miércoles, 16 de febrero de 2022

Cuento “La tercera resignación” de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

La tercera resignación

Gabriel García Márquez


Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.

         El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:

         Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

 

         Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante la vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bosque –en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire– estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.

         Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente:

         –Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...

         Recordaba las palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.

         Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

         Desde entonces –en el tiempo de su muerte tenía siete años– su madre le mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño. Pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquella, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

         Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años (ahora tenía veinticinco). Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.

         Pero había algo que le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

         Recordó que había llegado a mayor de edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto.

         Su madre había tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo, cuando, después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó, así mismo, de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años, la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja, discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.

Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto, Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva substancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.

         Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí, sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro, como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente, y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo, y que eran renovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente: precisamente cuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado aquella terrible mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, sólo con su soledad. ¿Sentirse miedo después?

Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blanco, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.

         No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día –sin embargo– sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de 25 años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica.

En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia: nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces, que va a subir por los vasos capilares de un manzano y al despertarse medido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces –y eso sí le entristecía– que ha perdido su unidad: que ya no es –siquiera– un muerto ordinario, un cadáver común. La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver. Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos del sol tibio por la ventana, abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el “olor”. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de p ocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.

Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchada, terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!

         No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.

         Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón, que el gato había arrastrado hasta su pieza, se descompuso con el calor. No. El “olor” no podías ser de su cuerpo.

         Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamada. No podía expresarse, y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente trataría de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso.

 

         Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un sólo golpe allí a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.

         Pero, no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el último intento de volver a la realidad. El no despertaría ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a deshacerse, y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. El mismo quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto, o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”.

         Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez –¡quién sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en un agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo. Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.

ACTIVIDAD DE COMPRENSIÓN

1.    ¿Quién es el protagonista? ¿Cómo es?

2.    ¿Cuál es la relación entre la muerte y la resignación en este cuento?

3.    ¿Crees que el protagonista acepta su muerte? ¿Por qué? Explica tu respuesta en 3 líneas

4.    Infiere: ¿Qué quiere decir el médico al decir que el protagonista sufre "una muerte viva"?

5.    ¿Por qué aun cuando está muerto nuestro protagonista se lo sigue tratando como un ser vivo? Explica tu respuesta

6.    Al protagonista lo cuida su madre que lo ve como un ser que está vivo, ¿Qué opinión te merece las actitudes de la madre?

7.    ¿Cuál crees que es la relación de "vida" y la "cinta métrica"? Explica

8.    ¿Qué opinas tú sobre el cuento y los dos personajes del cuento? Fundamenta tu respuesta en 5 líneas

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1.    Crear un cuento de una cara sobre el tema “muerte en vida” o “vida en muerte”

lunes, 14 de febrero de 2022

Aprende a redactar un TEXTO ARGUMENTATIVO

 

Aprende a redactar un texto argumentativo


Los textos argumentativos son aquellos textos cuyo propósito comunicativo es CONVENCER o PERSUADIR a un lector sobre un punto de vista que llamaremos TESIS y que deberemos defender con una serie de pruebas y fundamentos que llamaremos ARGUMENTOS. En suma, un texto argumentativo busca convencer sobre una TESIS que será defendida con ARGUMENTOS.

Ahora bien, para que tu texto argumentativo tenga coherencia y cohesión se te sugiere seguir la siguiente estructura textual:


a) INTRODUCCIÓN: Esta será la parte inicial de tu texto argumentativo. Debes hacer dos cosas: definir el tema a tratar y plantear tu TESIS, es decir, tu postura o punto de vista. La extensión sugerida es de uno a dos párrafos.

Leamos el siguiente ejemplo:

Leer es un proceso mental y visual. En este proceso se deduce el significado de un texto, se interpreta su contenido, se comprende el mensaje, se realizan inferencias y cuestionamientos. Por todo ello, pienso que leer desarrolla el pensamiento crítico.

Como vemos, en este párrafo se ha definido qué es leer y luego se ha planteado la TESIS a defender: leer desarrolla el pensamiento crítico.

 

b) DESARROLLO ARGUMENTAL: Esta será la parte más extensa de tu texto argumentativo. Aquí deberás exponer, párrafo a párrafo, cada uno de los argumentos que defiendan o sustenten tu tesis. Se recomienda investigar sobre el tema y seleccionar información e ideas que nos ayuden a darle mayor peso a nuestros argumentos.  Se recomienda, además usar conectores lógicos de causa (porque, pues, puesto que), de certeza (es evidente que, está claro que, es indudable que), de condición (si, a menos que, según, siempre que), de consecuencia (así es que, por eso, por lo tanto), oposición (pero, sin embargo, no obstante), entre otros.


Leamos el siguiente ejemplo:

Leer de manera comprensiva, desarrolla nuestro pensamiento crítico, porque permite confrontar nuestras ideas y creencias con nuevos puntos de vista sobre diversos temas. De esta manera formamos nuestra autonomía, es decir, aprendemos a pensar por nosotros mismos, capacidad que es muy importante en estos tiempos.

Además, cuando leemos, comprendemos e interpretamos las ideas de los otros y estas ideas son la base para construir y organizar nuestros propios puntos de vista sobre un tema o problema. Por ello, mientras más leemos, más ideas tenemos y más críticos y conscientes somos para con nuestra realidad circundante.

Leer también aumenta nuestro vocabulario, lo cual es muy importante para desarrollar nuestro propio criterio. Cuando aprendemos una nueva palabra, no solo queda en nuestra mente, sino que nos abre una nueva posibilidad para expresar nuestras propias ideas.


Como podemos observar, cada párrafo desarrolla un argumento diferente y sustenta nuestra tesis. Leer críticamente nos da autonomía, es decir, aprendernos a pensar por nosotros mismos; nos permite construir nuestras propias ideas y ampliamos nuestro vocabulario que, finalmente, nos ayuda a expresar mejor dichas ideas. Todo ello sustenta la tesis: leer desarrolla el pensamiento crítico.

 

c) CONCLUSIÓN: En esta parte se cierra nuestro texto. Aquí debes realizar una síntesis de todo lo expuesto y reafirmar la tesis. Recomiendo que esta parte sea solo de un párrafo.

Leamos un ejemplo:

En conclusión, desarrollar nuestro pensamiento crítico y ser más autónomos necesita del ejercicio lector.

 

En suma, un texto argumentativo es aquel que tiene como finalidad CONVENCER o PERSUADIR sobre un punto de vista a partir de un tema en concreto. Podemos redactar un texto argumentativo siguiendo la estructura textual de INTRODUCCIÓN, DESARROLLO ARGUMENTAL Y CONCLUSIÓN. Por último, para que nuestro texto argumentativo sea de calidad, debemos INVESTIGAR SOBRE EL TEMA que vamos a abordar y construir argumentos fuertes y razonables para así defender bien nuestra TESIS.


RECURSO: ESQUEMA DEL TEXTO ARGUMENTATIVO:


Paolo Astorga
Docente de Lengua y Literatura



domingo, 13 de febrero de 2022

MARCAS DE LITERARIEDAD 📕

 

MARCAS DE LA LITERARIEDAD

MARCAS DE LITERARIEDAD


VIDEO SOBRE EL TEMA:


LAS MARCAS DE LITERARIEDAD se pueden definir como el conjunto de las cualidades y las propiedades estéticas y lingüísticas que permiten calificar a un texto como literario.

Estas son:

LENGUAJE CONNOTATIVO: el lenguaje connotativo posee un carácter subjetivo, figurado, simbólico. Este depende del contexto literario y personal del lector para adquirir un significado. El lenguaje connotativo permite que la experiencia literaria esté llena de pasiones, ideas, cargas emotivas y estados de ánimo. El lenguaje connotativo, permite, además, que se pueda reconocer otra marca de literariedad que es LA POLISEMIA, es decir, la capacidad de una palabra para adquirir varios significados dependiendo del contexto. Para ejemplificar esto, leamos un ejemplo:

 

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

 

Los heraldos negros - César Vallejo

 

Como podemos leer, en este fragmento de poema, por ejemplo, es connotativo el término GOLPES, ya que no hace referencia a su significado denotativo: “Encuentro más o menos fuerte de dos o más cuerpos, de los cuales al menos uno está en movimiento, en especial el provocado por una persona que utiliza su cuerpo, una parte de él o un objeto enviado contra una persona o una cosa”, sino que “GOLPES” hace referencia a lo trágico, al impacto con la muerte, con la pérdida de lo amado.

 

PREDOMINIO DE LA FUNCIÓN POÉTICA: El lenguaje literario no se limita a la comunicación de ideas, sino que tiene el propósito de tratar de influir en el estado de ánimo del lector para que viva emociones y sentimientos.

Leamos un ejemplo:


Si de pronto me olvidas no me busques,

que ya te habré olvidado.

Si consideras largo y loco

el viento de banderas que pasa por mi vida

y te decides a dejarme a la orilla

del corazón en que tengo raíces,

piensa que en ese día,

a esa hora levantaré los brazos

y saldrán mis raíces a buscar otra tierra.

 

Si tú me olvidas – Pablo Neruda

 

Como podemos ver, en este texto predomina la función poética, pues no se busca hacer referencia a una realidad, sino expresar emociones y sentimientos. En este caso el texto hace referencia al desamor, la separación de los amantes y el olvido.

 

USO DE FIGURAS RETÓRICAS O LITERARIAS: Son formas no convencionales de utilizar las palabras para darle mayor expresividad al lenguaje, es decir, para que la experiencia estética logre darse. Las figuras literarias pueden ser:

 

  • FÓNICAS: Se relación con el sonido y musicalidad que producen, por ejemplo, el uso de onomatopeyas:

 

        “Mi corazón hace ¡bum, bum!, cuando pasas cerca de mí”,

 

  • GRAMATICALES: Están referidas al orden de la oración. Por ejemplo, el uso del hipérbaton que es la alteración del orden de los elementos de una frase:

 

        Volverán las oscuras golondrinas

        en tu balcón sus nidos a colgar...

        (Bécquer)

 

  • SEMÁNTICAS: Que se relacionan con el significado. Por ejemplo, el uso de la metáfora que es una de las figuras literarias más importantes y que consiste en el desplazamiento de significado entre dos términos (uno real y otro imaginario o poético) con una finalidad estética

 

        Tus cabellos son de oro.

       Aquí “cabello” es el término real y “son de oro” es el término imaginario o poético.


En suma, las marcas de la literariedad son aquellas propiedades lingüísticas y formales especiales que distinguen los textos literarios de aquellos que no lo son. Conocer estas marcas nos ayudará a tener una mejor experiencia con los textos literarios y permitirá que podamos lograr un análisis e interpretación más significativa al conocer la naturaleza e intencionalidad de los mismos.

 

INFOGRAFÍA SOBRE LAS MARCAS DE LA LITERARIEDAD:





Paolo Astorga
Profesor de Lengua y Literatura

lunes, 10 de enero de 2022

Fragmentos de "El viejo y el mar" de Ernest Hemingway con actividades de comprensión lectora

 

El viejo y el mar

Ernest Hemingway

(fragmentos)


Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical, estaban en sus mejillas. Estas

pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.

El viejo había enseñado al muchacho a pescar, y el muchacho le tenía cariño.

—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.

—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.

—Lo recuerdo —dijo el viejo—, y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.

—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerlo.

—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.

—Papá no tiene mucha fe.

—No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?

—Sí —dijo el muchacho—. ¿Me permite brindarle una cerveza en La Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.

—¿Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.

 

(…)

 

El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa, y el viejo se quitó el pantalón y se fue a la cama a oscuras. Enrolló el pantalón para hacer una almohada, y puso luego el periódico dentro. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.

Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho, y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía, y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana.

Generalmente, cuando olía la brisa de tierra, despertaba y se vestía, y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño, y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar. Y luego soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.

No soñaba ya con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni con grandes peces, ni con peleas, ni con competiciones de fuerza, ni con su esposa. Sólo soñaba ya con lugares, y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba su pantalón y se lo ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba por el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.

 

(…)

 

En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y, mientras remaba, oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores, que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves; especialmente por las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando, y casi nunca encontraban, y pensó: «Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.»

Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o a un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

 

(…)

 

Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.

—¿Qué edad tienes? —preguntó el viejo al pájaro—. ¿Es éste tu primer viaje?

El pájaro lo miró al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.

—Estás firme —le dijo el viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?

«Los gavilanes —pensó— salen al mar a esperarlos.» Pero no le dijo nada de esto al pajarito, que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.

—Descansa, pajarito, descansa —dijo—. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.

Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.

—Quédate en mi casa si quieres, pajarito —dijo—. Lamento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estas con un amigo.

Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.

El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.

—Algo la ha lastimado —dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó hacia atrás para formar contrapeso.

—Ahora lo estás sintiendo, pez —dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo siento.

Miró en derredor a ver si veía al pájaro, porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido.

«No te has quedado mucho tiempo —pensó el viejo—. Pero a donde vas, va a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen.»

—Ojalá estuviera aquí el muchacho, y que tuviera un poco de sal —dijo en voz alta.

Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado, lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela, y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el bote.

 

(…)

 

Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna.

Luego se las veía firmes a través del mar, que ahora estaba picado debido a la brisa creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la corriente.

«Ahora ha terminado —pensó—. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero, ¿qué puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?»

Estaba rígido y adolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de la noche. «Ojalá no tenga que volver a pelear —pensó—. Ojalá, ojalá que no tenga que volver a pelear.»

Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en manadas y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo agarraban su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír, sintió que algo agarraba la porra y se la arrebataba.

Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.

Por último, vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que todo había terminado.

Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos golpes más.

Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto. Lo sintió penetrar, y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue,

de la manada, el último tiburón que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.

Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante.

Escupió en el mar y dijo:

—Cómanse eso, galanos y sueñen con que han matado a un hombre.

Ahora sabía que estaba finalmente derrotado y sin remedio, y volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar.

 

(…)

 

El muchacho no bajó a la orilla. Ya había estado allí y uno de los pescadores cuidaba el bote en su lugar.

—¿Cómo está el viejo? —gritó uno de los pescadores.

—Durmiendo —respondió gritando el muchacho. No le importaba que lo vieran llorar—. Que nadie lo moleste.

—Tenía dieciocho pies de la nariz a la cola —gritó el pescador que lo estaba midiendo.

—Lo creo —dijo el muchacho.

Entró en La Terraza y pidió una lata de café. —Caliente y con bastante leche y azúcar.

—¿Algo más?

—No. Después veré qué puede comer.

—¡Ése sí era un pez! —dijo el propietario—. Jamás ha habido uno igual. También los dos que ustedes cogieron ayer eran buenos.

—¡Al diablo con ellos! —dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente.

—¿Quieres un trago de algo? —preguntó el dueño.

—No —dijo el muchacho—. Dígales que no se preocupen por Santiago. Vuelvo enseguida.

—Dile que lo siento mucho.

—Gracias —dijo el muchacho.

El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse.

Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho habla ido al otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.

Finalmente el viejo despertó.

—No se levante —dijo el muchacho—. Tómese esto —le echó un poco de café en un vaso.

El viejo cogió el vaso y bebió el café.

—Me derrotaron, Manolín—dijo—. Me derrotaron de verdad.

—No. Él no. Él no lo derrotó.

—No. Verdaderamente. Fue después.

—Perico está cuidando del bote y del aparejo.

¿Qué va a hacer con la cabeza?

—Que Perico la corte para usarla en las nasas.

—¿Y la espada?

—Puedes guardártela si la quieres.

—Sí, la quiero —dijo el muchacho—. Ahora tenemos que hacer planes para lo demás.

—¿Me han estado buscando?

—Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.

—La mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver —dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener a alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar—.

—Te he echado de menos —dijo—. ¿Qué han pescado?

—Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.

—Muy bueno.

—Ahora pescaremos juntos otra vez.

—No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.

—Al diablo con la suerte dijo el muchacho—. Yo llevaré la suerte conmigo.

—¿Qué va a decir tu familia?

—No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender.

—Tenemos que conseguir una buena lanza y llevarla siempre a bordo. Puedes hacer la hoja con una hoja de muelle de un viejo ford. Podemos afilarla en Guanabacoa. Debe ser afilada y sin temple para que no se rompa. Mi cuchillo se rompió.

—Conseguiré otro cuchillo y mandaré a afilar la hoja de muelle. ¿Cuántos días de brisa fuerte nos quedan?

—Tal vez tres. Tal vez más.

—Lo tendrá todo en orden —dijo el muchacho—. Cúrese sus manos, viejo.

—Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se habla roto en mi pecho.

—Cúrese también eso —dijo el muchacho—. Acuéstese, viejo y le traeré su camisa limpia. Y algo de comer.

—Tráeme algún periódico de cuando estuve ausente —dijo el viejo.

—Tiene que curarse pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho?

—Bastante —dijo el viejo.

—Le traeré la comida y los periódicos –dijo el muchacho—. Descanse, viejo. Le traeré la medicina de la farmacia para las manos.

—No te olvides de decirle a Perico que la cabeza es suya.

—No. Se lo diré.

Al atravesar la puerta y descender por el camino tallado por el uso en la roca de coral, el muchacho iba llorando nuevamente.

Esa tarde había una partida de turistas en La Terraza, y mirando hacia abajo, al agua, entre las latas de cerveza vacías y las picúas muertas, una mujer vio un gran espinazo blanco con una inmensa cola que se alzaba y balanceaba con la marea mientras el viento del este levantaba un fuerte y continuo oleaje a la entrada del puerto.

—¿Qué es eso? —preguntó la mujer al camarero, y señaló al largo espinazo del gran pez, que ahora no era más que basura esperando a que se la llevara la marea.

—Tiburón —dijo el camarero—. Un tiburón.

Quería explicarle lo que había sucedido.

—No sabía que los tiburones tuvieran colas tan hermosas, tan bellamente formadas.

—Ni yo tampoco —dijo el hombre que la acompañaba.

Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA

 

1.      ¿Quién era Santiago? ¿Por qué estaba “salao”?

2.     ¿Qué hizo Santiago el día 85?

3.     ¿Por qué crees que el viejo soñaba con los leones en la playa? Explica tu respuesta.

4.     Infiere: ¿Por qué el viejo dice que "Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes"? Explica.

5.     Qué infieres de esta frase respecto al viejo: "Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos". Explica tu respuesta.

6.     Santiago logra cazar al gran pez espada. ¿Qué pasa cuando lo trata de llevar a puerto?

7.      ¿Qué significado simbólico tienen el mar, el pez espada, el viejo y el muchacho? Explica tu respuesta.

8.     ¿Según tú por qué Santiago no se rindió ante la adversidad? Explica tu respuesta.

9.     ¿Qué relación encuentras en la obra con respecto a los términos fidelidad y perseverancia en la figura de Santiago?

10. ¿Según tú qué simboliza el título: “El viejo y el mar”? ¿Por qué? Explica tu respuesta.

lunes, 3 de enero de 2022

Cuento "La felicidad" de Guy de Maupassant con actividades de comprensión lectora

 

La felicidad

Guy de Maupassant


Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.

Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.

Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, “amor”, constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.

¿Se puede amar durante muchos años seguidos?

-Sí -decían algunos.

-No -aseguraban otros.

Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.

De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:

-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?

Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.

Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.

Alguien dijo:

-Es Córcega. Se la ve así dos o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que siempre velan las lejanías.

Vagamente, se distinguían las crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de los océanos inexplorados.

Entonces, un anciano caballero, que aún no había hablado, dijo:

-En esa isla que se alza ante nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante, inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco años hice un viaje a Córcega. Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy. Imagínense un mundo todavía en el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos por los que corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima de un monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Es esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es una obra maestra por sí mismo; donde el mármol, la madera, el bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el genio del hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que se encuentran en las casas viejas revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de la inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa, indiferente a todo lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Ha conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas, violento, rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario, generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar su fiel amistad a la menor muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas y desde las que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las puertas de las casas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el día siguiente. Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me conducía hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez horas de camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se abría al mar una legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas sombrías aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la choza, un viñedo y un pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo suficiente, en fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió era vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su compañera me dijo:

-Perdónele, se ha quedado sordo. Tiene ya ochenta y dos años.

Me sorprendió que hablara el francés de Francia.

-¿Son ustedes de Córcega?

Ella me respondió:

-No. Somos del continente. Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.

Una sensación de angustia y de espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la que habían hervido todo junto: patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida, fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces de los viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte. La vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me preguntó:

-¿Viene usted de Francia, entonces?

-Sí, viajo por gusto.

-¿Será usted de París, quizá?

-No, soy de Nancy.

Me pareció que la agitaba una extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:

-¿Es usted de Nancy?

En la puerta apareció el hombre, con esa impasibilidad de los sordos.

-No importa. No oye nada -dijo ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:

-Entonces, conocerá usted a mucha gente en Nancy.

-Sí, a casi todo el mundo.

-¿Conoce a la familia de Sainte-Allaize?

-Sí, muy bien. Eran amigos de mi padre.

-¿Cómo se llama usted?

Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:

-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los Brisemare? ¿Qué fue de ellos?

-Murieron todos.

-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?

-Sí, el último es general.

Entonces, estremeciéndose de emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:

-Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es mi hermano.

Alcé mis ojos hasta ella, sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido un escándalo en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló, cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender que le amaba? No se pudo saber. Nada logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella. Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo noticias de ella, y la consideraron como muerta. Y yo la volvía a encontrar de aquella forma, en aquel siniestro valle.

-Sí, sí, ahora me acuerdo -le dije, a mi vez-. Usted es la señorita Suzanne.

Ella dijo que sí con la cabeza. Caían lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a la puerta de su casucha, me dijo:

-Es él.

Y me di cuenta de que lo seguía queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:

-¿Ha sido usted feliz, por lo menos?

Ella me respondió, con una voz que le salía del corazón:

-Sí, muy feliz. Me ha hecho muy feliz. Jamás he lamentado nada.

La contemplé, triste, sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo, sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas. Y todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda de paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón junto a él. ¡Y nunca había pensado en nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma donde los cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había abandonado la vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo había sido todo en su vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la noche, oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija junto a la mujer que lo había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché al amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.

El narrador se calló.

Una mujer dijo:

-No demuestra nada. Esa mujer tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.

Otra, lentamente, dijo:

-¿Y qué importa? Fue feliz.

Y lejos, al final del horizonte, Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia de los dos humildes amantes que se habían refugiado en su costa.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. Al inicio del cuento el grupo de amigos, ¿de qué tema discuten?

2. ¿Por qué la referencia a Córcega es importante en el cuento?

3. ¿Por qué el que narra la historia de amor se sintió triste, sorprendido y maravillado ante el amor de la mujer para con su marido?

4. ¿Por qué el narrador se sorprende que una señorita rica se haya escapado y casado con un campesino?

5. ¿Por qué uno de los que escucharon la historia de la mujer profundamente enamorada dijo que esta era una "necia"?

6. Como pudimos leer, las diferencias entre Suzanne y el soldado eran marcadas, por eso tuvieron que huir y vivir un amor furtivo. ¿Estás de acuerdo con el proceder de esta pareja? ¿Por qué?

7. ¿Por qué el cuento se llama "La felicidad"? Explica tu respuesta.

8. Opina: ¿Crees que la historia que se narra en este cuento es una verdadera historia de amor y felicidad? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

9. Reflexiona: ¿Qué crees que se necesitaría para que un amor será duradero? ¿Por qué? Explica tu respuesta.