lunes, 6 de junio de 2022

Cuento "El niño de Junto al Cielo" de Enrique Congrains Martín con actividades de comprensión lectora

 

El niño de Junto al Cielo

Enrique Congrains Martín


Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no sería, más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.

¿Por qué, por qué él?

Su madre se había encogido de hombros al pedirle, él, autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.

Vacilante, incrédulo se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios, exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados.

Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él —se preguntaba— o era él, el que había ido hacia el billete?

Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basura, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó al famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?… La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas.

¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora, él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia…

Se detuvo, miró y meditó; la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes —algunas como él, otras no como él—, y el billete anaranjado, quieto, dócil, en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero solo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo, Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.

Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.

Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía innecesariamente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.

¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete.

—¡Hola, hombre!

—Hola … —respondió Esteban, susurrando casi.

El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.

—¡Eres de por acá! —le preguntó a Esteban.

—Sí, este … —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.

—¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos inquietos le recorrían de arriba a abajo—. ¿De dónde, ah? —volvió a preguntar.

—De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido.

—¿San Cosme?

Esteban meneó la cabeza, negativamente.

—¿Del Agustino?

—¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima!… Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir… ¡Lima!… ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.

—Yo no tengo casa… —dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó—: ¡Caray, no tengo!

—¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban.

El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:

—En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos… —amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—: ¿Cómo te llamas tú?

—Esteban …

—Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano—. Te juego, ¿ya, Esteban?

Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo.

Dieron algunas vueltas, más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.

—¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.

—¡Caray! —exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?

—Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban.

Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:

—¿Qué piensas hacer, Esteban?

—No sé, guardarlo, seguro… —y sonrió tímidamente.

—¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!

—¿Cómo?

Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectiva. Esteban no comprendió.

—¿Qué clase de negocios, ah?

—¡Cualquier clase, hombre! —pateó un cáscara de naranja que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplanó contra el pavimento—. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.

—¿Una libra más? —preguntó Esteban asombrándose.

—¡Pero claro, claro que sí!… —volvió a examinar a Esteban y le preguntó—: ¿Tú eres de Lima?

Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día.

—No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…

—¡Ah! —exclamó Pedro, observándolo fugazmente—. ¿De Tarma, no?

—Sí, de Tarma…

Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío? Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje, arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿A dónde Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún barrio nuevo, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad de cerro, casas en la cumbre del cerro.

Habían subido y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casa, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo, quizá— que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.

—Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? —Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.

—¿Yo?… —titubeando, preguntó—: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana?

—¡Claro que sí, por supuesto! —afirmó resueltamente.

La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más, y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.

—¿Qué clase de negocios se puede, ah? —preguntó Esteban.

Pedro sonrió y explicó:

—Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes… —hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose—: Mira, compraremos diez soles de revistas y los vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra.

—¿Quince soles?

—¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah?

Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío: convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas otras.

*

Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas.

—Vas a ver que fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas y así vienen más rápido… ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!…

—¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, que lejos había quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.

—No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.

—¿Cuánto cuesta el tranvía?

—¡Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza San Martín.

Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.

—¿Adónde va toda esa gente en auto?

Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.

—¡Corre! —le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.

Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia.

 

*

 

Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.

—Vamos, ¿qué esperas?

—¿Aquí es?

—Claro, baja.

Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar —sabe Dios dónde— con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma?

—Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.

—Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante.

—¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.

—No, no tengo… —y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó—: ¿Y tú?

—Tampoco, ni papá, ni mamá —Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente:

—¿Y al que le dices “tío”?

—Ah… él vive con mi mamá, ha venido a Lima de chofer… —calló, pero enseguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era un chico…

—¡Ah, caray!… ¿Y tu “tío”, qué tal te trata?

—Bien; no se mete conmigo para nada.

—¡Ah!

Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.

—Ven, entra —le ordenó Pedro.

Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.

—Paga.

Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.

—Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.

—¿Es justo una libra?

—Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.

Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.

—Vamos —dijo jalándolo.

Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circulaban el jardín. “Revistas, revistas, revistas señor, revistas señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.

—¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriente con orgullo.

—Está bueno, está bueno… —y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.

—Revistas, revistas ¿no quiere un chiste, señor?

El hombre se detuvo y examinó las carátulas.

—¿Cuánto?

—Un sol cincuenta, no más…

La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.

—Cóbrese.

Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar, meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.

Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto!”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba a prisa, rápidamente. “¿Adónde van que se apuran tanto?”, pensaba Esteban.

Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes”… Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.

—¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!… —prorrumpió luego.

—¿No has almorzado?

—No, no he almorzado… —observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho?

—Bueno —aceptó Esteban inmediatamente.

Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:

—Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?

—Sí, ya sé.

—¿Ves ese cine? —preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina. Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?

—Ya.

Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.

—Deme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía.

Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.

—Vale un sol veinte —advirtió la muchacha.

—¡Un sol veinte!… —devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió—: Dame un sol de galletas, entonces.

Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?

Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ningún otro.

Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revista, ni quince soles, ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?

Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Esto tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaladas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces?…

—Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba.

—Sí, las cinco en punto.

Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho, ni nueve ¡Eran diez años!

—¿Tiene hora, señorita?

—Sí —sonrió y dijo con voz linda—: Las seis y diez —y se alejó presurosa.

¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?… ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?… Desgraciadamente no lo sabía y solo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando…

—¿Tiene hora, señor?

—Un cuarto para las siete.

—Gracias…

¿Entonces?… Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?… ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces?… Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba con más prisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más… Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro… Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.

Entonces, ¿Pedro lo había engañado?… ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?…

Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.

 

 

 

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Quién era Esteban? ¿Cuál era su personalidad?

2. Esteban se había encontrado un billete de diez soles, ¿qué significaba ese billete para él? ¿Por qué?

3. ¿Qué consejo le da la mamá de Esteban antes de que este saliera a la calle? ¿Por qué crees que le dio ese consejo?

4. ¿Por qué Esteban se refiere a Lima como “la bestia con un millón de cabezas"?

5. ¿Cómo conoció Esteban a Pedro?

6. ¿Cómo engaña Pedro a Esteban?

7. Infiere: ¿Por qué crees que Pedro engaña a Esteban?

8. ¿Qué opinas del final del cuento? ¿Por qué? Justifica tu opinión.

9. ¿Qué te pareció el comportamiento de Pedro? ¿Era realmente un amigo? ¿Por qué?

10. ¿Qué le aconsejarías a Esteban después de lo que le pasó?

11. Si Esteban y Pedro se volvieran a encontrar después del incidente, ¿qué crees que sucedería?

12. ¿Por qué crees tú que el cuento se llama "El niño de Junto al Cielo"? Justifica tu respuesta.

13. ¿Qué es lo que denuncia el cuento? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.

14. ¿Cuál es el mensaje que nos deja este cuento?

15. ¿Qué opinas del cuento? Justifica tu respuesta.

viernes, 3 de junio de 2022

Cuento "La muerte" de Enrique Anderson Imbert con actividades de comprensión lectora

 

La muerte

Enrique Anderson Imbert

 

La muerte - Enrique Anderson Imbert

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.

-¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.

-Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.

-Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!

-No, no tengo miedo.

-¿Y si levantaras a alguien que te atraca?

-No tengo miedo.

-¿Y si te matan?

-No tengo miedo.

-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente.

En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Por qué este cuento lleva por título La muerte?

2. ¿Cuál es el hecho fantástico o sobrenatural que ocurre en el cuento?

3. ¿Qué partes del cuento nos dice que este es un cuento de temática fantástica o sobrenatural? Indícalas y explícalas.

4. ¿Por qué la automovilista no tiene miedo de llevar a una extraña en su auto?

5. La palabra “ironía” se define como: “Situación o hecho que resulta ser totalmente contrario a lo que se esperaba o que marca un fuerte contraste con ello”. Según el cuento, ¿existe un elemento de ironía en la historia que se narra? ¿Por qué?

6. ¿Qué opinas sobre este cuento? Justifica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

Crea un microrrelato en donde abordes un tema fantástico o sobrenatural. Tu historia debe tener un giro narrativo inesperado en el desenlace.

lunes, 30 de mayo de 2022

LA CRÓNICA PERIODÍSTICA: Definión, características, estructura, tipos y ejemplo

 

LA CRÓNICA PERIODÍSTICA


VIDEO SOBRE EL TEMA:


1. DEFINICIÓN: La crónica periodística es un tipo de redacción de no ficción que se caracteriza por relatar, de manera ordenada y detallada, ciertos hechos o historias. La crónica periodística se diferencia de la noticia, pues esta amplía los hechos y los aborda desde una perspectiva más subjetiva, usando diversos recursos estilísticos y una visión particular de los acontecimientos.

 

2. CARACTERÍSTICAS DE LA CRÓNICA PERIODÍSTICA:

Las características más importantes de la crónica periodística son:

Es un relato: Narra en forma detallada, subjetiva y secuencial un suceso o historia, capaz de llamar la atención de los lectores.

Están destinadas Público amplio: Las crónicas están destinadas generalmente a un gran público interesado en conocer al detalle el suceso narrado.

Posee un lenguaje sencillo: La crónica debe estar redactada con un lenguaje accesible para toda clase de lector.

Aborda diversidad de temas: No existe un determinado tema del cual puede tratar. Existen crónicas periodísticas que tratan temas sociales, políticos, económicos, policiales, deportivos, etc.

Es minuciosa: Debe procurarse relatar la historia sin perder detalle alguno.

Utiliza recursos estilísticos: La crónica periodística suele usar diversos recursos estilísticos como metáforas, comparaciones, descripciones, etc., para hacer más expresivo el texto, así como para ofrecer al lector una visión particular de los hechos o personas de las que habla.


3. ESTRUCTURA DE UNA CRÓNICA PERIODÍSTICA:

La estructura básica de toda crónica periodística es la siguiente:

El título: Es el encabezado de la crónica y nos introduce al tema de la misma.

Introducción o entrada: Es la parte inicial o la presentación de la crónica. Se ofrece un contexto a la historia que se va a contar.

Cuerpo: Es la parte más extensa de la crónica. Aquí se relata la historia, además de aportar datos que permiten entender mejor lo sucedido. El escritor debe centrarse en los detalles y desplegar recursos estilísticos necesarios para mantener la atención de los lectores y cautivarlos.

Conclusión o cierre: En este punto se resume la historia y se puede culminar con una frase original o un mensaje referente al tema.

 

4. TIPOS DE CRÓNICAS PERIODÍSTICAS:

Existen varios tipos de crónicas periodísticas.  A continuación, mencionaremos las más comunes:

La crónica informativa o de sucesos: Busca ampliar la visión sobre un acontecimiento o noticia.

La crónica social: Busca relatar historias con carácter humano.

La crónica histórica: Busca relatar un acontecimiento histórico.

La crónica opinativa o interpretativa: Aquí el cronista informa y opina simultáneamente. Busca analizar los hechos y llegar a una interpretación.

La crónica de viajes: Relata un viaje en el que el periodista tomó parte, o recompone los viajes de alguna personalidad de interés.

La crónica de guerra: Es un relato, generalmente contado con crudeza, de los acontecimientos y desenlaces de enfrentamientos sangrientos dentro de un conflicto.

La crónica policial: Se orienta especialmente en la narración de algún hecho de índole criminal y su desenlace.

La crónica deportiva: Está relacionada con la narración de los acontecimientos ocurridos en una actividad deportiva, por ejemplo, la crónica de cómo la selección peruana llegó al mundial de Rusia 2018.

La crónica cultural: Detalla el desarrollo de algún evento cultural o artístico.

A continuación, te comparto algunos aspectos a tener en cuenta para escribir una crónica periodística:

 

5. ALGUNOS ASPECTOS A TENER EN CUENTA PARA ESCRIBIR UNA CRÓNICA:

✔ Primero debemos elegir un tema. Puedes partir de un acontecimiento reciente.

✔ Busca información al respecto y céntrate en los detalles.

✔ Al redactar tu crónica, primero ofrece un contexto a tus lectores para luego profundizar en el relato.

✔ Ofrece detalles y valoraciones que enriquezcan tu relato.

✔Concluye tu crónica con una frase final que emocione a tu lector o haga que se identifique aún más con tu relato.

 

Para consolidar todo lo antes mencionado, leamos y analicemos la siguiente crónica periodística:

 

EJEMPLO DE CRÓNICA PERIODÍSTICA:

AZUCENAS DE LUTO
De cómo una muchacha casi se convierte en flor de pura coincidencia
Por: Ingrid Silva


Siempre hay azucenas en los velorios, y en este lugar todos los días hay velorios. La muerte es uno de esos nichos de mercado en el que siempre existirá una enorme demanda. La madre de Azucena lo intuyó sin tener un doctorado, hace más de 25 años, cuando decidió dedicarse con su esposo al negocio de las flores. Su puestito de flores estaba, en los años 80, cerca de la Plaza de Acho y de la casa donde Azucena nació. A su madre siempre le gustaron esas flores, tal vez porque son las que más se vendían y por eso le puso el nombre a la hija.

La madre se mantuvo firme a los pétalos y le enseñó a su hija cómo hacer lágrimas. Azucena las hace de cualquier color y tamaño, depende de lo que los deprimidos clientes le pidan. Las únicas lágrimas que no ha podido dominar son aquellas que suelta como niña cada vez que recuerda a su padre, mirándolo inerte en la Morgue Central de Lima.

Su muerte fue como un mal chiste de velorios. Don Arnaldo dejó las flores por las combis hace seis años, y sí que es irónico para un florista de coronas que justamente sean las coronas de la combi Kia que manejaba las que provocaron que se rompiera la dirección y se estrellara con la pared de una casa. La única azucena en el velorio era ella, sentada junto a su madre, regada por sus propias lágrimas.

Ha pasado un buen tiempo ya de eso, lo suficiente para dejar de llorar todo el tiempo. A los 21 años, después de muchas coronas y lágrimas, los dolores son más lejanos. Sus manos son fuertes, casi pétreas. "De tanto cortarme con las espinas o las hojas... a veces me da vergüenza dar la mano. Me gustaría tenerlas más femeninas". En realidad ella es muy firme. Mide como un cirio de los que prende antes que los familiares de los muertos entren al velatorio. Y es que a fuerza de ser conocida en el velatorio de CAFAE, cerca del Estadio Nacional, entró hace un par de años a trabajar ahí.

Sus ojos no brillan mucho en el trabajo, es como si la mirada tenue y respetuosa, casi melancólica, fuera parte del uniforme azul marino que utiliza. Es muy bonita cuando se arregla. Eso dice Andrés, su enamorado. Se conocieron en un velorio que ambos preparaban, y cuando lo cuentan juntos no saben si reír o preocuparse. Ella lo ve sólo en el trabajo, porque su madre no sabe y es mejor así porque le diría a alguno de sus tres hermanos mayores que la vigilen.

Hace mucho que nadie la vigila. Es una chica muy independiente que se levanta a las cuatro de la mañana para ir con su madre al mercado mayorista de flores, después de prepararles el desayuno a los dos hermanos que aún viven en su casa. El otro se casó y regresó al pueblo de su padre, Aczo, cerca de Huaraz, en Ancash. Azucena quiere estudiar algo que la ayude a administrar el negocio. Ha pensado muchas veces en eso mientras barre los salones del velatorio.

Parece ser un trabajo fácil, pero a veces los familiares de los finaditos se molestan con ella porque aún no se han ido los clientes anteriores o el salón aún tiene alguna de las coronas que ya no entraban en el carro funerario. Además, la tristeza se puede convertir en un hábito, decía su padre cuando vendían afuera del cementerio El Ángel, y ella lo repite siempre.

Su vida llena de flores parece haberle otorgado una gran suavidad en sus movimientos. Por momentos, cuando las ordena y les habla, parece ser parte de una corona. Entonces, una entiende la imagen de la flor de loto que crece en el pantano. Aun cuando se molesta porque hay algo en desorden, Andrés la escucha como si viera, entre las muecas de disgusto, algo de naturaleza viva.

Azucena habla poco, se mueve lo necesario y pocas veces aparta la mirada del suelo. Sonríe cuando habla de su madre y cuando ve pasar a Andrés. Son las personas más importantes en su vida. No lo dijo, claro, pero basta mirar cómo mira las flores en el fondo del velatorio cuando habla de ellos. Y sabemos que cuando hablamos de quienes queremos, los buscamos con la mirada.

Nunca mira a los muertos que llegan, ella adorna el salón, prende los cirios, y camina despacio con la mirada uniformada, pensando en estudiar algo para enorgullecer a su padre y a su madre. Sale del velatorio casi de noche y espera a Andrés, caminan tomados de la mano y Azucena deja de ser nombre de flor para velorios.

 

Bien, luego de leer esta crónica periodística, analicemos:

El tipo de crónica que hemos leído es social, ya que se centra en la narración de una historia con carácter humano (la historia de Azucena, la vendedora de flores para velorio).

Podemos notar que la crónica mezcla narración con datos que nos permiten tener contexto. Además, se centra en la persona, su modo de vida, pero también la cronista pone mucha atención en los detalles del trabajo que ejerce Azucena. La periodista incide en el carácter insólito del trabajo relativo a la muerte. La muerte, que es dolorosa y que nadie la desea, es para Azucena, paradójicamente el sustento de ella y su familia.

La crónica despliega diversos recursos estilísticos que logran captar la atención del lector. Cuando la cronista utiliza estos recursos como descripciones o metáforas, lo hace con el fin de que podamos observar detalles de la vida de Azucena, es decir, no solo relata su historia, sino que la humaniza con el lenguaje.

 

Como vemos, una crónica periodística es un texto que nos relata historias de hechos o personas que van más allá del simple describir. Existen diversos tipos de crónicas, pero todas comparten lo narrativo como un rasgo esencial. En suma, la crónica periodística nos permite ampliar nuestra visión de un acontecimiento, hecho histórico o conocer las historias de personas interesantes dentro de nuestra sociedad.

 

INFOGRAFÍA SOBRE EL TEMA:


Paolo Astorga

Profesor de Lengua y Literatura

Cuento "Si hubiera sospechado lo que se oye" de Oliverio Girondo con actividades de comprensión lectora

 

Si hubiera sospechado lo que se oye

Oliverio Girondo


Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.

Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Quién es el personaje principal?

2. ¿En dónde se desarrollan los acontecimientos del relato?

3. ¿Qué es lo que le molesta al protagonista? ¿Por qué?

4. Qué infieres de la expresión final del protagonista: "¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!" Justifica tu respuesta tu respuesta.

5. ¿Qué relación existe entre la palabra "silencio" y el cuento narrado?

6. ¿Cuál es el mensaje que nos quiere dar el autor con este cuento? Justifica tu respuesta.

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento breve en donde relates tu propia visión de lo que sería la vida después de la muerte.

miércoles, 25 de mayo de 2022

Cuento "Cleopatra" de Mario Benedetti con actividades de comprensión lectora

 

Cleopatra

Mario Benedetti


El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos me había mantenido siempre en un casillero especial de la familia. Mis hermanos me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se ponían bastante pesados cuando me hacían bromas sobre la insularidad de mi condición femenina. Entre ellos se intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria, pero pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y me acariciaban o me besaban o me decían: Pero, Mercedes, ¿nunca aprenderás a no tomarnos en serio?

Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos Dionisio y Juanjo, que eran simpáticos y me trataban con cariño, como si yo fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato, que me molestaba todo lo que podía, pero sin llegar nunca al arrepentimiento final de mis hermanos. Yo lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era correspondido.

Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me dejaban ir a fiestas y bailes, pero siempre y cuando me acompañaran mis hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con liberalidad, ya que, una vez introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su cuenta y sólo nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.

Sus amigos a veces venían con nosotros, y también las muchachas con las que estaban más o menos enredados. Yo también tenía mis amigos, pero en el fondo habría preferido que Dionisio, y sobre todo Juanjo, que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me hicieran alguna “proposición deshonesta”. Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura, que tal vez no era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a esas reuniones, y, cuando lo hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía siendo mutua.

En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con esmero, gracias a la espontánea colaboración de mamá y sobre todo de la tía Ramona, que era modista. Así mis hermanos fueron, por orden de edades: un mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un esgrimista. Yo era Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé que la historia habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de plástico era un buen sucedáneo. Mamá estaba un poco escandalizada porque se me veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la tranquilizó: “No te preocupes, vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién nacido.”

A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así que le di al descarado un puñetazo en pleno estómago, que le dejó sin habla por un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije: “Disculpa, hermanito, pero no es para tanto”, ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis golpes de kárate?

Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un antifaz dorado para no desentonar con la pechera áurea de Cleopatra. Cuando ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo murmullos de asombro, y hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre nos separamos y yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un payaso y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del primate y ya no me dejó en toda la noche. Bailamos tangos, más rumbas, boleros, milongas, y fuimos sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll. Mi pareja llevaba una careta muy pintarrajeada, como correspondía a su apelativo de Cara Rayada.

Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente no era la suya, desde el primer momento estuve segura de que se trataba de Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi nombre) y mi corazón empezó a saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca contrataban orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los géneros, a fin de (así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de esperar, cada nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la siguiente era todo lo contrario: abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy cursi, me tomó de la mano y me llevó al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una en su rincón de sombra.

Creo que ya era hora de que nos encontráramos así, Mercedes, la verdad es que te has convertido en una mujercita. Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le devolví el beso con hambre atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis brazos de Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un tirón y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a alguien.

Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas lindas en mi oído. También me acariciaba de vez en cuando, y yo diría que con discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión de que no le parecía el de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando escuché la voz de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra no regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al mismo tiempo se quitó la careta.

Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud. Tal vez ustedes lo hayan adivinado: no era Juanjo, sino Renato. Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso cacique, se había puesto la otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado y seguí por mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales, siento que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía hoy, aunque Renato sea mi marido.


ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Quién es la protagonista? ¿Cómo es su personalidad?

2. ¿Cómo se siente ella hacia Renato? ¿Y él hacia ella?

3. ¿Cuándo pudo ir a fiestas y bajo qué condición?

4. ¿Quién creía la narradora que era el cacique? ¿Quién terminó siendo realmente?

5. ¿A qué hace referencia esta expresión: “Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud”? Explica.

6. ¿Qué infieres acerca del final del cuento? Fundamenta tu respuesta

7. ¿Cómo puedes explicar que una relación pueda cambiar del odio al amor? Explica.

8. En una palabra, ¿cuál es el tema del texto? Explica tu respuesta.

9. Según tu capacidad deductiva, ¿qué simboliza la idea de CLEOPATRA en este cuento? Fundamenta tu respuesta.

10. ¿Qué parte del cuento te llamó la atención? ¿Por qué?

11.¿Cuál crees que fue la intención del autor al crear este cuento? Explica tu respuesta.

12. ¿Qué opinas del cuento? ¿Por qué?

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Redacta un cuento (de una cara de extensión) cuyo tema se relacione con MÁSCARA, DOBLE IDENTIDAD O FIESTA.

viernes, 13 de mayo de 2022

Cuento "El ahogado más hermoso del mundo" de Gabriel García Márquez con actividades de comprensión lectora

 

El ahogado más hermoso del mundo

Gabriel García Márquez


Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

         —Tiene cara de llamarse Esteban.

         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

 

1. ¿En qué lugares se desarrolla el cuento?

2. ¿Qué hicieron los niños cuando encontraron al ahogado?

3. ¿Cuál piensas que puede ser la ocupación de los hombres y mujeres del pueblo? ¿Por qué?

4. ¿Cómo se describen las casas del pueblo?

5. ¿Por qué la población es muy pequeña?

6. ¿Cómo es la actitud de los hombres y la actitud de las mujeres frente al ahogado? Explica la diferencia.

7. ¿Cómo reaccionan los hombres del pueblo ante la fascinación de las mujeres por el ahogado?

8. ¿Qué produce el cambio de actitud de los hombres frente a Esteban?

9. ¿Cómo fueron los funerales que le hicieron al ahogado? ¿Qué hicieron finalmente con el cuerpo de Esteban?

10. ¿Por qué este cuento aborda lo fantástico?

11. Infiere: ¿Qué simboliza el ahogado, las mujeres y los hombres del pueblo?

12. Extrae un fragmento del cuento que posea un gran significado connotativo o literario y explica dicho significado.

13. ¿Cuál es el mensaje que nos quiere dejar el autor en este cuento? ¿Por qué?

14. ¿Cuál es tu opinión del cuento?

 

ACTIVIDAD CREATIVA:

1. Crea un cuento fantástico que inicie con un hecho cotidiano y que luego se ingrese a lo fantástico.

jueves, 12 de mayo de 2022

Cuento "La muerta" de Guy de Maupassant con actividades de comprensión lectora

La muerta

Guy de Maupassant


¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios… un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite incesantemente, que se susurra una y otra vez, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan plenamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche regresó a casa muy mojada, pues llovía intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: «¡Ah!» ¡y yo comprendí! ¡Y yo entendí!

Me preguntaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas… mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación (nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano tras la muerte), me invadió tal asalto de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces… tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal –en aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:

“Amó, fue amada y murió”.

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que oscurecía, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagar por aquella necrópolis. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, aferrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente hacia aquel espacio de muertos. Caminé de un lado para otro, pero no logré encontrar la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Palpé las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:

“Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios”.

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

“Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió en pecado mortal”.

Cuando terminó de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

“Amó, fue amada y murió”.

Ahora leí:

“Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, enfermó de pulmonía y murió”.

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

 

ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:

1. ¿Quién es el protagonista de este cuento? ¿Cómo es su personalidad? Explica tu respuesta.

2. En: "La enfermera dijo: «¡Ah!» ¡y yo comprendí! ¡Y yo entendí!", ese "Ah", ¿a qué hace referencia? ¿Por qué?

3. ¿Por qué el protagonista al regresar a su habitación en París quiso arrojarse a la calle?

4. ¿Qué era lo que deseaba el protagonista en el cementerio?

5. ¿Qué sentimientos experimenta el protagonista en su recorrido por el cementerio?

6. A qué reflexión te lleva el siguiente fragmento: "¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!". Justifica tu reflexión.

7. ¿Qué empezaron a hacer los muertos con sus lápidas? ¿Qué significa ello? Explica.

8. ¿Cuál es el secreto que se revela al final del cuento?

9. Este cuento tiene un corte fantástico. Responde: ¿Qué elemento fantástico o sobrenatural aparece en el cuento? ¿Qué significado puede tener ese elemento? Explica tu respuesta.

10. Si hubiera una palabra clave que sintetice este cuento, ¿cuál sería? ¿Por qué? Justifica tu respuesta.