar con alegría. A fin de cuentas, una máquina tiene sentimientos... cuando ha dejado ya de ser una máquina.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1. ¿Quiénes son los protagonistas de este cuento? ¿A qué se dedican?

2. ¿A qué se niega la máquina Multivac?

3. El cuento dice que la economía mundial depende de la máquina Multivac. Infiere: ¿De qué manera se da esa dependencia?

4. ¿Por qué crees que los genios de informática han hecho muy complejo a Multivac, tan complejo como un cerebro humano?

5. Qué infieres de la siguiente frase: "Convertimos a un espantoso monstruo de metal en una imagen paternal y protectora." Explica tu respuesta.

6. ¿Por qué es importante que le hablen a la máquina?

7. ¿Qué es factor clave? ¿Por qué es importante? Explica tu respuesta.

8. ¿Cuál crees que fue la intención del autor al escribir este cuento? Explica tu respuesta.

9. Infiere: ¿En qué momento una máquina dejará de serlo para convertirse en un ser humano? ¿Por qué?

10. Opina: ¿Cuál es tu opinión y valoración del cuento? Argumenta tu respuesta.

 

 

ACTIVIDAD CREATIVA

1. Crea un cuento de ciencia ficción que aborde el tema de la inteligencia artificial, los robots o los sentimientos que estos pueden llegar a desarrollar en el futuro. No olvides ser muy creativo y original.